martes, 11 de diciembre de 2007

La gente del recuadro


En los días siguientes al referéndum un amigo -que ha seguido desde su pueblo todo este trote con una pasión quizás mayor que varios venezolanos- me hace el siguiente comentario:

-Che, todo bien que ganó el NO a la reforma, está bárbaro; pero te confieso algo, a mí me mata de pena es la mina del recuadro, esa que traduce simultáneamente en lenguaje de sordomudos las boludeces que dice Chávez durante horas.

Y yo me quedé en blanco pensando: “qué comentario más raro este”. Pero así son a veces las cosas que más nos dan alimento para el pensamiento. Ahora, por culpa de este sujeto, tengo obsesión con la chica del recuadro. Ahora ni escucho lo que dice el traducido sino que sufro, vibro, me maravillo con las cosas que hace la traductora con esa materia extraña que ha de transformar.

Por ejemplo, el otro día a Chávez le dio por cantar (cosa que a algunos provoca deseos de ser sordos) y la mujer –allá en el rincón, chiquitica a escala, abajo a la derecha- decidió hacerle la coreografía al “Hoy todo me parece más bonito, hoy canta muy alegre el ruiseñor…”, hasta que llegó un momento en que la tipa abandonó, hizo un gesto de “no sea pendejo nadie” y se cruzó de brazos furiosa hasta que el presidente terminó.

En ocasión de los resúmenes de la alocución que dio el presidente asumiendo la derrota en la madrugada del lunes 3, la chica logró traducir con absoluta entereza la parte de “final de fotografía dice el jockey con gran alegría” (que vaya que no estaba fácil). Pero luego, cuando le tocó traducir las cifras del NO con 50,71 y el SÍ con 49,29, puso cara de “Cónchale, yo que nunca aprendí a dividir con decimales, me vuelvo un culo”.

Y el día en que el Ministro de la Defensa dijo con confiado vozarrón a los cuatro vientos que Chávez era Impresionable (queriendo decir que no era presionable –es que la revolución no sólo es estética, es lingüística también-), la muchacha se redujo aún más en su rectangulito, se hundió de hombros e hizo gesto de: “No vale, qué pena con esa gente, me voy a hacer la loca, yo esto ni lo oí”.

Lamentablemente, no conozco a nadie del gremio de los intérpretes a lenguaje de sordomudos. Me imagino que tienen un estricto sistema de rotación, y cada vez que alguien le toca un Aló Presidente o una cadena presidencial llora lágrimas de sangre, negocia cambiarlo por 10 noticiarios, ofrece una tajada gruesa del salario anual, intenta hacer un trueque con sus aguinaldos, busca una constancia médica para que le den de baja por depresión o para que justifiquen que no puede hacer ese trabajo porque está comprobado que traducir a Chávez somete al traductor a un serio maltrato neurológico.

Igual me gustaría que los especialistas en lenguaje de sordomudos, los dignos habitantes del recuadro, me ayudaran a aclarar algunas dudas que se me van haciendo existenciales:

-Cómo se dirá en lenguaje de sordomudos: “Presidente, mire, a lo mejor esa victoria es pírrica y de mierda y a usted no le interesa ni un poquito porque prefiere lo corajudo de su súper derrota… ¡coño, pero cómo se la están gozando los que votaron por el NO!”

-Cómo se traducirá, si uno es muy meticuloso con su trabajo, a un vocero como William Lara con su verbo sibilante y esas eses que chasquean como delicados látigos hasta en sitios donde no van: “Yo, como miembrosssss de este gobiernosssss bolivarianosssss estoysssss profundamentesssss satisfechossss por la derrotassss obtenidassssss”.

- Y si por ejemplo uno tiene que traducir, ponte tú, a un Alcalde que hable como si fuera Guille el hermanito de Mafalda pero con sobredosis de plomo en el cerebro: “Motodizados mantenedze acuadtedadoz. Nuezto lided madzimo, ed lided fundamentad de la devoduzión se comunicadá con udztedez y gidadá inztrudziones pada ejedzed demostazion de fuedza”.

- (A ver, compartan un secreto, que les juro que no se lo cuento a nadie… cuando habla el Ministro Carreño –aunque quizás hablar no sea el verbo más feliz cuando no se dice nada ni significa nada lo dicho, pero bueno- ese es el momento más divertido del año para Ustedes ¿verdad? Allí se vale todo. Es como cuando a los niños les dicen en la escuela “Al final, en este espacio en blanco pueden hacer un dibujo libre”).

-Cómo se conjugará en lenguaje de sordomudos la primera persona del plural del verbo “adquerir”. Por ejemplo: “Cuando jurábamos haber ganado adquerimos la derrota”.

-Cuáles serán los gestos precisos para decir: Presidente, disculpe, podría bajarse el pantalón y ofrecer la nalga izquierda, es para ponerle este sellito con la fecha de caducidad “Vence en el 2013”. No se moleste, presidente, colabore, mire que para TODOS es mejor eso a que Usted se vaya luciendo en el mismo sitio la huella de una bota militar.


miércoles, 5 de diciembre de 2007

El Referendazo


Me cuenta una querida amiga uruguaya, Paola Perkal, que cada vez que hay un juego importante de la selección en el estadio Centenario de Montevideo, el público despliega una gigantesca camiseta celeste que dice “1950”, en honor a la fecha del inolvidable Maracanazo, asunto al que 57 años más tarde los uruguayos le siguen sacando punta. Paola me lo cuenta con algo de ironía, con un toque de sarcasmo autocrítico, pero algo en el fondo de sus ojos brilla de legítimo orgullo, una emoción silente que se contagia y le provocan a quien la escucha las ganas de sentirse uruguayo al menos por unos segundos. Pase lo que pase, aunque la celeste no gane un mundial nunca más, a pesar de que el Maracanazo sea irrepetible, ese 2x1 contra Brasil en la final, endosado a domicilio, contra todo pronóstico y con absolutamente todo en contra, sobrevivirá al paso de los siglos. Los pueblos y las personas necesitan eso en su historial, poder tomarse una cerveza, ponerse una mano en el hombro –por más que el mundo afuera se empeñe en caerse a trocitos- y comentar “Coño, ¿te acuerdas del día en que fuimos grandes?”.

El domingo 2 de diciembre nos tocó a nosotros jugarnos un partido crucial. Teníamos un equipo raro, pero eso no tiene nada de peculiar porque Venezuela siempre ha sido un equipo raro, y justamente por eso resulta tan entrañable. Nos enfrentábamos a un equipo de puros Materazzi forrados de rojo. En el fútbol hay rivales que no proponen, no construyen, no tienen estilo de juego. Su única estrategia es el saboteo. No saben ni pueden jugar de otra manera. Te responden una gambeta con un insulto, a un pase con una patada a la canilla y cuando te metes al área para cabecear un corner te pellizcan, te halan de los pantalones, te escupen, te dicen asquerosidades sobre tu madre o tu hermana. Hay adversarios que no están interesados en jugar, lo que quieren es sacarte de juego. Sacarte de quicio. Provocarte. Dignos discípulos de una nefasta escuela que ha proliferado –en este terreno de juego como en tantos otros-, la que rinde tributo a la trampita, la del saboteo, la de la jodita y la destrucción. Empeñados en hacer de lo extrafutbolístico un monstruo infesto que salpique a lo futbolístico. Y así te ganan, cuando caes en la trampa, cuando se te vuelan los tapones y de tanto que te hostigan acabas por encajarle la cabeza como un mazazo en el centro del pecho. Tarjeta roja y fin del sueño.

Pero el domingo 2D les metimos un golazo. Y sintieron la punzada, les dejó heridos de muerte. El gol más lindo en años, el más bonito que se recuerde. Fue una jugada colectiva que los dejó regados como barajitas sobre el gramado. Nicolás Maduro quedó sentado en el medio campo, llorando como un enorme bebé bigotudo. Cilia Flores perdió su típica sonrisa dibujada por el desprecio y entonces un cerro de años se le precipitó sobre el rostro. Barreto intentó atravesar su gruesa humanidad pero le colaron el balón bajo las piernas en un túnel prodigioso que no pudo detener ni siquiera lanzando una estocada. Soltaron a los perros de presa de la defensa, Jessie Chacón y Freddy Bernal, pero no les dio tiempo siquiera para desenfundar o de aventurar un hachazo de esos que ellos –como buenos metedores de pierna- son capaces. Enfilamos al arco, entrando un poco orillados hacia la derecha, por los predios de Diosdado Cabello; pero misteriosamente el hombre no se defendió, se apartó, dio un pasito a un costado, nos dejó el carril libre (como si le conviniera más bien el gol en contra). Salió de defensa central, desgañitado con la yugular a punto de estallido, vuelto una furia y con los tacos en alto, Jorge Rodríguez; pero lo dejamos tendido con una gambeta corta. Y entonces nos salió Chávez dispuesto a defender su arco con la propia sangre (aunque primero con la del resto de su equipo y luego, si no hay otro remedio, pues con unas gotitas de la suya). No sé cómo la metimos, sería de taquito, un poco de medio bolea, con las uñas, con los dientes apretados, con la punta del pelo, arriesgando la cara, de culo, con la mano de Dios (que algunos me juran que se escribió con B de Baduel, pero qué sé yo), la metimos exhalando un último aliento, con los arrestos que teníamos; pero entró, pegadita al palo, tan ajustada que casi no entra, pero esos son justamente los goles más hermosos. Chávez quedó mordiendo la grama, con el gusto a tierra entre los dientes, desinflado como un titánico monigote que se pincha hundido de cara al suelo.

El árbitro dio tiempo de recuperación –mucho más del que correspondía-, forjó al partido a prórroga cuando no era necesaria y cuando la prórroga llegó al final y nosotros seguíamos arriba en el marcador exigió que se jugase otra prórroga más. Y otra. Hasta que ya no se pudo tapar más el sol con un dedo. Tibisay Lucena, a pesar de portar un rictus que casi le impedía soplar, dio los tres silbatazos finales. Y Venezuela celebró. Se abrazó con una honestidad, una alegría y un cariño que hacía años que no se lograba abrazar.

Algo me hace pensar que nosotros también dentro de 57 años estaremos desplegando una colosal camiseta que nos cubra a todos: la del 2 de diciembre de 2007, el día del Refrendazo. Porque esa noche del 2D las cosas amenazaban con hacerse planas para siempre, con restringirse a las mezquinas dos dimensiones que exigía la propuesta de reforma; pero milagrosamente llegamos a un amanecer en 3D. Allí ganamos una dimensión más. Cuando más nos quisieron pasar la aplanadora más nos crecimos, nos hicimos más anchos, más largos, ganamos en profundidad. Crecimos en volumen y demostramos una enorme capacidad. Pasarán, pues, muchos años y muchas cosas, y sin embargo, con un orgullo que ya para entonces será parte de nuestros genes (y a pesar de que, como siempre, el mundo afuera seguirá empeñado en caerse a trocitos) compartiremos una birra, nos pondremos una mano en el hombro y nos invitaremos a rememorar ese día en el que, coño, fuimos tan pero tan grandes.



sábado, 1 de diciembre de 2007

Simplemente NO



- Porque no me como, no me he comido nunca, ni me comeré, esa mezcla de morcillas en almíbar, chispitas de chocolate, queso llanero rayado, escorias de plomo y litio en gotas llamada socialismo bolivariano.

