martes, 23 de mayo de 2006

Venas plásticas.


Chamo, la final del mundial. La final final y yo aquí, parado. En este estadio trivergatario donde caben más de 100 mil, que queda en esta ciudad modernísima que no sé ni cómo coño se pronuncia pero sí que queda en el coño e’ la madre y que hay que agarrar como 7 aviones para llegarle.

Y estamos en el último penalti. Ronaldinho, el capitán brasileño, está a punto de cobrar. Si lo mete ganan el mundial. Otra vez. Qué ladilla. Pero si se lo paro ganamos nosotros. Y te lo juro que se la paro, marico, se la paro como que me llamo Spiderman Quevedo, se la paro porque soy el mejor arquero del mundo. Y se la paro además por mi revolución bonita, por mi amada Leidisrrún y por todos mis compatriotas revolucionarios, y por ese país que ahorita no tiene nombre -porque se lo están cambiando un pelo, aún no se han puesto de acuerdo- pero que se llamó Venezuela, o algo así (mierda, ya ni me acuerdo), hace un rato.

Hace un calor del carajo viejo, estoy que me derrito. Sudo, chamo, como si me hubieran abierto un grifo en la nuca. Me queman los guantes. No aguanto el cuello de la camisa, me pica como si fuera un collar de avispas. Esta tela cubana es como chimba, güevón. Mucho más finas eran las viejas, que eran Nike; pero esas las prohibieron porque no eran bolivarianas. Me bombea la sangre en la cabeza y me explotan adentro unas burbujas calientes y las venas laten, me hacen pum pum pum, como si estuvieran a punto de estallar. Chamo, qué calor tan coñoemadre, qué ganas de que este pajúo del Ronaldinho termine de chutar esa vaina a ver si se la paro y se acaba esta final del carajo. Y te lo juro que me voy a duchar con cubitos de hielo, te lo juro que apenas levante la copa esa de la FIFA le dejo el pelero a todo el mundo y me voy a quitar este calorón de encima con agua helada.

Se prepara Ronaldinho, pone la pelota en el círculo de cal, se aleja seis, siete, ocho, nueve pasos, toma impulso, lo vuelve a pensar, ahora recorta dos pasos. Se devuelve a la pelota, la acomoda otra vez. Coño e’ madre negro este, garimpeiro, muelón, ahora más feo que nunca con ese desriz. ¡Chuta, pues, no joda!

Se viene hacia la pelota, parece que flotara el pajúo, como si tuviera alitas en los botines, viene saltandito como si bailara samba. Ya no es ni la sombra de lo que era en el mundial pasado; pero sigue siendo Ronaldinho, compadre. Y tratar de pararle un penalti a ese carajo es algo que caga. Caga burda. Yo estoy cagado. Y las venas éstas de plástico que me pusieron en Cuba me arden por dentro, como si la sangre me estuviera hirviendo, como si el termómetro se hubiera jodido y yo estuviera a 100 grados debajo del uniforme.

Chuta Ronaldinho y la pelota viene flotadita, por todo el centro de la arquería. No hace falta que me lance hacia ningún lado. La pelota viene de bombita y me va a caer justo en los pies. Pienso en milésimas de segundo que apenas tengo que doblar un pelo las rodillas y bajar las manos para agarrar el balón y ya. Se acaba el mundial, ganamos nosotros.

Pero el cuerpo se me pincha cuando trato de atrapar la pelota. Se me derriten las venas y caigo desinflado sobre la hierba, desparramado justo encima del balón.

No sé todavía si fue gol o no. No me puedo mover, lo único que puedo mover son los párpados y un poquito los ojos. Pero se me viene a la mente, justo en ese momento, todo lo que me ha pasado antes de llegar aquí.


