martes, 29 de mayo de 2007

Gustímetro


Soy adepto a las máquinas imposibles, es una costumbre que cultivo desde la infancia. Creo que la primera vez que se me ocurrió el gustímetro fue por culpa de una amiga en la temprana adolescencia. Llegamos a ese punto en que la amistad se fue haciendo otra cosa, en que traspasó esa delgada línea que probablemente todos algunas vez nos hayamos sentido tentados a cruzar. Me armé de valor y le dije en un recreo: “Me gustas, chama, me gustas un montón”. Y ella dijo: “Sí, tú también; pero no sé cuánto me gustes. No sé si sea suficiente”. Y allí, después del timbre, cuando iba vuelto un trapo húmedo subiendo las escaleras hacia el salón yo pensé: “a esta chica haría falta conectarla a un gustímetro: un aparato que me diga exactamente cuánto le gusto”. El gustímetro sería un gran aliado para desenmascarar a hipócritas. Un aparatito justiciero que te arroja en datos concretos eso abstracto que asoma Cerati en letras: “Ningún engaño te hace feliz”.

El gustímetro vendría a ser como un termómetro cuya escala va del 10 al -10. Cuando algo te fascina la aguja sube hasta el 8 o más. Cuando algo te deja indiferente se clava en 0. Cuando algo no te gusta los indicadores bajan de cero. Y cuando algo te hace daño de lo malo y lo estúpido se te va hacia el -10. Ah, y cuando te dicen una verdad a medias la aguja ronda el 5; porque como decía el poeta Machado: “Nunca digas media verdad, pues cuando digas la otra mitad, te dirán que mentiste dos veces”. Así que si el asunto está por la escala del 5, sospecha. Hay toda una mitad que no gusta, oculta, y cuando te enteres te dolerá el doble.

Es inevitable en estos tiempos que corren mostrarse indiferente ante el caso de RCTV. Confesaré que a mí RCTV, en lo personal, y con la honestidad que arrojaría una prueba del gustímetro, rondaría el 0 con oscilaciones hacia el negativo. Pero para Venevisión y para VTV tendría que pedir una extensión de la escala negativa -un gustímetro especial, mandado a hacer a mi medida-, porque el -10 se me quedaría corto. Insuficientísimo. A Meridiano TV le daría, en cambio, un 7, porque pocos canales del mundo te pasan un Barca-Madrid o una final de la Champions en señal abierta. Sólo por eso me aflojan de las manos el 10 (aunque pierden grados cuando transmiten el Ultimate Fighting, la gaceta hípica o los toros coleados).

Mi gustímetro me dejaría en evidencia en cosas que de seguro caerían mal a un gentío. Me reservo mis resultados en una medición de mis afectos por la escena musical criolla. Del cine de este patio mejor ni hablamos (no se salvarían más de tres). Tendría que confesar que soy heredero de una frase acuñada en la intimidad familiar por mi padre: “En este país hay grandes poetas y pintores, de resto, poca cosa”. Y sin embargo, aunque se me haga terriblemente duro encontrar mis héroes locales, aunque tenga que rasguñar durísimo para que asome uno que otro destello que de verdad me gane el espíritu, yo no quitaría un solo programa. No borraría un nombre. Yo no cometería, ni siquiera, un acto de fascismo familiar en el que le diga a los míos: “En esta casa no se permite ver ese canal”. Que alguien se tome esas atribuciones en niveles colectivos me parece asqueroso, ridículo, abominable (y de nuevo los adjetivos se me quedan cortos e insuficientes en el gustímetro).

Me he pasado la vida tratando por todos los medios posibles de construir un minúsculo espacio donde pueda hablar del cine que me apasiona, de las músicas que en mi canon particular marcarían más de 8, de esos escritores que si leyéramos más apuesto a que habitaríamos en un mundo menos mezquino, o de ese saquito de temas que en mi tan absurda como entrañable máquina-mide-gustos rondarían el 10. Y no pierdo las esperanzas. Sigo en ello. Porque sigo creyendo que mientras más canales haya, mientras más medios autónomos surjan y mientras más distintos sean entre sí, a lo mejor, algún día, yo logro colar un gol. En ese espectro -que hoy desgraciadamente parece cada vez menos posible- de centenares de canales nacionales de todas las tendencias y todos los colores, surgirá uno (aunque sea por ley de probabilidades) que me sacuda el gustímetro. Me lo mueva de verdad y en el mejor sentido.