- Porque no me olvido del detallazo de que Jorge Rodríguez, actual jefe de campaña por el Sí, era el presidente del CNE durante el referéndum del 2004.

- Porque no me olvido tampoco de que Jessie Chacón, actual jefe de CONATEL, fue el mismo Comandante Gato que acribilló al personal de VTV en el golpe de estado hace 15 años.

- Porque no me gustan las personas ni las movidas acomplejadas, violentas, cursis y la revolución me resulta profundamente acomplejada, violenta y cursi.

- Porque no me gustan los militares en el poder. Son incluso peores –y hay que echarle un cerro de bolas- que civiles impresentables de la calaña de Jaime Lusinchi o Carlos Andrés Pérez.

- Porque no dejaré de sentir un poco de alivio con mi propio juicio cada vez que anuncian –de madrugada, siempre de madrugada- que ellos ganaron con el 98% mientras yo sé que formo parte del irreductible 2% que nunca ha votado por esta mamarrachada ni lo hará.

- Porque no puede tenerse la caradura de andar indignado por la vida gritándole a los adversarios “golpistas, asesinos, conspiradores, cobardes”. La proyección en otros de las propias falencias es siempre cuestionable, pero cuando se convierte en un ritual se hace además patético. Es como si yo reventara de furia en un festival de improperios cada vez que me cruce con un tipo bajito y narizón.

- Porque yo no tengo la más mínima culpa de la alucinación patriotera debajo del Samán de Güere, ni de las taras afectivas apuntaladas por una vida traumática, ni tengo que buscarme de padre adoptivo a Bolívar para paliar la orfandad biológica e intelectual.

- Porque no me gusta y descreo de la gente que te impone un protagonismo permanente y para siempre.

- Porque no creo en su grandísima inteligencia, no me como el cuento de su vasta cultura, porque dudo de sus lecturas.

- Porque no creo que tenga talento para presidente sino para comediante.

- Porque no se calla.

- Porque no se comporta.

- Porque no escucha.

- Porque no piensa.

- Porque esto no es una reforma constitucional, es un delirio. No del Chimborazo, sino uno Chimbo, a secas.

- Porque no hallo otra manera de decirlo: Yo voto No. Y punto.

lunes, 12 de noviembre de 2007

¿Por qué NO te callas?


Yo he visto al Rey sentado en su tribuna del Santiago Bernabeu en la final de la Copa del Rey y me he convencido de que el hombre tiene una especie de dimmer emocional justo debajo de la piel del entrecejo. Es imperturbable, como si tuviera injertado un aparatito que le regula las emociones y se las calibra en un mínimo absoluto que no tiembla. Lo he visto cuando gana el Madrid 3 a 0 y el Rey tiene una sonrisa benévola como de abuelo que ve un partido entre los nietos, que le da exactamente igual si el mayorcito golea al chiquilín o si el chiquilín se rebela esta vez y procura el empate aunque ello le cueste dos dientes de leche. Si uno tuviera un testímetro para medirle la emoción al Rey en esos instantes estoy seguro de que la cosa daría un neutralísimo 5 (en la escala del 1 al 10). También le he visto cuando pierde el Madrid por goleada contra el Barcelona y al Rey se le ve en el rostro una sonrisa de dignidad y aceptación que arrojaría idéntica medición: 5. Lo he visto compitiendo en importantes regatas y mientras todos en el equipo sudan, gritan, saltan, se agachan, se cuelgan, el Rey, vestido con ropa sport blanca y gafas de sol, sostiene impertérrita una cara como de jugador de golf mientras camina hacia el próximo hoyo -que es su favorito pero él nunca se lo ha dicho a nadie-. También lo he visto cuando saluda a los españoles deseándoles un feliz año, o cuando le nace una nieta, o cuando intentó frenar aquella intentona de tiros dentro del Congreso –en manos de un milico de bigote portador de un simpático sombrerito en forma de bacinilla- en los años 80. Y el hombre, podría jurarlo, en todos esos casos tenía idéntica cara de que le mides con un gustímetro y te da 5.

Por eso es que me cuesta creer que un hombre del equilibrio y la experiencia de Don Juan Carlos haya perdido los papeles con Chávez el otro día. Chávez juega a eso todos los días, es un maestro de la provocación y del sabotaje. Es perfectamente entendible que a cualquier hombre de a pie lo saque de sus casillas, allí él se hace grande, Chávez es una especie de dementor que se alimenta de la frustración de sus víctimas. Mientras más grande sea la ira contenida, mientras mayor la amputación de su contraparte para devolverle la bofetada, más se crece. Me parece insólito que el presidente venezolano haya logrado movilizarle la aguja del dimmer emocional al rey, y que se la hay subido hasta donde la escala se vuelve roja y sobrepasa al 10. Que lo haya sacado de personaje, además de sacarlo de quicio, y lo haya puesto –allí, en mitad de la cumbre iberoamericana- en los zapatos del típico viejo madrileño que en una tasca se asoma sobre la barra llena de tapas, cañas y servilletas manchadas de grasa para mandar a callar al atorrante fanático del Atlético que a viva voz se mofa de las desgracias del Real. Da la sensación de que el Rey dejó de ser Rey por un rato, así como Chávez hace rato que dejó de comportarse como un presidente.

Sin embargo, ese “Por qué no te callas” suena a pedrada con vidrios rotos. Es una cosa incómoda que a muchos opositores de este peculiarísimo presidente que nos gastamos les puede provocar un poco de risa nerviosa, algo de vergüenza ajena o un toque, inclusive, de lástima. Quizás detone mucha de esa extraña sensación a medio camino entre la frustración y el alivio que nos embarga cuando en el juego del escondite alguien más libra por uno, o cuando grita “¡Por mí y por todos!”

No faltarán las voces indignadas que salten ahora para dictar cátedra sobre la colonización dejada siglos atrás, sobre la inutilidad de las monarquías, sobre los altibajos en las relaciones de Latinoamérica con la madre patria o sobre el racismo. Me preocupan, en lo personal, ciertos brotes xenófobos que he visto en algunas marchas de los adeptos al gobierno, pancartas insólitas que dicen cosas como: “fuera del país los inmigrantes de mierda”. Espero que esta poca ortodoxa invitación al silencio de Don Juan Carlos no sirva como agitador que sacuda con saña al avispero.
Qué enorme pinta esa partícula negativa en el medio de la frase Por qué NO te callas. Seguro que, en estos días electorales que corren, se le sacará mucho jugo y mucha tela, y quien se adelante en la fabricación de las franelas, las gorras, las calcomanías, los timbres de teléfono, los paraguas, se forrará en grande. Hubiera sido muy distinto que la frase fuera: “Tu que hablas, joder”, o “Si no te callas, me levanto de esta Silla y te clavo una hostia que te Siento de culo”. La veríamos editada y en loop por todos los medios masivos estatales de radiodifusión . Y citada mil veces, a voluntad y conveniencia, por Tibisay Lusina, por Desirée Santos y por Silia Flores. Júrenlo que sí.

martes, 6 de noviembre de 2007

Being Peter C.


Algo muy especial ocurre con Peter C. ¿Y sabes algo? Peter no es como tú. Es único. En un mundo en el que progresivamente hemos ido perdiendo la capacidad de asombro de pronto irrumpe él y en breves segundos, con una simple declaración, nos demuestra con una llaneza supina que las cosas son exactamente al revés de como todos las estamos viendo. Peter C. es como un vidente, tiene un súper poder como el de Superman pero no para necedades como ver a través de paredes o derretir metales, Peter tiene visión para asomarse en el otro lado del espectro, mira eso que nadie ve y nombra lo que nadie se atreve a decir. Por eso es que, como él nos dijo, Montesinos realmente está muerto y todos los que luego lo vimos con vida somos víctimas de una alucinación colectiva. Por eso es que uno cree ver televisión cuando se sienta frente al decodificador de Directv y resulta que no estás viendo nada, lo están viendo a uno. Nos están espiando a través de ese aparato que no es para ver sino para ser observado. Y por eso es que Peter insiste en que dispararle a la Metropolitana desde Puente Llaguno –marchantes civiles de por medio- es un acto de heroísmo, en defensa propia y de la patria, mientras que pelearse a puño limpio con los mismos metropolitanos es una evidencia de que los estudiantes son forajidos, golpistas y, sobre todo, pagados por la CIA.

Peter no es como Williams, que cuando habla de su mandamás tiene que sacarse el vello púbico de su jefazo con pinzas de debajo de las uñas -y otras veces, quizá, hasta con hilo dental-. Peter tampoco tiene esa actitud canina, esa sumisión del rabo entre las piernas, del Capitán Jessie. Peter no es como Godgiven, a quien le notas la cara de pillo desde Plutón, con esa mueca socarrona que no se puede quitar de encima y que lo pone en evidencia: no se traga el cuento de la revolución socialista ni un nanosegundo, que lo que anda es escuchando el tintineo metálico de sus millones de bolívares fuertes y débiles, de sus dólares hiperfuertes y de sus euros ultrafuertas; esa sonrisita de maestro titiritero que manejando los hilos desde detrás de la tela oscura piensa “qué fácil es embutirse en una franelita roja mientras uno se forra, carajo”. A Peter tampoco le mueve el odio, el reconcomio, no es esa bolsa negra de 200 litros de basura pestilente y de enclosetamiento tóxico que es el gordo John. Ni tampoco es el soldado raso al estilo Freddy, que no cuestiona ni se opone, simplemente acata las instrucciones de arriba, balbucea un “sí, maestro” y las ejecuta con docilidad de perro policía.

Peter C., y he aquí lo delirante, cree de verdad lo que está diciendo. Él está convencido de esas cosas insólitas que a su cerebro se le ocurren y que conecta sin filtro a su boca, sin que nada se las ataje ni se las dosifique. No siente el mínimo temor de ese que alguna vez hemos sentido el resto de los mortales: “coño, mejor me callo y no digo esto porque es un disparate”. No, Peter está seguro de que está diciendo la verdad. Él no duda. Él no miente.

Cada vez que sintonizo un canal y está hablando Peter no puedo escabullirme. Me quedo atrapado escuchando su ronca voz de milico, su breve gagueo, su tartamudez mental que le hace escupir las ideas como una cañería llena de barro y burbujas de aire; me captura en su red alucinada y siempre, al menos una vez por discurso, me arranca una risotada o un aplauso: “¡Qué bárbaro este pana, mira lo que está diciendo!”.