Estaba yo jugando béisbol con un poco de landros del barrio que son medio panas míos -aunque un coñoesumadre de esos una vez me asaltó en la escalera pasando de noche por la escuelita; pero bueno, en una caimanera de esas a uno se le olvidan las culebras y pa’ lante que es pa’llá-. Entonces yo estaba jugando ahí, bien fino, cubriendo la primera y había un poco de gente viendo el juego de pelota y en un momento ya eran un poco de gente más y hasta había unas personas así importantes que llegaron en un carro negro con escolta y con militares y con radios y vainas raras y tal. Entonces uno de ellos, de lentes oscuro, pistola en la cintura y una esclava de oro como de 5 kilos me hizo: “tss, tss, epa, tú carajito, vente para acá pa’ que hablemos”. Y yo le dije: “Tranquilo, viejo, aquí andamos en una de depolte y sano espalcimiento”, pero yo me medio cagué y todo. Porque esta revolución es bonita y yo estoy con ella, pero de repente a un chivo bolivariano se le ocurre que tú no estás tan con el régimen y te desaparecen rapidito, te torturan, te dejan con el mosquero en la boca en un basurero y después dicen: “fue víctima del hampa común”. Uno no es tan pendejo, esas cosas pasan.

Yo me fui con el jefe y el tipo me dijo, con un aliento a caña bien fina: “Mira, carajito, la revolución necesita un arquero para el próximo mundial de fútbol y yo creo que tú tienes madera… ¿a ti no te gustaría venirte a Cuba para hacerte un tratamiento que te va a convertir en el portero más arrecho de la historia?”. Y yo le respondí: “Mire, señor, con todo respeto, ¿no?, pero a mí lo que me gusta es el béisbol porque el fútbol me parece un juego e’ jevas. Además yo esa mielda no la he jugado en mi vida. Eso sí, cuando es el mundial yo voy por Brasil y hasta me pinto la cara de verde, bebo caipirinha que jode y bailo samba en la principal de Las Mercedes”. El tipo encendió un cigarrito de tabaco negro, se metió los dedos en la boca y se sacó un pedazo de chorizo que tenía atorado entre las muelas y me dijo: “¿Entonces tú estás decidido a no contribuir con la revolución? Tú te estás negando a un favor que te está pidiendo por la patria el presidente mismo”. Y ahí sí que me cagué, me tiré un peo de esos que dejan frenazo e’ bicicleta en el interior. Creo que el tipo lo olió y todo, porque arrugó la cara. “¿Cuándo salimos pa’ Cuba, amigo mío? Yo le echo bolas ya” dije yo, y así firmamos el acuerdo.

De Cuba casi ni me acuerdo. Creo que La Habana olía a salitre con orine, había gente pobre por coñazos, igualito que en Caracas pero con la ropa más vieja, que había puros carros destartalados y las casas desconchadas, todo era como del año de la pera. A mí me metieron de una en el centro de entrenamiento. Me llenaron de cables hasta por el culo, me hicieron pruebas de resistencia y de reflejos, y me obligaron a ver horas y horas de videos de fútbol, casi todo de arqueros: que si uno ruso que se llamaba Yashin, otro alemán que se llamaba Sep Mayer –o algo así-, otro ruso como de los ochenta que era algo así como Dasaev, del paraguayo Chilavert –que me cayó full mal, pana, rolo e’ mamagüevo-, y mucho también del venezolano “Guacharaca” Baena, de otro llamado Dudamel, y sobre todo del héroe bolivariano de la patria Gilberto Angelucci –que yo ni sabía que había sido arquero, porque yo me enteré de que existía ese carajo cuando lo nombraron Ministro de la juventud la cultura la artesanía popular y el deporte, además de presidente del IND, hace poquito-. Bueno, yo me pegué todo ese tratamiento enterito. Estaba que vomitaba fútbol, me metían fútbol hasta en enemas. Entonces un día vino el médico cubano, que era como el chivo que más meaba en el centro y me dijo: “Oye tú, estás listo ya para la operación”. Y acto seguido, sin pedir permiso ni un coño, ras, me metió una inyección que me puso tonto y ¡pum! a dormir.