Por más poderoso que uno sea no se puede someter a los demás a la dictadura del propio gustímetro. Aunque todos alguna vez hayamos acariciado la idea, y sí, en la fantasía nos gustaría. En la vida real nos podemos ganar que algunos nos manden a guardar el gustímetro en lo más profundo de la anatomía. Y bien hecho.

lunes, 28 de mayo de 2007

Macho


Se siente bien el casco sobre la cabeza, porque al menos así la tengo ocupada con algo. Me respira mejor el pecho cuando se sabe enfundado dentro del chaleco antibalas. Pocas cosas se sienten mejor que subir y bajar los dedos por la cacha de la pistola. Esa cosa dura, sólida, maciza, esa rigidez que tanto añoro. Me siento viril, poderoso, invencible. Casi ni necesito el escudo antimotines ni la visera para cubrirme los ojos. Casi y me atrevo a quitarme la máscara e inhalar un poquito del gas lacrimógeno que yo mismo rocío. Soy tan fuerte y valiente en esos instantes que estoy seguro que ni se me irritarían las mucosas. Pero soy más fuerte aún cuando el sargento da la orden, cuando por fin me dan permiso para cumplir con mi deber, cuando puedo disparar a mansalva a esa gente violenta que agita sus banderas y camisas. Cuando puedo barrer de un manguerazo a esos periodistas armados con sus cámaras y micrófonos y a esos imbéciles que gritan: “No disparen, estamos desarmados”. O mejor, a esas viejas histéricas que nos dicen cobardes. Yo creo que lo que se siente mejor es cuando por fin te le logras acercar, con gran esfuerzo y coraje, y agarras a una mujer para batuquearla halada por los pelos contra el piso. Y qué rico es patear con mis botas militares a un hombre desmayado sobre el suelo. Aunque quizás más rico sea hacerlo con ayuda de ocho pares de botas más ¿sabes? cuando somos más hombres.

Me siento bien en mi traje de milico; porque casi, por fin, se me olvida lo poquita cosa que soy. Y cuando me pongo mi disfraz de macho casi ni me acuerdo del otro traje. Del que llevo cuando me quedo solo y todos ya se han ido. Así desnudo, apenas con mis pantaleticas y mi pinturita de labios, con aquel vacío tan grande por dentro que me devora las entrañas y que necesito llenar con cualquier cosa. El cañón de mi arma de reglamento huele a oscuridad, a secreto. Voy cayendo rendido ante el sueño, con esas imágenes luminosas del macho que a veces soy.

sábado, 26 de mayo de 2007

Neutro


“La revolución necesita ser regada con la sangre de los traidores” decía la pared. No venía del pulso nervioso de un graffitero, no era la pintada presurosa que se hace con spray cuando quien raya se sabe amparado por las sombras. Era un mural, de esos que se hace a plena luz del día y durante varios días, donde las letras son de molde y la pared es pintada de blanco pulquérrimo antes de que la brocha más pequeña se encargue de colorear las letras de rojo intenso. Uno de esos murales que cuentan con el beneplácito y el financiamiento de la autoridad. Y la gente se pasea indiferente al lado de esa pared, “es que nosotros somos neutrales” dirán. Pero es mentira, una cosa es ser neutral y otra es quedarse en neutro.

Quedarse en neutro es no saber encajar ninguna velocidad. No vas hacia delante ni hacia atrás. A ti te llevan las pendientes según se inclinen. Cuando se está en neutro es inútil cualquier cholazo, esas revoluciones del motor son gruñidos de perro que no sabe morder, esa aceleración sólo sirve para quedarse estático. Es llegar siempre a la final del mundial e irle a los dos equipos. Es el síndrome del que se jura diferente porque lleva puesto un uniforme distinto. Estar en neutro es encontrar el centro donde nada ocurre ni sacude, nada te toca; es el equilibrio tan anhelado que sólo se rompe cuando algo externo nos empuja por la bajada y nos estrella al fondo. Estar en neutro es jurar vivir cuando se está muerto. Es el sueño del aburrido, que no sueña ni repara fuerzas, simplemente dormita de puro fastidio.

La metáfora del rojo rojito que resume estas horas tristes –pero donde por debajo de la tristeza se agita la ira soterrada- se recoge en este mural que le mancha la cara a Altagracia de Orituco. Muy cerca del mural sediento de sangre de traidores –grupo en el que me incluyo y se debería incluir cualquiera a quien la frase no deje indiferente-, a las pocas calles, alguien pintó a José Gregorio Hernández. Y alguien, otro, éste sí armado con el bote de spray y amparado por la madrugada, le pintó la cara al Venerable.