Tengo varias sospechas y me gustaría que me ayudaran a dilucidar cuál de ellas se acerca a develar el misterio de Peter C:

1) El tipo es un personaje escapado de un relato futurista distópico, uno que por alguna extraña fisura en la brecha realidad-ficción cayó en esta tierra de gracia. Estoy casi seguro que es un Delta o un Epsilon fugado del Mundo Feliz de Aldous Huxley. O un Gamma pero con sobredosis de Soma.

2) La vida en otros planetas existe. Ya están aquí entre nosotros. Él es uno de ellos.

3) Quien está de acuerdo con Peter y entienda su mensaje será salvado por los extraterrestres por medio de una nave nodriza que aterrizará en Miraflores. El resto moriremos con el fin del mundo que se avecina. Los elegidos por él serán llevados a otro planeta donde serán inmortales, vivirán la revolución bolivariana desde el principio, en loop y para toda la eternidad. (Mierda, qué bueno va a ser no salvarse).

4) Peter es el eslabón perdido. (Telegrama en clave Morse: Científicos del mundo no buscar más. Eslabón está aquí. Listo para llevar al laboratorio. Venir pronto.)

5) Peter es el eslabón que sigue a nuestra especie. Es el Homo Non-Sapiens del futuro. En el futuro todos serán como él. Y el mundo será un lugar muy raro. Aún más raro que este. Coño, rarísimo.

6) Peter es la respuesta venezolana a Deleuze y Guattari. Es el único carajo en el mundo que los deja callados, rascándose las cabezas secas de ideas: “Merde, Jacques, este tipo es demasiado extraño no tengo ninguna explicación ni ninguna frase impenetrable para abordarlo”. “Yo tampoco, Felix, moi non plus, menos mal que se metió a ministro y no a filósofo”.

7) Peter no existe. Es un holograma inventado por la inteligencia cubana en los laboratorios más secretos del régimen. Lo proyectan en tercera dimensión cuando les hace falta y las frases que dice son trozos mal pegados de grabaciones de otros discursos dichos por otros, combinadas aleatoriamente, con el único fin de que cause la mayor confusión posible.

8) Peter es un humorista. El cómico más cómico que ha parido la raza humana. Pero nadie le entiende los chistes. No aún. Dentro de un siglo la gente dirá: “Joder, los actores más cómicos de la historia son, en este orden: Peter C, Cantinflas y luego Chaplin”.

viernes, 26 de octubre de 2007

Ultra Soda



-Por favor no permitas que me den ganas de volver a ir al baño.
-¿Por qué, está muy sucio? El de hombres es tal cual como el del Universitario en un Caracas-Magallanes.
-El de mujeres es asqueroso ¿Te acuerdas del baño más sucio de Escocia en Trainspotting? Bueno, cuando queramos hacer la versión latinoamericana ya sabemos dónde es: el de damas en la tribuna general del Monumental de River.

Se apagan las luces, se encienden las pantallas, se destapa el concierto con “Juego de Seducción”. Allí están otra vez Cerati, Alberti y Zeta, diez años más tarde, rozando los cincuenta, han vuelto como si nunca se hubiesen ido, tocando como los dioses, con pinta de superhéroes veteranos, ciertamente más calvos, con más canas, añejados y curtidos, pero superhéroes al fin. Más Stereo que nunca, Ultra Soda, un tren descarrilado a todo volumen, o mejor un cohete supersónico. El público se asume como inmensa aguamala que se comprime y se agita bajo los haces de luz violeta, salta y se contorsiona como una planta carnívora cuando siente el impacto de los destellos blancos. Los chicos de al lado no se saben ni una canción, pero quién dijo que había que sabérselas cuando lo que se tiene adelante es más un mito que una banda. Se fuman a razón de un porro o dos por tema, cuando vamos por la mitad del concierto ya ni saben muy bien quiénes son esos marcianos que tocan allá en la tarima, y definitivamente prefieren la realidad filtrada por el visor de cristal líquido de su cámara digital que la que se aprecia a pepa de ojo. De vez en cuando intentan seguir el ritmo con aplausos y alcanzan a chocar las manos justo en el momento en que las 120 mil palmas restantes guardan silencio.

Hace muchos años -tantos que ahora siento que fue otro quien lo hizo- escribí una historia dedicada a Soda Stereo. En el cuento tenían veinte años de haberse disuelto (y ni tenían la más mínima intención de reagruparse) y nunca más había salido de este pedazo del mundo una banda tan digna; peor aún, la única música autorizada a sonar en Latinoamérica sería el neo-techno-merengue-erótico. Dadas las circunstancias, un grupo de peligrosos subversivos culturales que en la clandestinidad trafican letras y cintas de grupos extintos como Soda Stereo y Sentimiento Muerto deciden ejecutar un plan: secuestrar a Cerati, a Zeta y a Charly Alberti y obligarlos a reunificar la banda. Buscarlos hasta en el fin del mundo, amarrarlos respectivamente a una guitarra, una batería y un bajo, hacerlos tocar en un megaconcierto costara lo que costara, así fuera en silla de ruedas, así no se acordaran ya de sus propias canciones, así se odiaran por viejas rencillas, así les costara la vida. La propia. La de sus centenares de miles de espectadores que acudirían al recital.

Había olvidado por completo el relato. Mientras estaba en el concierto lo recordé con una nostalgia que rozaba la pena. Sentí que ya no tenía ningún sentido, que la vida se había encargado de pisotear lo escrito, de orillarlo hasta que se fuera por la cuneta. Y la verdad, menos mal. Porque estar allí, ese día, en ese concierto y en ese estadio significaba para nosotros más. Mucho más. Se había perdido una historia, a cambio se había ganado una experiencia de esas que no se pueden contar. Apenas un balbuceo sonámbulo: el avión, la luna, el pájaro, Soda Stereo, los otros sesenta mil, tú y yo.

Aunque, pensándolo bien, quizás se podría ajustar la historia luego de lo vivido. Obligarlos a tocar un repertorio hermético donde no falte ninguna ni sobre nada. Donde estén todas las que tienen que estar y en el orden justo. Que el cierre sea tan genial y tan absurdo como aquel del “gracias totales”. Y que salgan otra vez, y otra, y otra, hasta que la masa drogada de tanta energía colectiva sea quien decida que ya basta, que no más. Tocar hasta reventar. Qué más da, si total es el último concierto. “Eso, amigos de Soda, o los encerramos bajo llave y para siempre en el baño más sucio del continente, que ya sabemos cuál es. Ustedes dirán”.

martes, 9 de octubre de 2007

De Piglia y de Caracas


Lo vi sentado solo, al fondo del auditorio. Vestido de negro, hundido en la butaca, delatado apenas por un destello de reflectores sobre los cristales de sus anteojos. Me armé de valor, superé mi timidez crónica, saqué mentalmente el cálculo de cuánto podía hacer el ridículo si me le acercaba para estrecharle la mano y hablarle. La ecuación tenía varias raíces cúbicas y paréntesis donde el límite de X tendía al infinito, el resultado del despeje daba positivo: iba a hacer el ridículo. Y sin embargo, a pesar de todo, subí hasta donde estaba Ricardo Piglia y le saludé.

Se levantó de su asiento como quien saluda a un viejo amigo y yo pensé “mierda, me confundió con otra persona”. Me le presenté con torpeza, y no era para menos, tenía enfrente a uno de los escritores a quién he leído con mayor devoción en la vida. A los pocos segundos Piglia hizo un par de chistes de esos que rompen el hielo, charlamos sobre su novela “La ciudad ausente”, sobre la ciencia ficción latinoamericana, de Philip K. Dick: “leéte a Philip Dick, allí está todo”, insistía. Me dio su correo electrónico para seguir en contacto y hasta me deletreó cómo se escribía Princeton.

La ponencia de Piglia me pareció conmovedora. Hubo un segmento en el que habló acerca de los libros que nos transforman la vida. Él sostiene que esos libros los reconocemos porque somos capaces de rememorar puntualmente el instante cuando los leímos. Que se nos queda fijada en la memoria esa luz, ese lugar, el momento justo en que por primera vez tuvimos ese libro entre las manos. Y que al terminar de leerlos ya nosotros somos otros.

Apenas Piglia cerró su intervención me tuve que ir corriendo pues tenía una reunión de trabajo. Salía de ese auditorio radiante, con un correo electrónico que valía un imperio, con la satisfacción fresca de quince minutos imborrables en los que de casualidad abracé a ese hombre. Venía contento, con el cielo limpio, la brisa en la cara de una tarde espectacular, el acento de Ricardo Piglia y sus consejos aún frescos. Me detuve junto al obelisco de la Plaza Altamira y me quedé mirando a los andamios que montaban para un concierto esa noche. Me dieron ganas de tener una cámara a mano para fotografiar ese instante. “Qué bien, Caracas, hoy es día de Piglia y de conciertos, todo en menos de cien metros”.

Y en eso, en pleno delirio pacifista, escucho gritos: “¡Agárrenlo, agarren a ese coñoesumadre!”. Y me doy cuenta de que se vienen corriendo hacia mí diez tipos y de los andamios se bajan a toda velocidad diez más y se ha formado en la mitad de la plaza, conmigo en el medio, una batalla campal. Una coñaza colectiva que afortunadamente se limitaba a puños, patadas, gruñidos, mordiscos. Llegan dos motorizados de la Policía de Chacao y con sus sirenas dispersan a los tumultuosos, excepto dos que insisten en triturarse la cabeza contra el concreto. Cada policía se hace cargo de uno de los contendientes. El primero prefiere dejar la historia hasta allí, el otro no, está demasiado alebrestado. Saca un brazo por encima de las cabezas y con el dedo tieso amenaza muy cerca del rostro a su rival:

-Te veo en la morgue, bichito.

Yo sigo mi camino, dejando la escena atrás pero con la frase clavada en la cabeza y el pecho. “Te veo en la morgue”. Convencido de que Piglia –que sigue a cien metros pero que ahora me parecen un millón de años luz- jamás ha escuchado una amenaza similar. Imagino que no, o estaría escribiendo de otras cosas.

martes, 25 de septiembre de 2007

El maleficio del titulito


Alguien dijo alguna vez: dame un título y lo tendrás todo. Y la cita -que durante un tiempo, cómo no, fue feliz- se ha convertido en bandera de mucho mediocre para causarnos hoy un daño espantoso.