Cuando desperté ya me habían abierto y vuelto a cerrar. Me sacaron las venas y las sustituyeron por un material nuevo trivergatario, una mielda rara que ni en la NASA, güevón. Una vaina que era de plástico, pero también hecha con tejido embrionario de fetos abortados de no sé dónde –a mí me dio medio paja preguntar porque era una cosa medio chimba-. Bueno, unas súper venas que me hacían un carajo súper arrecho, pues. Y cuando me pusieron a probar qué tal las venas, resulta que corría como 3 veces más rápido que antes, saltaba el doble, los reflejos los tenía como si fuera un gato, pana, una vaina que si me tiras un balazo te agarro la bala con los dedos. Y me ponían durante horas a tapar balones que salían disparados de una máquina que soltaba 20 pelotazos de fútbol por segundo y yo los paraba todos, marico, todos. Como si fuera el hombre araña, pana. Y me dijeron: “Eres el mejor arquero del mundo, Spiderman Quevedo” y yo me lo creí. Bueno, no me lo creí, yo me convencí de eso que ya sabía.
Se acabó el tratamiento, me regalaron mi uniforme de arquero del equipo bolivariano revolucionario de… (puntos suspensivos, no había nombre) y me montaron en un avión. Luego en otro. Y en otro. Después en otro, y otro y otro. Y cuando por fin me bajé no sé dónde coño e’ la madre, donde se enchufa el sol, me dijeron unos culos bien buenos en minifalda y con acento raro: “Bienvenido a la Copa Mundial de Fútbol”.

Jugamos todos los partidos y quedamos invictos gracias a mí. Ni un gol encajado en chorrocientos minutos. Me di cuenta de que había otro pana, el zurdo Macwilson Chacón, que también estaba operado porque el pana corría más que nadie, le quitaba la pelota a todo el mundo, driblaba como un demonio, se driblaba hasta él solito y chutaba con una fuerza, güevón, que si te atraviesas te abre un hueco, te parte como a un palito de helado. El pana, ya en octavos de final, había roto el récord guiness de goles en un mundial; y él y yo éramos la sensación de la copa. Nos hicieron el antidoping como 20 veces y no encontraron nunca nada. Y un día, en las semifinales, se nos apareció un ruso que es dueño de un poco e’ vainas y hasta de un equipo arrechísimo en Londres que se llama el Chelsi, o por ahí, y me dijo en un acento rarísimo: “Ofrcerr 30 millón eurros ya, tú arquero de Chelsi”. Y yo creí que el tipo era presidente de un país igual al nuestro porque el carajo se sacó la chequera del bolsillo del flux y ya me estaba firmando el cheque con ese poco de ceros cuando yo le dije: “Ya va, míster, fréneme eso un pelo ahí. Es que yo este tipo de vainas las tengo que discutir primero con mi jeva, Leidisrrún, porque si no se me arrecha la cuaima y me meto en rolo e’ peo”. Y él me dijo: “Al finalizarr parrtida, tú y yo negocio, 40 millón eurro”. Y yo le dije: “¡Sí va, papá, plomo!”.

En la semifinal fue que Macwilson se derritió en la mitad de la cancha. Hizo pufff el coño e’ madre. Estaba así, corriendo para un mano a mano contra el arquero argentino, iba a marcar ya el 5 a 0 (y los argentinos con aquella arrechera porque era peor que aquél 5 a 0 famoso contra Colombia, nos molían las canillas a patadas y nada). 4 a 0 iba la vaina, papá, y yo las paraba hasta de taquito, hacía el escorpión, le paré una a Riquelme así con el culo y todo. Pero bueno, Macwilson iba listo pa’ meter el quinto cuando de la nada, como si le hubiera caído un rayo, se volvió como fruta y cayó como un vómito caliente sobre la grama. Quedó nada más que el uniforme rojo (antes era vinotinto, pero como no era un color muy bolivariano y además recordaba los malos tiempos, hicieron uno nuevo rojo, muy rojo, y con las 15 estrellas de la bandera y con el nuevo escudo nacional en el pecho, donde el caballo sale encabritado en dos patas y con el pipí parado que simboliza que somos los más arrechos y nos vamos a coger a todo el mundo si nos da la gana).