Me pregunto qué motivará a alguien a encajar la primera, la segunda y llegarse hasta la quinta para, borracho de regocijo, chorrearle los ojos y el mostacho al Doctor Hernández. Qué habrá dentro del cerebro de alguien que se siente pleno porque le convirtió en mamarrachada aquello que con buena fe otro dibujó. Y luego, de regreso a casa, dejándose despeñar por la calle, pasarle por al lado a aquello que reclama riego rojo para alimentar la revolución –líquido que hoy puede habitar dentro un familiar, un amigo, un hijo; y que mañana será seguramente el suyo propio- y, sin embargo, allí sí, permanecer absoluta e irremediablemente en neutro. Con la estéril soberbia de quien está por encima de todo, del que jura cagar por encima del culo.

El destino, compatriota neutralizado, es quien espera en la bajadita; mosca, pega durísimo y cuando menos lo esperas.

sábado, 19 de mayo de 2007

Formas peliculeras de salir de una fiesta.



Por encadenado de disolvencias
Típico de esa gente que desde el momento en que dice “me voy” hasta el instante en que de hecho se van pasan por lo menos 2 horas. Se van despidiendo por estaciones y se les va media hora en cada una. Pueden tardar más de una hora para traspasar el umbral de la puerta y otra más en la mitad de la calle, en plena madrugada, paranoicos porque los van a asaltar o porque mosca que viene un tipo rarísimo en aquella acera. Pero igual no se van, aunque pasen frío, aunque bostecen, aunque se haya agotado todo tema de conversación, aunque les duelan las piernas y tengan que recostarse del capó o de un hidrante. O hasta que, de hecho, el tipo rarísimo los asalta.

Por fundido a negro (fade to black)
Suele ser gente que llega muy animada a la fiesta pero cuando van por la mitad de la noche comienzan a cabecear y los ojos se les van poniendo rojos. Cuando ya la fiesta va por la altura de “bájense de la mula para ir a comprar otra botella” o “qué tal si nos vamos a bailar a otro sitio” ya ellos no están. O sea, sí están, pero sólo de cuerpo presente porque el cerebro se les apagó hace rato. Duermen sobre el sofá con el respectivo charco de saliva sobre el cojín o los dejan en cualquier estacionamiento medio acostados en el asiento trasero mientras todos rumbean.

Ejemplo:
-Arístides ¿y qué pasó con Mary que hace rato que no la veo, la fuiste a llevar a su casa?
-No, vale, la dejé durmiendo en asiento de atrás del carro; pero yo no creo que le pase nada porque hay un módulo policial por ahí cerca.
-Ah, bueno, tranquilo.

Por fundido a blanco (Flash)

Mejor vamos con el ejemplo de unas:
-Pana, Maritza se desmayó.
-Coño ¿y qué le pasó?
-Se tomó cuatro cuba libres, dos gin tonics, cuando se acabó el ron y la ginebra alguien se sacó una botella de tequila y entre tequilazo y tequilazo –yo creo que ella se mandó como 5 shots- rodamos un porro. A la tercera calada se desplomó.
-Claro, pana, tiene una pálida brutal.
-Ah, con razón está así de blanca.

Por fundido a rojo (fade to red -o a cualquier otro color imaginable-)
Y… mejor vamos con otro ejemplo:
-Pana, Maritza se desmayó.
-Coño, y qué le pasó ahora.
-Se tomó 5 whiskys, 3 destornilladores. 5 ó 6 pases. Estaba demasiado high y entonces se bajó las revoluciones con un porro que parecía un palo de escoba. Pero luego le dolía la cabeza y se metió 3 Ibuprofenos; pero se nos ocurrió que a lo mejor lo que tenía era una crisis alérgica y se empujó par de Polaramines. Y entonces comenzó a respirar con dificultad y nos dijo: “el asma, lo que tengo es asma, pásenme la bomba del asma que está en mi cartera”. Y cuando iba por el tercer bombazo, de cuatro que se iba a mandar, se puso roja rojita y se desmayó.
-Vámonos ya para emergencia.

Por corte caliente
Es la gente que se levanta de pronto en la emergencia de un hospital con la cabeza vendada, o con un yeso, o entubado, o con 25 puntos internos y 30 externos, o con todas esas cosas juntas. Ellos se quejan ahora desde una cama clínica y lo último que recuerdan es que hace nadita estaban rumbeando en una fiesta.

Ejemplo 1:
-Pero bueno, marciano, qué te pasó güevón.
-Que yo los veía a ustedes en la calle haciéndome señas para que nos fuéramos y venía saltando las escaleras de tres en tres y cuando estaba a punto de cruzar la puerta del edificio todo se apagó. Puf. Aparecí aquí.
-Claro, marciano de mierda, la puerta de vidrio estaba cerrada. Te estrellaste con todo. No dejaste ni un trocito en pie. Y esa vaina cuesta un realero. Por cierto, hicimos una vaca y nos alcanza sólo para ponerte 5 puntos de sutura. Te faltan como 20 más ¿Cuánto tienes tú ahí?