Es verdad que no todos gozan del peculiar don de Malcolm Lowry, quien escribía como los dioses (quizá, tratándose del personaje, sea mejor decir que como un demonio) y además tenía el toque de gracia para colocarle a sus obras unos titulazos que ya quisiera haber adoptado más de una banda oscura de los ochenta: “Ultramarine” (como de hecho se llamó un grupo en los 90), “Bajo el volcán” (que le hubiera venido bien a un grupo punk o de música industrial), “Escúchanos, señor, desde el cielo, tu morada” (eso suena a título de disco de Bauhaus o de And Also The Trees), “Lunar Caustic” (para una banda electrónica futurista) y “Oscuro como la tumba donde yace mi amigo” que para quien escribe estas líneas resulta el mejor nombre de todos. Será porque esa era la expresión que utilizaba todas las noches mi padre cuando antes de dormirse nos pedía que cerráramos la puerta corrediza del armario: “Ciérrame la puerta de ese closet que es oscuro como la tumba donde yace mi amigo”. Y uno trancaba la puerta como con miedo, con las uñas no más, no fuera cosa de que una mano saliera de allá de adentro. Sin embargo, el arte de hacer cosas buenas y además tener el tino de llamarlas con nombres maravillosos fue una lección que dejó Lowry para que muy pocos se la aprendieran.

Parecemos atravesar hoy, es posible que especialmente en estas latitudes más que en otras, una suerte de dictadura del nombre. Títulos rimbombantes para llamar a bolserías; nombres larguísimos, gordísmos y pesadísimos para nombrar huecos llenos de absolutamente nada. Con la patética ingenuidad de creer que ahora porque las cosas tienen un nombrezote son más grandes, más fuertes, más importantes, mejores. Seguramente, dirán los furibundos adictos a renombrarlo todo, ahora somos más cultos porque tenemos a un Ministro del Poder Popular Para La Cultura. O los niños están mucho mejor educados desde que la antigua Escuela Gran Colombia mutó a “Centro de Formación Socialista Gran Colombia”. Y ahora, claro, nuestra moneda vale más y nuestra economía es más sólida porque hemos bautizado al mismo pedazo de metal como Bolívar Fuerte. Por supuesto, ahora volamos mejor los aviones rusos, y matamos a mayor cantidad de agresores a nuestra soberanía con el mismo disparo de fusil, desde que los militares dicen pertenecer a Las Fuerzas Armadas Bolivarianas. Ah, y Nicolás Maduro es mucho más excelentísimo Canciller que Uslar Pietri porque el finado habrá sido muy intelectual y habrá tenido a mucho amigo invisible pero jamás fue Ministro del Poder Popular para Relaciones Exteriores. Algunos infelices estarán convencidos de que el día que la vinotinto se llame “Gloriosa y Patriótica Selección Revolucionaria y Bolivariana de Fútbol de Venezuela” le meteremos 12 a 0 a Brasil en la final del mundial.

Hay un grupo de cuatro canadienses de Montreal llamado Patrick Watson, nombre que no tiene nada de particular pues así se llama el cantante, lo que sí tiene de particular es que llevan ocho años sin ponerse de acuerdo para adoptar otro nombre. En 1999 el agente discográfico que los quería firmar les preguntó: “¿Cómo se llama la banda?”. Y ellos respondieron: “Aún no lo hemos decidido, pero vamos a llamarle, por los momentos, "Patrick Watson" que es quien armó al grupo”. Y así se pasaron 8 años, y con el transcurrir de ellos parieron tres discos, y cada vez que promocionan una nueva obra dicen: “Por ahora esta banda se llama Patrick Watson, pero seguramente para el disco que viene tendremos otro nombre. Nombre que no hemos decidido porque aún no nos hemos puesto de acuerdo”.

Los Patrick Watson no serán los más ocurrentes a la hora de buscarse títulos. Esa materia la tienen reprobada, pero poco importa. Lo que importa es que hay un trabajo sostenido, una obra bien hecha, un compromiso de artesanos que siguen haciendo su labor e intentan hacerla lo mejor posible. Nadie dejó de hacer lo suyo porque el título no era bueno ni grandilocuente. No comenzaron por el nombrezote, comenzaron por construir la obra. Mientras tanto, en los mismos 8 años –y hasta más-, hay gente que insiste en viajar en la dirección contraria. Manejan un discurso florido, delirante, que les suena a gran cosota –a ellos solitos- y con eso designan a una supuesta obra monumental pero que cuando se le mira bien resulta que no tiene ni un ladrillo pegado con saliva sobre el otro.

Gente como Patrick Watson se ha aprendido la parte más importante de la lección: es mucho mejor tener una buena obra sin un titulazo que un nombre rutilante que sólo sirve de parapeto para designar mamarrachadas.

Lowry no es un escritor prodigioso porque los títulos de sus obras sean como cuchilladas en lo oscuro. Era bueno porque su obra lo era, y el título venía a ser simplemente un brochecito de platino, afilado como la mejor hojilla. Pero hay que estar claros en que no todos somos Malcolm Lowry.


“Luscious Life” de Patrick Watson, o cómo hacer obras dignas sin necesidad de gastarse un titulazo.


martes, 18 de septiembre de 2007

De esferas y cuadrados


El futuro llegó hace rato
Llegó como vos no lo esperabas
Pero el futuro ya llegó

Patricio Rey y los redonditos de ricota


Hay un cuento magistral, Flatland de Edwin Abbott Abbott, en el que una esfera se cuela por una fisura del espacio tiempo y accidentalmente cae en el mundo de los cuadrados. Los organismos de inteligencia del universo bidimensional de los cuadrados no entienden cómo es posible que exista semejante invasión de alguien tan curvilíneo y tridimensional. La esfera es sometida a interrogatorios, a torturas, se le exige que explique cómo es eso que algo puede ser redondo y tener una dimensión más, que si ella no sabe que eso está prohibidísimo en el rectángulo mundo de los cuadrados. La esfera intenta dialogar, pero habla y piensa en tres dimensiones. Eso que dice no significa nada cuando las cosas se conciben únicamente en rectas y planos. Una brecha insalvable la distancia de sus captores. Al final deciden los cuadrados hacer lo único que pueden y saben hacer: condenar a la esfera a la compresión hasta que adquiera las dos dimensiones de rigor y una vez plana se le martillan las curvas hasta que formen cuatro lados iguales unidos en ángulo de 90 grados. Problema resuelto.

Pocos relatos tan vertiginosos y tan vaticinadores de lo que se nos vendría encima como ese de la esfera y los cuadrados. Theodor Adorno, a mediados del siglo pasado, se preguntaba cómo era posible la poesía después de Auschwitz; en ese momento mucha gente se habrá cuestionado si el progreso servía de algo, luego de que todas las artes y todas las ciencias acumuladas por la orgullosa cultura occidental se habían puesto al servicio de una banda de chiflados que acabaron liquidando a 6 millones de personas en campos de concentración. Todo el conocimiento del mundo, todo lo que hemos logrado en la Historia, para acabar comportándonos como los cuadrados más cuadrados nunca jamás. La pregunta de Adorno no era una pregunta de si se podía hablar de cosas lindas y de metáforas floridas después del Holocausto, era la pregunta de “y ahora qué hacemos, porque definitivamente lo que veníamos haciendo es una mierda. No sirve”.

Pero el futuro siguió llegando y la cultura se siguió acumulando y la Historia se siguió escribiendo. Y mientras algunos soñábamos un futuro más justo, libre, sin fronteras, lleno de ciudadanos universales, saneado de pestes, surcado por autos voladores, con nuevos sistemas de cultivo y riego para que todos tuvieran qué comer, con viajes interplanetarios para entrar en contacto con extraterrestres, con robots que nos ayudaran a hacer las tareas pesadas mientras la raza humana se dedicaba a cultivar el cuerpo sano en la mente sana y todas esas bolserías que no fueron a parar a ningún sitio; aquí en la Tierra muchos idiotas ilustrados de todos los géneros comenzaron a cuestionarse sesudamente que por qué Asterix era galo. Que por qué se insiste en que quienes resistían en la aldea eran los galos y no “los galos y las galas”. Que debería resucitarse a Goscinny para que reescribiera todo Asterix, y que lo condimentara con las sales de ese neocretinismo llamado lo políticamente correcto. Sí, para que ese deleznable plural masculino fuera sustituido por el imperio de la arroba, y así fueran gal@s, roman@s, legionar@s, god@s y numidi@s. Que por qué coño esos racistas, xenófobos y misóginos de Goscinny y Uderzo ni nos mencionan a la mestiza raza cósmica de los latinoamericanos, mucho menos a nuestras féminas. Ningún tipo de mención a nuestros presidentes y presidentas, a nuestras asambleístas y asambleístos, a nuestras pianistas y pianistos, a nuestros aborígenes y aborígenas, a nuestros insignes idiotos e idiotas.

Y además, cómo es que l@s italian@s, orgullos@s descendientes y descendientas de los etrusc@s y los roman@s, se dejan abofetear de esa manera por sus vecinos gabach@s. Debería exigirse una disculpa oficial por parte del gobierno francés y la retirada del excelentísim@ embajador(a) gal@ en 48 horas o se bombardea ipsofacto París con tod@s sus habitantes y habitantas.

Pues sí, así fue como nos fue llegando el futuro desde hace rato. Llegó como pocos esperábamos, pero ya llegó. Es un futuro degenerado, profundamente estúpido. Anclado en discusiones estériles que cuidan mucho las formas pero no tienen las más mínima idea de qué contenido llevan por dentro. Nos parecemos a ese padre que ve a su hijo salir de la adolescencia y en un momento de profunda sinceridad le comenta a la madre: “Coño, amor, pero qué idiota que nos salió este muchacho. Todo lo que hicimos para esto”.

Pero el muchacho está grande ya, es el dueño del aparato. No baja la cabeza ni asume errores porque está instruido desde chiquito en la pose “me las sé todas”. Tiene el cerebrito cuadrado lleno de chicharrón con pelos, fragmentos de granada, cuatro ideas mal masticadas sobre el comunismo y se llama Chávez. Y el otro, al que le busca pleito, tiene el cuadradito armado a punta de gotas de petróleo, bosta de vaca, residuos de ojiva nuclear, un caletre del manual del buen republicano y se llama Bush. El resto de los cuadrados del mundo se debaten entre uno y otro. No entienden que se puede detestar a ambos por igual, que se pueden considerar a los dos payasos trágicos. Que bien valdría la pena olvidarse de ambos cretinos (y de sus respectivos séquitos de cretinos y cretinas) para cultivarse una nueva dimensión libre de ellos. Otra distinta que nos lleve por mejor sendero a cosas más profundas. Pero no, es que en el imperio de los cuadrados se es cuadrado y punto, aquí que nadie se ponga con curvas o a cambiarle el ángulo a las cosas.