La final la tuvimos que jugar contra Brasil y sin Macwilson. Burda de chimbo. Nos pusieron una cinta negra y tricolor en la manga del uniforme bien bonita. Y decían que Brasil era súper favorito, que estaba en las apuestas como 100 contra 1. Y la pizarra del estadio, cuando entramos, decía Brazil Vs …. (puntos suspensivos, marico, porque nombre no tenemos hasta que se pongan de acuerdo en la Asamblea o hasta que el presidente diga algo). Chamo, y no se había acabado el himno nacional (el nuevo, claro, porque el viejo está prohibido por decreto internacional del presidente) cuando ya nos estaban lloviendo pelotazos por todos lados. Una vaina muchísimo peor que la máquina cubana aquella. Pana, como 200 chutes por segundo. Brasil embalado y nosotros con un equipo de puros mortales, sin el finado Macwilson, así que ataque ni teníamos. Aguantamos los 90 minutos colgados del marco los 11 y yo sobrecalentado, parando lo imparable. Yo pensaba, “marico, si nos meten un gol nos van a fusilar antes de llegar a la casa. No llegamos vivos y en el avión nos van a torturar. Pero si ganamos esta mierda nos van a nombrar diputados, nos hacen estatuas, héroes de la revolución, nos ponen a escoger entre las misses para ver con cuál queremos echarnos uno, no joda, la gloria”. Pero me estaba fundiendo, marico, literalmente fundiendo.

Y así llegamos a la prórroga, que fue lo mismo que los 90 minutos anteriores pero peor. Burda de más peor. Y yo le eché la bola pareja y ni Ronaldinho ni mariquinho, ni mamagüevinho, ninguno de esos pudo meternos el gol, papá. “Eu nao posso acreditar! Você acredita?” decían los carajos, que son igualitos a nosotros pero en brasileño. Hasta que se acabó el juego, tres silbatazos del árbitro y llegamos a los penaltis.

Es el turno para patear de Ronaldinho, que no es ni la sombra de lo que era antes pero sigue siendo Ronaldinho, viejo, nada más y nada menos. Y uno es humano –a pesar de las venas y el tratamiento cubano, uno es humano- y caga claro que te da.

Si la meten ganan ellos otra vez. Qué ladilla. Pero si se la paro ganamos nosotros. Y te lo juro que se la paro.


Chuta Ronaldinho el penalti. Caigo desinflado, como derretido sobre la pelota. No sé todavía si fue gol o no. No me puedo mover, lo único que puedo mover son los párpados y un poquito los ojos.

Y eso es lo que hago, mover los ojos para buscar el balón. La última imagen que tengo es la de la pelota cruzando la línea. Gol de Ronaldinho. Brasil campeón.

Antes de cerrar los ojos por última vez me llega clarita una visión. No seré héroe de la patria, no habrá estatua. Dentro de unos meses nadie se acordará de mí, panita, como si nunca hubiera existido.

Y te digo más: dentro de poquito ya ni siquiera habrá revolución. Se pinchará igualito que yo.


José Urriola C.
19 de mayo 2006.

domingo, 21 de mayo de 2006

Jose U.

7 Relatos breves (tomados de la Antología 2005 Latinoamérica Escribe)

Para guardar.
- Toma, he escrito esto para ti -él le entrega una nota -Pero con dos condiciones: que la tienes que leer ya, y que me tienes que dar tu opninión más honesta.

Ella la lee en unos cuantos segundos.

- Dime ahora, ¿te ha gustado?- pregunta él, ansioso.
- Sí... eh... claro... sí que me gustó - responde ella.
- No estás jugando limpio, te he pedido la respuesta más honesta, la que de verdad te sale del estómago.
- Pues, la verdad... no, no me gusta mucho...- confiesa la chica.
- Vale, gracias -suspira satisfecho-. Guárdala. Porque ahora no te gusta, pero dentro de un tiempo seguro que te gustará.

A los noventitantos ella aún conservaba la nota, escondida en su cajoncito de recuerdos secretos.
Y sí que le gustaba ahora, desde el estómago; y cómo le gusta.

Voto de silencio
Respiró hondo y cerró la boca.