Ejemplo 2:
-Me dio un súper ataque de asma en esa fiesta, ¿verdad?
-Maritza, mejor dejamos esto hasta aquí. Necesito un tiempo.

lunes, 14 de mayo de 2007

Palabras perdidas


Lost Words (de Andrei Petrov)


El Compa conversa mientras yo intento una finta. Se me barre a los pies sin perder el hilo de lo que viene diciendo, me roba el balón, se perfila hacia la arquería mientras grita el complemento directo de una oración y chuta de izquierda. Golazo que se cuela por la esquina superior izquierda. El Compa a los 8 es un gran futbolista. Y un excelente conversador. Es la única persona que conozco en el mundo que ejecuta ambas cosas al mismo tiempo sin que ninguna le robe aliento a la otra.

-Se me fue la palabra- dice, mientras intenta recuperar lo que decía- Siempre se me va una palabra.

-¿Cómo es eso, Compa?

-Todos los días se me pierde una palabra. Estoy en el medio de un cuento y entonces cuando voy a decir algo hay una palabra que no me sale. La tengo en la punta de la lengua, Compa, pero entonces se me olvida.

-Sí, chamo, nos pasa a todos.

-¿A dónde se irán todas esas palabras que uno pierde?- recoge el balón del fondo de las mallas y lo coloca en el centro del campo- 3 a 2 a favor mío, sacas tú.


Esa noche me acuesto y para variar me visita el insomnio. Se me instala como una señora gorda que se sienta sobre el colchón y desequilibra toda la cama. Mi esposa duerme hermosa y plácida; ella sí que nunca la siente, a pesar de lo flaquita y lo delicada. Yo siento la cabeza bullir, una olla de presión a la que se ha perdido la tapita para botar el aire caliente. Una máquina del perpetuo movimiento que juega al fútbol mientras investiga dónde queda ese lugar extraño a donde van a para las palabras perdidas. Walter Benjamin decía que la memoria funcionaba como un relámpago, es el instante fulgurante donde se encuentran el pasado y el ahora. Quien logra aprovechar ese relámpago para traducirlo en palabras y vaciarlo sobre el papel es el escritor o el poeta. Pero el fogonazo no dura nada, su fugacidad es cruel, así que casi siempre se nos va. O casi siempre decimos: más tarde lo escribo, yo lo retomo luego cuando tenga más tiempo. Pero puedes apostarlo que ya no será lo mismo, ya no será igual. Ese relámpago huye. Quizás al mismo lugar donde habitan las palabras fugitivas.

Recreo una vez más -una y otra vez- el gol con el que empaté a 3 el juego de la tarde. Y de fondo musical escucho la respiración calma de mi flaca fundida con la angustia futbolística del Compa: a dónde se me irán las palabras que pierdo día a día. Y se me ocurre en un relámpago benjaminiano que en un mundo paralelo existe un alambique, una máquina prodigiosa que cuenta con un embudo por donde se deslizan todas esas palabras que tuvimos en la punta de la lengua pero que se nos escaparon para impedirnos decir en ese instante aquello que veníamos diciendo. Las palabras son vivas, se nos esconden a propósito porque saben que están destinadas a tareas más nobles. Llegan al alambique y caen -pegando gritos atómicos de felicidad como por un tobogán- a la caldera donde se funden unas con otras. Allí la palabra chocolate se funde con caballo y por la manguera de salida de la máquina surge un chocolallo tamaño natural que relincha y galopa por el espacio. Por la mañana se nos pierde “hojilla” y por la tarde “gamuza”, en la noche el alambique produce gamujillas. Las gamujillas sirven para hacerse cosquillas en las venas. O para consentirse por las mañanas los pelos de la barba.

En ese alambique imposible escondido en el lugar donde van a caer las palabras perdidas se escriben esas novelas fantásticas que siempre hemos querido escribir pero para las que nunca encontramos tiempo. Se conciben y paren los poemas que jamás escribiremos en esta vida. En el corazón de esa máquina las palabras se fusionan, hacen el amor, se combinan y se enamoran, tienen retoños prodigiosos. Son como criaturas extremadamente hermosas que no tienen cabida en este mundo pero sí en otros.

Antes de dormir, fulminado por el agotamiento y por el aluvión de imágenes, pienso en abrirme un fondo de donaciones para palabras perdidas. Voy a pedirle al Compa -en el próximo juego de fútbol, justo cuando vuelva a anotar el gol de la victoria- que si no le importa me regale sus palabras perdidas. Quizás con la suyas, más las mías, más algunas otras que alguien más por allí me quiera ceder, acabe yo reuniendo la materia prima para escribir ese universo con el que siempre sueño poder atrapar. Quién sabe, algún día.