Mientras tanto este mundo, curiosamente un enorme invernadero esférico en el que todos estamos metidos, se va pinchando. Se desinfla hasta comprimirse (y deprimirse) en las dos dimensiones de lo plano planito. Nosotros mismos, desde adentro, con nuestros potentes martillos de estupidez humana, nos encargamos de ponerlo todo bien cuadrado, bien derechito. Y todos contentos.

martes, 11 de septiembre de 2007

Por culpa de Deleuze y Guattari


Gilles Deleuze y Félix Guattari


«Un día, el siglo será deleuziano» Michel Foucault

Gilles Deleuze y Félix Guattari dan para todo. D&G (qué cosa curiosa, sus iniciales conforman hoy una marca aún más prestigiosa que Dolce e Gabanna) sirven para otorgar granítico piso teórico a lo que a usted le venga en gana. Si por ejemplo estás haciendo una investigación sobre la infertilidad del oso panda y quieres argumentar conceptualmente, así como para dejarle callada la boca a cualquier zoólogo, sobre las los causas de extinción que agobian a este insigne comedor de bambú de tan baja líbido, no le des más vueltas: Deleuze y Guattari. Si eres ingeniero agrónomo y quieres justificar por qué el pizco del maíz morado rasca más o menos lo mismo que el pizco extraído de maíz amarillo: métele una cita sobre el rizoma de Deleuze y Guattari, listo. Si estás atascado en un ensayo sobre si Borges era mejor o peor escritor cuando estaba acompañado de Bioy Casares, tú te apertrechas de un ejemplar de Mil Mesetas de D&G y lo abres en la página que te dé la gana, no importa, con los ojos cerrados y donde caiga el dedo, allí encontrarás una cita citable endemoniadamente intrincada que si la fuerzas un poquito encaja lo suficiente como para justificar cualquier cosa que estés buscando. Y si lo que quieres es saber por qué la Asamblea Nacional aprueba masivamente y a velocidad de vértigo cada uno de los artículos y apartados de la nueva constitución dictada por Chávez, sin pensar, ni cuestionar, ni discutir, pues allí sí que estás jodido porque eso no lo puede justificar nadie, ni siquiera Deleuze y Guattari. Pero de resto, tranquilo con que este par explicas de todo.

Tuve unos amigos arquitectos a quienes les combinaban las clases de diseño avanzado con lecturas selectas de Deleuze y Guattari. Cierto día, el tío de uno de ellos, dueño de una zapatería en un centro comercial, se le ocurrió entregarle a su sobrino y compañía el proyecto de remodelación de la tienda: “Muchachos, yo quiero que me hagan algo más actual, algo como más moderno”. “Tranquilo, tío que nosotros aquí resolvemos”. Han tomado la tienda, la han tumbado y la han vuelto a levantar. El paralelepípedo que antes era la zapatería fue transformado en un autobús escolar que se había despeñado por un barranco, se había volcado en la caída hasta ser atajado por las ramas de un árbol enorme, como si colgara de un samán. La nueva tienda tenía ahora la mitad de capacidad de la anterior, no cabían más de 2 personas en el mismo pasillo y de repente el acceso al estante se veía interrumpido por una rama enorme que cruzaba desde la pared hasta el techo. Ah, y había un ligero problemita con la inclinación, tenías que estar pilas porque si no te agarrabas bien o si la goma antiresbalante de tus suelas no andaba en óptimas condiciones acababas incrustado entre las cajas del depósito. Pero bueno, ese día le pones a la abuela unos zapatos que no patinen y ya está. Todo eso estaba explicado en un documento que acompañaba a los planos, un texto íntegramente escrito con palabras compuestas al estilo de mecánico-orgánico-vectórico y Biometálico-anfibio-mutante-rizomático. Me lo dieron a leer, justo antes de mostrárselo al tío: ¿Qué tal, pana, esto es arquitectura inspirada en Deleuze y Guattari, nos quedó arrechísima no? Y a mí se me ocurrió responderles -desde el estómago-: “Coño, el que va a estar arrechísimo es tu tío cuando vea esta locura”. Bueno, así fue como perdí a unos amigos por culpa de Deleuze y Guattari.

Si algún día a Usted le da por hacerse fascista intelectual, puede hacer la siguiente prueba para ver qué tan inteligentes son sus amigos; les lee la siguiente cita de D&G y espera la reacción:

“Volvamos a la oposición entre lo liso y lo estriado, pues aún no estamos en condiciones de considerar sus combinaciones concretas y disimétricas. Lo liso y lo estriado se distinguen en primer lugar por la relación inversa del punto y de la línea (la línea entre dos puntos en el caso de lo estriado, el punto entre dos líneas en lo liso). En segundo lugar, por la naturaleza de la línea (lisa-direccional, intervalos abiertos; estriado dimensional, intervalos cerrados). Por último, existe una tercera diferencia que concierne a la superficie o al espacio. En el espacio estriado se delimita una superficie y se “reparte” según intervalos determinados, según cortes asignados; en el liso, se “distribuye” en un espacio abierto, según las frecuencias y la longitud de los trayectos (logos y nomos). Ahora bien, por simple que sea, la oposición no es fácil de situar”.

Si la persona sometida al test asiente con el ceño fruncido, dice que entendió y hasta tiene los santos cojones de explicárselo, hay dos opciones: a) ese carajo es inteligentísimo, b) es un mentiroso impresentable. Si el pana dice: “chamo, yo no entendí nada, pero lo que es nada de nada”, eso significa que a lo mejor no es muy inteligente pero sí que es una persona confiable; así que mejor se toman una cerveza, ponen música y se dejan de estar perdiendo el tiempo con Deleuze y Guattari. Ya lo dijo una vez Oscar Wilde: “La gente no se entiende nunca y si se llegan a entender es porque hubo un malentendido”. Por último, si la persona en cuestión se orina de la risa como si usted le estuviera contando uno de los mejores chistes de la vida: ese tipo acaba de verdad de entenderlo todo. Pero no le pida que se lo explique que no va a poder. Y tampoco hace falta.

Muchas veces, después de fustigarme un rato, de estar rebanándome las neuronas con páginas y páginas de Deleuze y Guattari llego a la misma conclusión: eran un par de jodedores. A lo mejor ni existían, sino que eran dos actores disfrazados de intelectuales que aprendieron el noble arte de cantinflear en sesudo francés. Me los imagino en shorts y sin camisa, con la mesa llena de botellas vacías, colillas de cigarros, latas aplastadas de cerveza, revistas de mujeres en pelota. Félix Guattari lanzando dardos que no aciertan la diana sino que agujerean la pared y Gilles Deleuze llenando la quiniela a ver quién ganará el domingo entre el Lyon y el Paris Saint Germain. Cada uno, en contrapunteo, va soltando una frase que no significa nada pero que suena recontrabien. Una tú, otra yo, una tú, otra yo. Así van redactando las nuevas esencias de la intelectualidad y cagándose de la risa con cada disparate que les florece bajo las burbujas de la resaca. Y cuando se quedan trancados, secos y sin ideas, dicen: “Llámate ahí a Jacques Derrida, no joda, que nos regale una frase de las suyas y que cuando vendamos esta vaina le damos su comisión”.


martes, 4 de septiembre de 2007

Pintar como My Bloody Valentine


Angelus Novus de Paul Klee



Es una pena que hoy día ese entrañable animalito de ojos dentados que alguna vez se llamó cassette (también tape o cinta magnetofónica) esté en franca extinción. No contó con la suerte del disco de vinilo que se transformó en objeto de culto para coleccionistas, melómanos y DJ’s. Logró convivir algunos años con el CD, pero cuando este se hizo registrable le asestó un golpe fatal. Y no había acabado de acusar la estocada cuando largaron la ofensiva de los aparatos de archivos comprimidos, IPODs y toda la extensa gama de reproductores de mp3, entonces ya la gente ni se acordaba de ese noble gesto que significaba grabarle un cassettico a alguien.
Algún amigo de la casa –estoy convencido hoy, dados sus gustos musicales, de que se trataba de un esquizofrénico- grabó para mis hermanas una cinta que contenía: Blondie, REO Speedwagon, Toto, Genesis (cuando aún el desgraciado de Phil Collins no lo había arruinado todo) y remataba, como para completar los 90 minutos de cinta y que no se escabullera ese molesto trocito virgen de cinta marrón, con tres temas de una cosa prodigiosa de la que nadie hoy pareciera acordarse, Killing Joke. Yo le metí semejante rosca a esa cinta, una BASF 90 de etiqueta verde, que un día nuestro aparato 3 en 1 (tocadiscos, radio y reproductor de tapes) se la masticó golosamente y me escupió el cassette con varios metros de tripas afuera. Como un cirujano, con dedos temblorosos –conocedor de que los arañazos y los jalones de pelo de una hermana pueden doler bastante más que un golpe de puño al estómago- me dediqué a sacarle los tornillos al moribundo, abrirlo en dos partes, enderezar con paciencia de dioses el tirabuzón kilométrico en que se había enrollado la cinta, hacerla calzar de nuevo en ambos carretes, cercenar la zona irrecuperable, empatar las partes mutiladas con barniz de uñas, limpiar, acoplar y volver a cerrar. “Listo, me quedó de lujo, estas ni se enteran”.
Pero cuando lo fui a probar, justo en mi canción favorita de Blondie, irónicamente titulada “Accidents Never Happen in a Perfect World” (Los accidentes nunca ocurren en un mundo perfecto), me percaté de que algo había ocurrido. En un punto la música dejaba de ser la de siempre y la cinta se volteaba, sonaba a la inversa, los Blondie tocaban bocabajo y de retroceso, y la hermosa Deborah Harry cantaba como si la voz se le devolviera por un tubo hacia el estómago. Ese Blondie, al revés, retorcido, a contrapelo, era aún mejor que el original. Un accidente afortunado había maltrecho algo bueno para hacerlo aún mejor.
Durante años estuve buscando ese sonido que sólo volví a encontrar en los curiosos My Bloody Valentine. Las primeras veces que los escuchaba tenía que sacar el CD del reproductor, lo limpiaba, lo miraba a contraluz, lo volvía probar. “Coño, qué lástima, este disco vino malo”. Con el tiempo me acostumbré al ruido, a la sensación de fractura, a la impureza. Porque esa música de Kevin Shields y compañía es como una máquina impecable, melodiosa, armónica, a la que se construye con esmero con los mejores materiales, piecita a piecita. Y cuando por fin está lista, toman un martillo y un cincel y la destrozan metódicamente. La escupen, la llenan de flujos infestos, la arrugan, le lanzan restos de café con leche frío, trocitos de vidrio, patas de mosca y migas de pan. Todo en justísimas dosis, con paciencia de dioses. Sólo con ese añadido la pieza está realmente lista. Antes era buena, ahora sucia es definitivamente mejor.
Dicen que el pintor Paul Klee, quien inspiró a Walter Benjamin en escritos memorables sobre la humanidad y el progreso, utilizaba una curiosa técnica pictórica: dibujaba primero el motivo del cuadro al derecho y luego, a la hora de colocar el color, invertía la pintura sobre el caballete, la ponía patas arriba, ya no pintaba ese ángel que había dibujado sino a un elefante-medusa que ahora era lo que veía sobre el lienzo. Klee era sumamente racional a la hora de delinear los contornos de sus figuras, pero se entregaba a toda su fantasía lúdica a la hora de dar color. Aquello que con tanto esmero había dibujado en principio era felizmente arruinado –salpicado, explotado- como si liberara a un carajito armado con los óleos que le secuestró al papá.
Lo bueno, cuando cuidadosamente derruido y distorsionado, aún mejor. Muchos lo habrán hecho o intentando con resultados más o menos felices. Nada fácil el sutil arte de tocar como Paul Klee o de pintar como My Bloody Valentine.