Había desperdiciado tantas veces en la vida la oportunidad de permanecer callado. Siempre optó por la opción más necia, la de hablar, la de ponerle a todo una palabra.

Se decidió a aprovechar los instantes de silencio ahora amontonados.
Y, palabra, no habló nunca más.

Rebelión del escudero
La maestra decidió reprobarlos a todos. Pasó un informe indignado ante la dirección, se quejó de la mediocridad de los niños, se rieron luego de buena gana de la estupidez de los chiquillos, de su profunda ignorancia.

-Inconcebible, –asegura la maestra furibunda en pleno consejo de profesores -que ante la pregunta: ¿Quién es el protagonista de la obra máxima de Cervantes? Los 30 del salón, porque ni uno de ellos acertó, hayan puesto en el espacio en blanco: Sancho Panza.

Se rieron de nuevo. “Qué tontos, qué torpeza, qué generación boba de pésimos lectores”.

Ignorantes ellos. No se percatan de que en ese instante los niños han comenzado a escribir un nuevo capítulo en la historia, algo que definitivamente cambiará al mundo tal como lo concebimos.

Los escuderos segundones ahora serían los verdaderos héroes, como siempre ha debido ser.

Agua oxigenada
Nos presentó una amiga cierta noche nefasta en la que nos detestamos mutua y cordialmente.

Dos días después la volví a ver, guapísima, con lentes de sol y audífonos, andando por la calle. Me reconoció y se detuvo a saludarme. Yo pasaba a su lado, a millón sobre la bicicleta, pensé en seguir de largo pero me abstuve. Con la gracia de un Marlon Brando en The Wild Bunch quise dar la vuelta pero la bici derrapó, caí en cuatro patas a sus pies.

-Ponte agua oxigenada. -Me dijo a manera de saludo.

Intercambiamos nerviosas cuatro palabras. Estaba apurada, doble beso y se marchó.

Qué papelón. Se lo cuento a mi amiga en un mensaje telegráfico, al que me responde con un escueto: “Es amor”. No entendí su respuesta, no entonces.

-¿Sabes cuándo me enamoré de ti? –me dice, mientras recorre con su índice la cicatriz en mi rodilla. -El día que te la hiciste al caer de la bici. De otra manera nunca me hubiese fijado en ti.

El hijo perdido.
Hace ya un año que estaba desaparecido.

-¿Dónde andabas, hijo mío? –pregunta la madre con sollozo de súplica al hijo, apenas cruza el umbral de la cocina.

-Madre, he estado surfeando la brisa entre las nubes, arañando las pieles más sensibles de los ángeles, arrancando pelos de la barba de Dios, secando el mar salado, cambiando las aguas del océano con el sudor de todos los amantes del verano, con las lágrimas de todas las almas tristes del otoño, con gotas de la nieve más limpia del invierno y con los mocos de todos los alérgicos de la primavera.

La madre abrazó al hijo perdido.

Y honestamente le creyó. Cada palabra. Sabía que no le mentiría.

Viaje a Urano
-Quiero un boleto one way a Urano. Sólo de ida, necesito mudarme de planeta –le dije al atendiente de la agencia de viajes.
-Señor...-me responde con una sonrisita, aunque pretendiendo seriedad –lo lamento, pero los viajes interplanetarios no los manejamos aquí. Es más, si me permite decirle, apenas se están haciendo las pruebas para que los aviones lleguen hasta la estratósfera y puede que en unos años se pueda viajar a la Luna o a alguna estación espacial en órbita sobre la Tierra. Pero a Urano... Urano, como tal... pues no se puede ni de casualidad.

-Déjeme que le explico.-Acerco la silla y le susurro al oído un resumen de mi tragedia.

Se levanta y me pide permiso, pues tiene que consultarlo con el gerente de la agencia y con el resto de sus colegas. Lo veo que atraviesa una puerta de cristal y se reúne con todos. Me miran desde esa pecera de vez en cuando, discuten y deciden algo.

Regresa el hombre y me extiende un boleto a Papúa Nueva Guinea. Para el miércoles en la noche. One Way. Sin retorno.

-No se preocupe en pagarlo. Inivita la casa. Que tenga un buen viaje... y suerte, en serio que se la merece.

Mamarracho sublime
Después de angustiosos meses de sequía mental, el hombre se obligó a sentarse a escribir algo. Lo que fuera, y cómo saliera.

Escribió una frase de cinco palabras. Lo hizo desganado, las garabateó con displicencia, sin ninguna convicción. La leyó y dijo: “Qué mamarracho, eres patético. Es la frase más infeliz que hayas escrito en la vida. Mejor ándate a dormir”.

Ese mamarracho de cinco palabras es conocido hoy día como el cuento corto más importante de la historia de la literatura. Ha derrotado, inclusive, al todopoderoso Dinosauro de Augusto Monterroso.

Abajo hay un cuerpo. (mención de honor Premio Vórtice de relato fantástico 2005)


Siempre tiene que haber alguien que recoja los cuerpos. Porque la gente piensa en el suicida, en por qué se lanzó a las vías del metro, la gente piensa en el equipo de forenses que levantan el caso, hacen las investigaciones de rigor, toman las muestras necesarias. También piensan en lo engorroso que es el asunto para los que viajan dentro de los vagones, para toda esa gente que ahora llegará tarde, o para los que se quedaron esperando en la estación por ese metro que ahora no podrán abordar. Pero nadie piensa en quien recoge los pedazos. Tú sí que lo piensas. Claro, es tu trabajo. Tú eres el encargado de recoger los cuerpos desintegrados y entregarlos a la morgue.

En el metro, estadísticamente, se presentan de dos a tres casos de suicidio al mes. Gente que decide lanzarse a las vías justo cuando el tren está entrando al andén. Luego hay que recoger sus restos. Un torso quebrado por la mitad a cincuenta metros de una mano a la que le faltan dos dedos, una cabeza sin mandíbula, una nariz partida en cuatro, separados en un radio de varias decenas de metros.

Sabes que hay que apresurarse, pues en las oscuridad húmeda de las galerías y túneles del metro los cuerpos se descomponen a velocidad trepidante o se convierten en alimento de ratas. Tú tratas de que no se escape el mínimo detalle. No puede faltar una falange, no se puede descuidar el mínimo pedazo de diente triturado, ni un párpado mutilado. Pero por más que te esfuerces sueles toparte, varios días después, con un hueso quebrado, un segmento de labio superior, alguna articulación irreconocilbe regada por allí, quizá oculta por semanas debajo de los rieles oxidados. Ya no sa sabe a qué cadáver corresponden esas piezas olvidadas. Un ojo suelto no tiene dueño, no se puede precisar si perteneció a un viejo o a un adolescente. Si acaso fue aquella mujer hermosa que mató a su marido y a sus niños y luego se lanzó a las vías del metro, o si fue aquel amigo cuarentón que no soportó la idea de seguir viviendo el resto de sus días con un SIDA diagnosticado hace poco y adquirido en un instante de infidelidad.

Tu vida es la permanente reconstrucción del cuerpo de otros. Un rompecabezas orgánico que con más estómago que paciencia debes ensamblar. Hueso contra hueso, piel con piel, adivinando si ese trozo de cuero cabelludo encaja con estas cejas partidas, si esas uñas sin dedos se acoplan con esa punta de meñique, si ese anillo mellado vuelto una espiral con el impacto podría encajar en ese anular suelto que tal vez, mirándolo con más detenimiento, es un índice o un dedo medio.
Los inspectores de la policía técnica no se mojan mucho. Levantan la escena del crimen sin que les salpique mucho la sangre, dicen las cuatro tonterías que ya sabes hasta el hastío. Camuflan la cruda realidad con sábanas de tecnicismos, con voces engoladas que simulan imperturbabilidad. La verdad es tan fría como contundente, tan sencilla como asquerosa. Allí hay un cuerpo molido, atomizado, irreconocible. Alguien desesperado se ha machacado contra el tren, le ha entregado su último suspiro a las vías metálicas de alta tensión. Y cuando el circo ha acabado, cuando los que dicen saber ya han cumplido con el teatro, te toca a ti. A arremangarse la camisa, a respirar hondo, a buscar los pedazos. Para que siempre falte alguno. Para que a nadie le importe.