"Soon" de My Bloody Valentine

miércoles, 29 de agosto de 2007

Metrorelato


Me subí sin mayores inconvenientes en Altamira en un vagón medianamente transitable con dirección a Propatria. El hombre subió en Chacao, se abrió espacio entre la multitud y se ancló con los pies bien abiertos a mi lado. Cuando íbamos por Chacaíto su piel estaba ya cubierta por una película de sudor frío. Tenía un tatuaje azul en el antebrazo de esos que dicen “Mary y Tony” dentro de un corazón cruzado por una flecha trazados a cuchillo caliente. Respiraba como un toro, cada vez que se abrían las puertas y bajaban tres mientras subían siete el hombre se incomodaba, resollaba, daba bocanadas como un pez. En un par de ocasiones me hizo silbar sus codos nerviosos cerca del mentón. La gente miraba al suelo evitando cruzar los ojos con los suyos. El trayecto se iba poniendo tenso, los puños se iban contrayendo, aunque sabíamos que de ponerse fea la cosa muy poco podríamos hacer contra el Tony. El tipo era grande y venía cargado después de un día de mierda en el que quién sabe por cuáles tuvo que pasar. Pero fue en el pedazo que une Sabana Grande con Plaza Venezuela que entendimos su furia. El Tony no estaba buscando pleitos, no era un guapo de barrio buscando a quien hacerle la rinoplastia a nudillo limpio; el hombre intuía que estaba punto de darle un ataque de pánico.

El miedo absoluto nos hace regresar de súbito a la infancia. Hay una especie de mirada perdida, casi canina. Un mohín en la boca que hala las comisuras del labio hacia abajo. Hay algo en los huesos del mentón que se licua en gelatina. Esa era la expresión del Tony cuando se desplomó; se soltó de las argollas forradas en goma que penden del techo y con gruñido ahogado se fue en peso muerto contra el suelo. Ayudamos a abrirle espacio, a abanicarle aire. Al llegar a Plaza Venezuela lo logramos sacar hasta sentarlo de espaldas contra una columna. Al rato ya el hombre estaba mejor, le ganó color la cara, la expresión de niño en pánico fue progresivamente trastocada en la del amante de Mary (de muchas Marys). Dio las gracias, se limpió el pantalón, se fue a pie.

Hice la transferencia a la línea 3 y cuando iba apaciblemente por Ciudad Universitaria, jurando que tenía un cuento por contar entre manos, sentí que algo me cosquilleaba sobre la yugular. Creí que era el cable de los audífonos que se había deslizado rozándome la piel; pero no era el cable, era una abeja. Me clavó el aguijón con saña en el centro del cuello. Di un palmetazo y cayó a mis pies. La gente a mi alrededor gritaba: “¡Mátala, chamo, mátala!”; pero yo estaba adolorido y aún más aturdido. Una señora enorme vestida de celeste se vino corriendo desde el fondo del vagón y saltó con furia sobre la abejita. La hizo una sola mancha perfectamente untada sobre el suelo de goma antiresbalante.

Cuando subía por las escaleras mecánicas hacia la superficie, aún con los dedos acariciándome la zona del pinchazo, el hipocondríaco que a veces habita en mí me venía murmurando: “Seguro que ahora se te inflama el cuello con una reacción alérgica espantosa, te va a costar respirar, te van a tener que llevar cargado, morado y con la lengua de corbata, igualito que al Tony”. Pero entonces me invadió la rabia: por qué coño de la madre tiene que haber una abeja dentro de un vagón del metro. Qué carajos hace una abeja allí. Y se me vino a la mente el recuerdo de “Mimic”, la película de Guillermo del Toro, donde un insecto mutante se instala en los túneles del metro y liquida cruentamente a cuanto saco de pellejo y sangre se asoma por el subterráneo.

Pensé en la abeja que la señora de celeste acababa de dejar confinada a las dos dimensiones. Pensé más aún en la abeja reina, la colosal madre mutante que en alguna galería del metro de Caracas estaría preparando su venganza.

Llevo varios días subiendo al tren a la misma hora y en el mismo vagón. Guardo la esperanza de cruzarme de nuevo con el Tony y preguntarle realmente qué fue lo que pasó. Algo me dice que no fue un simple ataque de claustrofobia lo que le invadió la otra tarde. Ese hombre vio algo, quizá una visión de futuro de lo que ocurrirá en el metro.


jueves, 23 de agosto de 2007

A Circus Life

Louise Woodroofe "Circus Abstract" (1950)


Tengo ya un tiempo obsesionado con los circos. Me imagino que la culpa la tienen Los hermanos Chang que montaron uno y yo he estado leyendo sobre circos y viendo imágenes de circo como nunca antes en la vida. Incluso se me ocurrió que necesito en mi catálogo de “superhéroes absurdos con poderes absurdos que nadie sabe para qué sirven (y mucho menos ellos)” incluir uno con visión de rayos X que -en vez de verle la ropa interior a las damas o aquello que se oculta detrás de paredes o cajas fuertes- pudiera ver el personaje de circo que se oculta en el interior de cualquier persona.

En base a la gente que he conocido he llegado a intuir algunas cosas:

-Conozco personas que serían excelentes dueños de circo. No tienen ningún talento, viven del de los demás y se sienten generosos al retribuirles con una limosna o cualquier miseria. Se visten de ropas caras y chillonas, gritan durísimo con vozarrones bien ensayados y su última palabra a la hora de la chiquita es: “Porque lo digo yo que soy el jefe y soy quien manda en esta vaina, no joda”.

-Sé de gente que son tigres y leones, pero de circo. Rugen mucho, muestran los dientes, amenazan con las garras; pero no hacen nada a menos que el domador se los indique, sólo saben saltar si escuchan el látigo –allí sí que son capaces de meterse por un arito encendido en llamas- y sólo lo hacen porque saben que al final, para el que se porta bien, hay un filete de recompensa.

-He tenido el gustazo de haber conocido a freaks de muchas calañas. Hombres lobo, mujeres barbudas, los enanos más chiquitos del mundo, los gigantes más altos, hombres de goma, mujeres bala, niños globo, niñas aguja, siameses separados y otros por separar. Dan vértigo y un poco de desasosiego si los ves desde afuera. Con el tiempo te vas acostumbrando, hasta que llega un día en que los encuentras entrañables. Un día en que te miras al espejo y te reconoces como uno de ellos.

-Sé también de dos o tres vampiros. Seres oscuros que se mueven en las sombras. Que se chupan la sangre de las víctimas más desprevenidas. Por momentos dan ganas de lanzarlos a plena luz de sol para que se exfolien públicamente; pero hay algo fascinante en ellos que te hace disfrutar de su compañía. Casi siempre optas por dejarlos cerca, les cedes una oportunidad y otra más. Aunque intuyes en el fondo que algún día, inevitablemente, se girarán contra ti y te morderán.

-He conocido a gente que sencillamente está en el circo como espectador. Los hay de dos especies: los que disfrutan y los que critican. Los primeros comen algodón de azúcar, quieren dar maní al elefante, estallan de júbilo cada vez que su chiquito se carcajea con una voltereta dada en la pista. Los segundos miran todo con desprecio, con asco, les parece inútil, tonto, cursi, mal hecho; y también quieren darle maní al elefante, en un puñado donde camuflan un petardo para que le estalle en plena trompa. Eso sí que les da risa.

-Conozco gente-pulga. Son más abundantes de lo que uno piensa. Supuestamente hacen y predican cosas prodigiosas, portentosas, insólitas, fascinantes; pero uno nunca las ve. Uno, aunque abra bien los ojos y aguce la vista, ni se entera.

-He conocido a mujeres trapecistas. Se sienten un poco ridículas en su trajecito estrecho que les deja expuesta la mitad del fundillo. Les da vergüenza levantar la cabeza para que se note esa pluma enorme y rosada que les corona el moño. No se enteran de que cuando están allá arriba dando piruetas, metidas en su universo de danza y vértigo, a uno en la tierra le sudan las manos y en silencio se enamora.

-Sé también de muchos que se mueven tras bastidores. Sin ellos no hay circo. Son los que cuelgan la carpa, los que tensan la malla de contención, los que limpian a duras penas el charco infesto que dejan las bestias. Son aquellos a quienes tienen confinados a pasar el trapito húmedo por los asientos antes de cada función. Pero que cuando toca –a la hora en que haga falta- se montan el traje de payaso o de contorsionistas, se enfrentan con coraje (el mismo que abandona en un instante de pánico al domador) a tigres y leones. Y que cuando nadie los mira, calladitos en un rincón oscuro, toman tres limones y dos pines y hacen unos malabarismos de ensueño que te cortan el aliento, pero que no se atreven a mostrar en público jamás.

viernes, 17 de agosto de 2007

Electric President



Los hermanos Ben y Artie Cooper de Electric President


Sí, el Presidente Eléctrico. Pues no. Esto no tiene nada que ver con política. Así que si buscas algún tipo de mensaje subliminal que conecte a cierto presidente con descargas eléctricas, drogas duras, o si estás sediento de magnicidios o ejecuciones de jefes de estado en sillas de alto voltaje, pues lamento defraudar. Mejor no sigas leyendo. Esto va de música. De la música que hacen dos chamos en una pequeña ciudad de Florida llamada Jacksonville.

Empezaré por confesar que yo de Jacksonville no sé nada. Y hace 10 años ni siquiera sabía que existía un lugar con ese nombre. Pero cierta noche me quedé atascado en la transmisión de un deporte que siempre menosprecié: el fútbol americano. Jugaban los Jaguares de Jacksonville en casa, en un estadio repleto con 80 mil hinchas. Se me ocurrió que absolutamente toda la población de Jacksonville tenía que estar en ese juego. Que cada vez que nace alguien en la ciudad inmediatamente le agregan una silla a la tribuna. Cuando alguien muere, por la noche y con las luces apagadas, le retiran su silla porque ya nadie la podrá ocupar. Ese, el de Jacksonville, es un estadio vivo, como un organismo que se expande o se contrae constantemente dependiendo de lo que le exija la vida. Dirán los oriundos: “en la cancha del pueblo cabemos todos; siempre y cuando todos seamos solamente nosotros”. Por eso a Jacksonville –el de mi historia, confío que no en el real-, nadie se muda ni ninguna visita puede llegar para quedarse. No sea cosa que algún foráneo les descuadre la venta de boletos para el juego del fin de semana.