Te conoces ese laberinto subterráneo como pocos, eres una suerte de Asterión del subsuelo. Y aunque tienes un hogar arriba, con una mujer que te espera, esas galerías, esos túneles, esas estaciones fantasma que ya ningún vagón ha vuelto a visitar en lustros, esos escondrijos entre el hormigón y las aguas emposadas, esas luces esporádicas de bombillas mortecinas, las cabillas filosas que no sostienen nada, esa es tu verdadera casa. Esos son tus dominios.

En una de esas galerías subterráneas que ya ni siquiera recuerdan los hombres que la construyeron has construido tu espacio. Y allí has gestado una idea. A partir de ahora te quedarás con una pieza para ti. Te has pasado la vida construyendo cuerpos desintegrados para otros, ahora te tomarás la licencia -mejor aún, te darás el gustazo- de integrar un cuerpo sólo para ti. Será tu criatura, hecha de retazos que tú has encontrado en la vía. Seleccionarás los mejores cabellos, los dedos más fuertes, la rodilla mejor contorneada, el codo más flexible, los ojos más vivaces, la nariz mejor perfilada, la mandíbula mejor recortada, las cejas pobladas en la justa proporción, los labios mejor dibujados, la frente amplia, el corazón macizo. Será como armar a un hijo con los mejores materiales que has hallado para él.

A quién le importa ya que falte una pierna, que ese cuerpo entregado hoy a la morgue venga sin tobillo, o que a este cuerpo de ayer le falte medio párpado y al de la semana anterior le faltaba otra mitad. A quién le importará que ese torso del suicida de mañana le falte el torso. Y en el cadáver de pasado mañana nadie notará que ese cráneo fracturado viene sin contenido, que falta un cerebro completo. Incluso bromeará algún forense inescrupuloso cuando bautice como Adán a aquel miserable que le faltó una costilla. Meros detalles, de detalles está hecha la vida. Detalle a detalle se forma un cuerpo, y se arma un individuo.

Afuera tu mujer te espera. Mecánicamente llegas noche a noche a casa. Te desvistes con pereza, le haces el amor como quien se masturba con una vagina prestada. Te ha parecido escucharla llorar, justo después, noche tras noche. Pero la mente debe descansar, el cuerpo pide descanso. Mañana probablemente haya otro cuerpo por recoger. Seguro habrá un cuerpo por armar.

Ya hasta te emociona el llamado de emergencia por los altavoces del metro. La alarma porque otro infeliz se ha inmolado sobre los rieles. Quizá de aquí salga ese huesito de muñecas que aún te falta. Puede que hoy sea el día en que aparezca ese premolar que definitivamente haga juego perfecto con el resto de los treintaitantos dientes que ya tienes ensamblados en su boca cosida con paciencia de dioses.

Y llega por fin el día en que la criatura está completa. Hermoso, congelado en el laboratorio clandestino. No te sorprende descubrir al final de la obra que esa criatura hecha con tanto esmero sea idéntica a su creador. Que sus facciones son idénticas a las tuyas. Que la boca dibuja con precisión milimétrica la misma curva que la tuya. Pero esa boca no sonríe, al igual que la tuya, aunque por otras razones.

La criatura está completa. Pero al estar completa se hace aún más evidente el fracaso. A tu criatura ahora conformada en un cuerpo absoluto le falta algo, le falta el todo, carece de vida.

Y ya no te emociona la voz de alarma, porque ya no hay piezas que buscar. Recoger los cuerpos desintegrados vuelve a ser tan absurdo y rutinario como lo fue siempre antes de inventar a la criatura. Te pasas horas observándolo en silencio, inmerso en la contradicción de admirarlo al tiempo que lo odias. Lo acaricias con pasión, tan sólo para comprobar que ese cuerpo está tan muerto como todas las piezas que lo conforman, tan muerto como todos los muertos que han contribuido a darle origen. Lloras amargamente, de noche y de día. Y cuando vuelves a casa ya no hay ni siquiera la gana mecánica de amar a tu mujer. Ni la gana mecánica de preguntarle qué pasa, el por qué de ese llanto desconsolado contra la almohada. Ahora son dos los llantos asfixiados contra las plumas de ganzo. Sabes que ella tiene algo importante qué decirte, pero no se atreve, tú no indagas, estás demasiado triste por ti mismo.