Quienes tienen su silla asegurada en el estadio de Jacksonville son los hermanos Cooper, Ben y Artie, quienes desde el garage de su casa han gestado uno de los discos más impresionantes que he escuchado en mucho tiempo. Así serán los hermanitos que el sello alemán Morr Music se llegó desde Berlín hasta Florida para firmarlos. Surgió de allí una obra extraña, casi esquizofrénica, que se desplaza en pocos segundos de lo siniestro a lo luminoso. Que habla de escenarios apocalípticos con voces angelicales, como si algunas secuencias de The Matrix fueran escritas por un hippie. Sí, suena raro, a morcillas en almíbar, pero créanme, el resultado es feliz. Complejo y desgarrador. Curiosamente bueno. Cada una de las diez canciones de Electric President es el capítulo de una obra conceptual. Como si se tratara de una novela de ciencia ficción distópica que se narra a través de un paisaje sonoro. La historia, en esencia, va de un joven que en una noche de insomnio delira con el fin del mundo. Un mundo que lentamente es aniquilado, sepultado bajo el concreto, el cristal, los cables, el fanatismo, la estupidez humana y la nieve tóxica. Y cuando por fin llega Dios, pues ya es tarde, ya nos hemos ido. Pero hay un segundo final, un adiós que no revelaré. A ver si se animan a escucharlo ustedes mismos.

El disco de Electric President parece una de esas películas de Lynch o Cronenberg que nunca sabemos decir a ciencia cierta si nos gustan o no. Que nos dejan con una sensación inicial de no convencernos del todo, pero que son lo suficientemente tentadoras como para darles una segunda oportunidad. Hay que cuidarse de aquellas cosas que no nos gustan a las primeras de cambio pero a las que más tarde decidimos otorgar un segundo chance. Pareciera que allí, en ese caldo que invita a otra probada, pululan las obras que realmente nos enganchan en la vida. Como recordándonos que sí, necesitamos más de una dosis para hacernos adictos.

Nunca lo había considerado como destino, pero ojalá algún día llegue a conocer Jacksonville. Ha sido generosa conmigo. Aunque de todas maneras no pienso quedarme para el fin de semana. No sea cosa que.



El único video oficial de los Electric President: "Insomnia", segundo tema del disco.

lunes, 13 de agosto de 2007

Yo te conozco Sean Penn


Yo te conozco Sean Penn. Lo que pasa es que tú no te acuerdas, claro, qué te vas a acordar de un periodista pendejo como yo. Y la verdad, para serte sincero, es que yo tampoco me acordaba; porque la memoria que guardo de nuestro encuentro es de esas tibias, una memoria obstinada en quedarse en la mitad del espectro de los grises, ¿sabes? de las que ni frío ni calor, que no te traen ni una sonrisita ni un susto. Estabas perdido, Sean, entre el montón de chatarra, en la caja etiquetada con “mariqueras sin importancia a las que uno no suele volver ni acordarse”. Pero cuando te volví a ver, ahora de visita en Venezuela, detrás de tu lentes de sol y al lado de Chávez, luciendo tu semisonrisa de galán maldito (la de siempre, la misma que llevas cuando haces el papel de exnovio de Madonna que golpea a fotógrafos, o de síndrome de down, o de preso condenado a muerte, o de padre histérico que llora la desgracia de un hijo –que siempre te va bien una gritadera neurótica, la verdad es que es no sales del mismo papel-) entonces se me vino a la mente el recuerdo de aquella mañana en Cannes.

Perdona, Sean, no fue precisamente en Cannes, porque Cannes está muy atestado de gentecita de medio pelo y es demasiada la merienda de negros para alguien como tú. Tú te hospedabas en Antibes. En el Hotel Cap d’Antibes, para ser más precisos. Una especie de palacio blanco de roca y cristal al lado de la Cote d’Azur, a una media hora del Palais du Festival donde tiene sede Cannes. Mientras esperaba una buena hora y cuarto a que me dejaran pasar para entrevistarte le pregunté al chico de la recepción que cuánto costaba una habitación allí, le mentí, dije que me casaría en noviembre. Me dijo que alrededor de 1200 euros la noche. Pero que en temporada baja –me lo dijo con guiño cómplice-, si reservaba desde ya, me podría conseguir una en 850. Yo apreté el billetito de 20 euros que tenía en el bolsillo para pagar el taxi de vuelta –tendría que comer, de nuevo, un sandwich de jamón y queso de pie- y le dije que lo iba a consultar con la novia. Ya le avisaría.

Por fin me llamaron, que Monsieur Penn esperaba por mí. Y la publicista me comentó, mientras recorríamos un senderito armado con tablas de madera pintadas de blanco que serpenteaba sobre un césped impecable de campo de golf en dirección al mar, que tú habías amanecido de muy mal humor, que querías cancelar todas las entrevistas, que sugerías mejor agrupar a todos los periodistas pautados para esa mañana y así hacían una única entrevista colectiva para salir de eso y que te dejaran descansar. Al final del camino había una lomita verde coronada con una silla blanca. Y sobre la silla, vestido de negro, con tus mismos Ray-Ban de siempre y con la mueca de sonrisa que ya sabemos, estabas tú. Nos presentaron, me sentaron en otra silla frente a ti, pero donde la lomita declinaba, y durante cuatro minutos contados por reloj intenté hacerte unas doce preguntas que con esmero había anotado en mi libreta. A todas y cada una de ellas contestaste exactamente los mismo, como si tuvieras un sampler dentro de la cabeza, como si te presionaran una tecla interna y con ella se disparaba una secuencia milimétricamente grabada y ecualizada: “Que había sido un gran reto ser director de The Pledge, que afortunadamente contaste con un gran actor, amigo y maestro como Jack Nicholson, y con tu mujer, Robin Wright Penn, a quien amabas y respetabas tanto”. Ah, y que “It was so fun”, eso lo dijiste como 10 veces con un entusiasmo acartonado que no te creíste ni medio segundo. Yo salí por la puerta de servicio con mi cinta de Betacam en las manos donde quedaría grabado nuestro encuentro. Fue lo único que me llevé. Y no utilicé ni medio segundo, palabra que no, principalmente porque no había nada útil ni digno allí que me sirviera para algo.

Menos mal que la vida te da regala unas de cal y otras de arena, Sean, porque quiso el destino que volviera yo a sortear otras veces ese mismo caminito blanco del Cap d’Antibes y que me sentaran de nuevo en una de esas lomitas junto al mar. Allí conocí a un caballero de verdad y a un actor de verdad llamado Gene Hackman. Y allí mismo, dos años después, pude conversar diez minutos con un tal Lars Von Trier (que eso sí que es un director, Sean, deberías buscártelo en el Blockbuster). Ah, Sean, y con una tal Nicole Kidman, que es dama como ella sola y a quien si la sometes a un “divismómetro”, un medidor de divismos, no te llegaría ni a los tobillos. Ninguno de ellos vestía de negro, ninguno llevaba gafas de sol, porque esos son de lo que te ven a la cara y se esfuerzan por responder de la mejor manera a las preguntas. Son de los que respetan el trabajo de ese pendejo que para ti es un periodista.

Qué ironía, ahora has venido tú, Sean Penn, “como periodista” a Venezuela. Y te has ido contento después de que Chávez te sirviera de anfitrión, de bufón tragicómico, de chofer y te mostrara todo eso que tú de antemano querías ver. Ha sido un encuentro de monarcas, dos reyes que se encuentran y se pavonean en lo más alto de la loma donde sus egos los tienen encumbrados. En tu cabecita maniquea estás convencido de que para estar en contra de Bush hay que aliarse con Chávez; y que todo el que se opone a Chávez es pro-Bush. Para llegar a un conclusión así hay que ser muy tonto e ignorante, compadre. Y todavía algunos esperan saber qué vas a escribir después de esta experiencia de gringo comprometido con las revoluciones socialistas de una república bananera. Y me perdonas, Sean, pero yo no confío ni un poquito en ti. No te creo, brother. Qué vas a saber tú de periodismo. Qué vas a saber tú de lo que realmente pasa en Venezuela. Seguro que si te hubiera invitado el genocida de Idi Amín Dadá a su Uganda, te hubiera parecido una nota y hubieras salido “como periodista” a contarle al mundo la verdad de lo bien que estaba todo en esa merienda de negros africanos. Igual que esta vez. Claro, lo harás en los ratos libres que te deje la prensa, durante las sanas pausas –mirada perdida en el Mediterráneo- que te permiten esas molestas entrevistas pautadas en el hotel más exclusivo de la Rivera Francesa.


martes, 31 de julio de 2007

La imposibilidad del adiós


Tengo que reconocerlo: no sé decir adiós. No me puedo despedir. Estoy inhabilitado. Yo creo que la culpa es de papá que estando en cualquier fiesta veía que el último había dejado la puerta mal cerrada y me llamaba en secreto: “Chamo, ve y dile pasitico a tu mamá, sin que nadie oiga, que agarre a las muchachas y nos vamos ya”. Y a mí la misión me parecía formidable. Me daban hasta ganas de lanzarme al suelo e ir reptando -como si fuera miembro del escuadrón SWAT- hasta las rodillas de mamá: “Que mi papá dice que nos vayamos, dile a las muchachas. No se despidan. Las esperamos afuera, cambio y fuera”. Y salíamos sigilosamente, en cambote, los cinco, tomados de la mano, pisando en puntillas, como si hubiéramos roto algo que no pensábamos pagar. Con el pecho trancado por esa sensación de hacer algo prohibido pero para lo que hoy tienes permiso especial. Sólo por hoy y sólo con ellos. Fugarse sin despedirse y sin que nadie se entere es un arte que, con cierto placer culposo, me he encargado de cultivar y perfeccionar con el paso de los años.

Mi primo Pedro Pablo que está metido de cabeza en una cosa llamada filosofía de la mente me diría que lo que pasa cada vez que me encuentro en una situación de despedida inminente es que mi neurona 235 se comunica con las 858 y entre ellas ocurre una especie de corrientazo, una sinapsis similar a una diminuta explosión atómica, cuya reacción lanza a las neuronas 1093 y a la 11 torrente abajo por las surcos del cerebro gritando: “¡Huye, corre, coño, vete ya, ahora o nunca y que no te vean!” Y yo no lo puedo evitar. Es igualito, por ejemplo, a cuando uno ve a Chávez cantando: no puedes hacer otra cosa que asustarte y morirte de pena ajena, ambas cosas a la vez –son reacciones naturales que están inscritas ya en el código genético de cualquier ser humano-.

Cuando me llega el momento de irme me tengo que ir. Y si es sin despedirme y sin que nadie me vea pues mucho mejor. Seguramente la cura para este síndrome estaría en intervenirme el mapa mental y cambiar la relación existente entre las neuronas implicadas en fabricarme el adiós; de esa manera el resultado final de la sinapsis en vez de la fuga intempestiva y silenciosa sería una cortés despedida: “Amigos, lo lamento pero siento la necesidad de irme en este preciso instante y no hay fuerza humana ni divina que me lo pueda impedir; así que besos, abrazos, buena suerte y hasta otra”. Pero primero tengo que terminar la tesis que va un poco de eso, de sembrar relatos a la gente en el cerebro por medio de intervenciones quirúrgicas o de borrar ciertas historias de la mente para sustituirlas por otras ficticias. Así que primero me ocupo de acabar la tesis y luego me dedico a aprender a despedirme. (Vaya, qué bien, ya tengo un plan).