Surge entonces el ansia por acabar con el sin sentido. Cenizas a cenizas, polvo al polvo. Si la criatura tuvo origen a partir de los fragmentos regados por las vías del metro, pues allí habrá ese cuerpo de convertirse de nuevo en pedazos mutilados, en un reguero inherte de vísceras, carnes, fluídos, atomizados sobre los rieles, aplastados contra los túneles penumbrosos, regado otra vez entre las cabillas, la piedra, las aguas infestas y el hormigón.

Con el dolor de quien sacrifica a su propio hijo lo alzas en brazos y lo colocas sobre las vías. En pocos minutos habrá de pasar el metro en su instante de máxima aceleración precipitado hacia la próxima parada. Allí lo depositas y te ocultas en un nicho oscuro a esperar que se consume el acto.

Pero ese metro embalado no llega a arrollar a la criatura porque otro cuerpo, poco antes se ha atravesado en el camino. Ha sido una mujer. Tú no lo sabes, sólo sabes que el metro se ha detenido, que alguien se ha suicidado. Se escucha un grito, el golpe seco, un frenazo de chirrido metálicos y chispazos eléctricos. Y una onda enorme, poderosísima que se desprende de la muerte de una suicida que se inmola por causa de un terrible dolor. Tú mujer se ha lanzado al metro, lo ha hecho por una pena de amor. Y esa energía que se desprende a la hora de su muerte, justo en el instante en el que el bólido impacta con su cuerpo, es lo que ha dado vida a tu criatura.

Tu criatura se levanta con cara de pánico, como un niño adulto perdido en el inframundo. Es idéntico a ti. Ahora aún más que tiene vida.

Te acercas hastas él con una emoción febril. Corres para abrazarlo, para tocarlo. Lo aferras con cariño, con el mismo cariño del padre orgulloso que intenta sostener en sus brazos por vez primera a su primogénito. Él también te abraza, pero su abrazo es excesivo, progresivamente se hace más y más fuerte. Un abrazo poderoso que te quita el aliento, te revienta los pulmones, te hace añicos. En ese abrazo se unen todo el amor y todo el odio, el tuyo, el de él, y también el amor partido de tu mujer que al final es quien realmente le ha dado vida.

Ya tú no estás más. La criatura a imagen y semejanza de su creador mecánicamente toma un trozo de ti. El primero de muchos otros que sabe, por mero instinto -sin que nadie se lo haya enseñado-, que tiene que ir coleccionando. Esa criatura está condenada a repetir el ciclo.

Se repetirá tu historia. Una criatura que armará un cuerpo, al tiempo que está condenado a encontrar una mujer, para amarla, para romperle el corazón. Descubrirá en su paciente trabajo de dioses que ese nuevo cuerpo no hace más que repetir al de su creador. Pero que al no tener vida carecerá de todo sentido, que habrá de ser devuelto a las vías del metro para ser sacrificado. Sin embargo cobrará vida, justo en ese instante en que la mujer desesperada infinitamente en su pena de amor decida lanzarse a las vías del metro. De nuevo se desprenderá una ola gigantesca de amor frustrado. El nuevo cuerpo cobrará vida sobre los rieles y sobre los rieles dará muerte a su creador. Tomará su puesto, que fue el tuyo. Recogerá entonces su primer pedazo para armar una nueva criatura. Habrá también para él otro amor destrozado, otro cuerpo despedazado que sin sospecharlo habrá de donar la primera pieza para este rompecabezas que se repetirá a sí mismo, eternamente, al infinito.


José Santos Urriola Casanova.
Barcelona, 21 de junio de 2004.