El punto es que esta incapacidad para el adiós me ha traído algunos percances de mayor o menor grado. En Barcelona se popularizó entre los amigos un mito-chiste de que yo llevaba en los bolsillos unas bolas ninjas de humo. Que de pronto, en la mitad de la fiesta yo lanzaba una, ocurría un fogonazo en plena sala y al despejarse la cortina de humo ya yo no andaba más entre los presentes. En más de una oportunidad escuché (saltando los escalones de tres en tres rumbo a la libertad) “Joder, tío, dónde está el chamo. El muy capullo se nos ha fugado de nuevo”. Y otras veces, los más impertinentes me escondían el abrigo para obligarme a huir hacia la madrugada invernal en mangas de camisa.

Si nos ponemos más serios confesaré que nunca me despedí de personas entrañables y alguna vez he sentido que sus fantasmas regresan para instalárseme en la memoria. Me pasa con Jordá, a quien no quise despedir estando él en su cama clínica luego de una quimioterapia; me pareció que lo importunaría, que mejor lo visitaba luego si volvía el año entrante de vacaciones. También me ocurre con Caeto, cuya familiaridad y risas me reconfortaron los domingos más grises; no le quise decir que regresaba a casa y pensé que muy pronto nos veríamos de nuevo en el terruño cuando fuera a visitar a sus viejos. No conté con que un infarto se adelantaría a nuestro reencuentro. A la gorda María Esther también le debo un hasta luego, porque confié en que esas cervezas y esa conversa a las que me invitaba con tanta insistencia encontrarían mejor acomodo cualquier otro fin de semana, posterior a su regreso de la playa. Pero de la playa no regresó; se quedó en la carretera a Morrocoy. Y de papá no me despedí porque juraba que esa calma plácida después de la tos no significaba otra cosa sino que se había quedado dormido.

Ojalá un escrito sirviera para decir adiós de buena manera a todos aquellos de quienes no me supe despedir, ni sabré. Una suerte de abrazo que sin mucha palabra diga: nos vemos pronto, panita, un placer. Ya lo decía Bryce Echenique en La amigdalitis de Tarzán: “Me temo que siempre he sido mejor por carta”. Me temo que yo también soy de esa raza. Y qué alivio intuir que los demás, en el fondo, lo saben.

jueves, 26 de julio de 2007

BOLITRANSFORMERS


En medio de un delirio de insomnios compartidos él le dice a ella:

-Flaca, perdona, despiértate para que me acompañes que no me puedo dormir.

-Coño, otra vez tú con el insomnio. Pon la mente en blanco.

-No puedo. Es que tengo la cabeza como una olla de presión a la que se le atascó la tapita y no hay manera de sacársela para que pfffffffffff salga el aire caliente a presión y se me desinfle.

-Bueno, piensa entonces en algo intrascendental…

-¿Como qué? Es que ahorita, en este momento, todo pinta gravísimo.

-No sé, chico, piensa en los Transformers.

-Pues… imagina tú que justamente estaba pensando en eso:

Si William Lara fuera un Transformer se desarmaría y se volvería a armar para salir convertido en una furgoneta Volks Wagen modelo 67. Estaría destartalada, blanca con celeste y diría en rojo: “Unidad móvil del poder popular para la limpieza y el mantenimiento” (en letras cada vez más chiquitas para que quepa todo eso). Estaría llena de estopas, coletos, detergentes, aromatizadores, periódicos viejos y papel toilet.

Si Juan Barreto fuera Transformer se haría un contenedor de basura.

Mario Silva como Transformer sería La ballena de la PM, y seguiría echando agua. Pero aguas negras.

Freddy Bernal se convertiría en mototaxi. Uno pirata. Sin placas.

José Vicente se haría carroza fúnebre. Preferiblemente blanca.

Jorge Rodríguez se convertiría en un Audi rosado. O fucsia. O mejor en máquina captahuellas rosada. O fucsia.

El Transformer de Rafael Ramírez sería un enorme taladro de perforación chino. De esos que no han entregado, pero que cuando por fin lo entreguen igual no va a funcionar por chimbo.

Jessy Chacón versión Transformer se convertiría en bicimoto. En la de la Barbie. Con cestita. Ah, y flequitos de cuero blanco en el manubrio.

Cilia Flores sería una fotocopiadora. Una que sólo reproduce cosas ya hechas por otros. Y a la que se le agotaron todos los colores para imprimir menos el rojo.

Nicolás Maduro sería un Transformer que se ensamblaría en forma de Metrobús. Pero el de entrenamiento. Se subiría en las aceras, chocaría a todo el mundo, se pararía sobre el rayado y embestiría contra los peatones: “Pobrecito, lo que pasa es que está aprendiendo. Realmente él no está preparado para ese puesto”.

Chávez sería un Transformer especial. Sería un peñero con ametralladora. O una carrucha con ametralladora. Cuando esté en tierra sería peñero y cuando esté en el mar sería la carrucha. Pero siempre con ametralladora. Rusa.

Diosdado en Transformer sería un cajero automático de Banfoandes o del Banco Industrial de Venezuela. Se tragaría tu tarjeta, no te daría el dinero pero sí lo debitaría de tu cuenta. Y te dará un recibo que no es el tuyo sino el del cliente anterior. El papelito dirá al final en letras rojas: “Gracias por su transacción. Adelante con la Revolución del dinero. ¡Porque ahora tus reales son de TODOS!”.


jueves, 12 de julio de 2007

Sex Bomb


Definitivamente hay tres tipos de inteligencia que en orden decreciente son: la inteligencia humana, la animal y la militar. La primera si bien existe está abrumada bajo el yugo de la estupidez humana que es muchísimo más común y más gorda. La inteligencia animal está asociada con el instinto, el sentido de pertenencia y la preservación de la especie. De la militar se duda que sea inteligencia pero nunca que sea militar.

Resulta que se ha filtrado una propuesta insólita del Laboratorio Wright de las fuerzas armadas norteamericanas en Dayton, Ohio. A los tipos se les ha ocurrido una idea que ni en los textos más alucinados de Phillip K. Dick, que no se le ocurrió ni en los relatos más urticantes a James Ballard: una bomba que no mata al enemigo sino que lo convierte en gay. Sería un arma química que desataría el furor homosexual, que enloquecería las feromonas de los soldados y que les haría abandonar las armas en el acto para entregarse a eso que el protagonista de La naranja mecánica llamaba the old in out, in out.

Me imagino el instante en que al General se le ocurrió la cosa. Uno igualito de brutazo a los de acá pero en inglés y con la nuca más roja. Era domingo, llevaba bermudas y camisa hawaiana, en el jardín, cocinaba unas hamburguesas a la parrilla. La radio sobre una mesita sintonizada con música ligera. La esposa traía desde la cocina una bandeja enorme con papas, chorizos, gruesos toletes de carne y queso cheddar. La depositó a su lado y le dio un beso en la mejilla que él recibió con una sonrisa que le disimuló mal el asco. La vio alejarse con el rabillo del ojo, toda hipopótamo rosado embutida en licras rebotando con sus 130 kilos de grasa que le tapiaban las carnes macizas de cheerleader que alguna vez fue. Pensó en ese año y medio que llevaba sin tocarla. Y ni asomo de ganas. En eso sonó el Tigre de Gales en la radio, el gran Tom Jones cantando Sex Bomb. Y el General, con una naturalidad pasmosa, movió las caderas, contorneó la cintura, con gesto afectado jugó con el asador como si fuera un largo micrófono y cantó: Sexbomb Sexbomb / you´re my sexbomb / and baby you can turn me on. Cuando acabó de sonar la canción en la radio estallaron estridentes las risas de los vecinitos asomados por las rendijas de la talanquera pintada de blanco.

Pero ya el General había recibido el chispazo, la iluminación. Había que inventar una bomba sexual para convertir en maricones a los enemigos. En su cabeza una escena gloriosa se proyectó: Rambo, sin camisa, con gesto iracundo a punto de colocarse sobre la frente la cinta roja que antecedía a la batalla. Y de pronto una explosión. Inmediatamente después Rambo aparecía con la cinta roja anudada al cuello, como una bufanda que cuelga larga, convertido en Priscilla, la reina del desierto.

Para nadie es secreto que el ilustre portador de la verruga acaricia la idea de unificar a un gran ejército bolivariano junto con Cuba, Nicaragua, Bolivia (y otros panitas más de similar calaña, los que se animen a lanzarse por ese barranco) contra eso que llaman -con espuma en la boca-: El Imperio. Y para nadie es secreto tampoco que este régimen, más que rojo rojito, llega a tornarse rosa rosita o lila lilita. Lo cual no tiene nada de malo, lo malo es no asumirlo abiertamente y con los cojones bien puestos que ello amerita.

En el nefasto y recontratriste escenario que se les ocurra a los brutos armados de allá y de acá entrar en un conflicto, se me ocurre que la escena sería más o menos así.

-Chamo, MacWilson, esos gringos son todos bulda de mamaguevos y de maricones, no te dé caga. Todos los imperialistas son algolla, papá, que te lo digo yo, que se lo escuché a Chávez en un Aló presidente- comenta el cabo primero González.

-Belcia, el mío, tienes razón, Maikel Yoldan, nos los vamos a mial, esto es pan comío, esta guerra contra esos maricos. Viva mi comandante ¡Patlia, socialismo o muelte! –responde el cabo Chacón.

En eso les sobrevuela las cabezas un avión espía de la USAir Force, de esos que parece una mantarraya pero aérea. Está provisto de bocinas de largo alcance y suena durísimo el remix de “I Will Survive” cantado por Gloria Gaynor. Sueltan las bombas gay que estallan cerquita de González y Chacón.

-Mira, MacWilson, sabes que te estoy viendo como güenmozo de un tiempo pa acá. Chamo, yo te echaría uno.

-Bueno, convive, tú también estás chévere, eso es bajándose las pantaleticas y dándose.

Pues sí, más o menos ése sería el cuadro. Pero surge una pregunta lógica dado el contexto contemporáneo: pana, qué pasará con los que ya eran gays ¿Se harán el doble de homosexuales? ¿El empujón hormonal será tan fuerte que se convertirán en lesbianas? ¿O se volverán heterosexuales recalcitrantes? ¿Se les desatará una mutación insospechada hasta acabar en neonazis cabeza rapadas zoofílicos?

Estoy seguro de que el General de mierda, mientras se entregaba a su Sex Bomb junto a la barbacoa, no pensó en ese detallazo. Entre otros.