miércoles, 27 de junio de 2007

Grado de dificultad


La vida se parece mucho al salto de un clavadista. Un tipo semidesnudo que se para de puntillas sobre una plataforma y se dispone a lanzarse al vacío con la esperanza de que al final del trayecto la caída sea limpia. Sin salpicar mucho, sin que se note tanto la costura, contorneando el cuerpo con cien trucos para maquillar el error. Hay veces que la persona inicia la caída parada de manos, o aferrada con la punta del dedo gordo del pie mientras le da la espalda al abismo. Y el comentarista dice: “Allí viene fulano, que se dispone a ejecutar un triple mortal con tirabuzón invertido; un salto de dificultad 2.7”. Y fulano se concentra, le tiembla un poco la barbilla, respira, se asoma a la nada que allá abajo pinta azul, toma impulso y se lanza.

-Hay gente, a lo Greg Louganis, que un día le pega la cabeza a la plataforma apenas comienza el salto. Caen ya desmayados y no salen del agua por sus propios medios. Y todos dicen “pobre”, “qué horror”, “qué lástima”. Pero los jueces, solemnes, levantan sus cartoncitos y puntúan 0. Gracias por el intento pero estás descalificado.

-Hay gente que lleva la vida como los clavadistas que se lanzan al acantilado en Acapulco. Tienen que calcular justo cuándo lanzarse, cuándo la cosa está en su punto de mayor profundidad, cuando la marea les garantiza que los recibirá con agua y no con roca. Es un rollo eso de ser tan suicida y tan calculador al mismo tiempo. Pero, sí, es un estilo.

-Hay gente que para cruzar la calle, para comerse un sándwich o para dar un beso se imponen un salto con inicio en parada de manos invertida, doble mortal con triple tirabuzón a la izquierda y dos a la derecha. Y eso que era facilito, para hacerlo sin pensar, lo convierten en un rizoma intrincadísimo.

-Hay otros que de tan sencillo que se empeñan en vivir su clavado lo hacen todo complicado. Quieren lanzarse siempre de la plataforma de diez metros pero en caída libre, apenas dando un pasito al frente, parados para caer siempre de pie, sin jugarse una sola pirueta. Siempre el desayuno tiene que ser pan blanco con queso paisa libre de sal. Y cuando las cosas no son lo suficientemente sencillas como ellos quieren se sientan de culo en la plataforma y no saltan, aunque todo el mundo esté haciendo cola detrás de ellos queriendo lanzarse a inventar su propia historia. Ahora no salto. Ahora no como. No como ni salto más nunca. Ni modo, a buscarse otra piscina.

-Hay veces en que no se tiene ni la capacidad ni el talento ni el trayecto para hacer un salto de dificultad 1.5 pero nos empecinamos en vivirlo todo con dificultad 3. Acaparamos el trampolín chiquito de 3 metros y nos subimos y nos lanzamos, para hacer un cuádruple mortal con 7 tirabuzones en escuadra invertida, nos subimos y nos lanzamos, nos subimos y lanzamos, y todo el mundo está muerto del fastidio o de la angustia, porque estamos rojos de darnos platanazos brutales, de molernos las cervicales con cada mala caída, de sacarle un metro cúbico de agua a la piscina en cada chapuzón, pero igual no soltamos ese trampolín. Coño, que no, hasta que me salga.

-Hay veces que el letrero en rojo nos advierte: precaución, no se zambulla, agua contaminada de profundidad 50 cm. Y uno corre quitándose la ropa como un carajito, tomando impulso desde la acera de enfrente, y se lanza un clavado hermoso. Porque no lo podemos evitar. Acaso porque es la única manera que sabemos.

-Hay gente que no salta, que no lo intenta, que le transcurre la vida sin mojarse; pero que se burla de los que sí. Se ríe, se llena la existencia hueca con comentarios preclaros y corrosivos. Y siempre están prestos a sacar con autoridad su cartoncito con el 0. Esos no están interesados ni en saltar ni en el salto los demás. Están pendientes de cómo pasar a la historia como los dueños del arte de hacer clavados… y, si se puede, de la piscina.

-Hay gente que se lanza sólo cuando no hay agua. O cuando el trampolín es el balcón de su edificio y la piscina -ese punto azuloso por allá- está ocho pisos más abajo. A esos no les importa el salto, les importa la caída.

-Hay personas que te regalan saltos sublimes. Un clavado de ensueño como si fuera un accidente afortunado –que también los hay-. A veces te los regalan sin darse cuenta. Sin que tú se los pidas. No acabas de verlos entrar al agua y sin saber por qué ya estás tú subiendo las escalerillas con unas ganas mundiales de intentarlo a ver qué tal te sale el tuyo.

jueves, 21 de junio de 2007

Cien


Como este es mi post número 100 estaba pensando en algo especial para celebrarlo: Pensé hacer un recorrido de 100 cuadras por Caracas con una maleta y en cada una escoger el objeto más absurdo que encontrara para así recopilar 100 de las cosas más insólitas que uno se pueda encontrar en la vida. Luego decidí que mejor hacía un listado de las 100 palabras más espeluznantes que le había escuchado inventar a los personeros del régimen, de esas que suenan cultas pero no son, pero cuando iba por la 27 me comenzó a dar miedo, miedo paralizante, y abandoné. Entonces pensé en inventar 100 reflexiones que veríamos en las vallas del androide vendedor de whisky si el androide fuera utilizado para hacerle campaña al gobierno; pero me dio más miedo todavía, no fuera cosa que por algún accidente acabara yo hablando y pensando así.

Pero de tanto darle vueltas al número 100, de tanto que lo tenía rondando noche y día y madrugada insomne por la cabeza de pronto entendí todo. Me di cuenta de lo importante que era el 100 en mi vida. Que definitivamente algo mágico, entrañable, poderoso, vertiginoso ocurre entre el número 100 y mi persona. He aquí los hallazgos:

-Si tú sumas los coeficientes intelectuales de 100 uniformados de esos que garantizan la seguridad en una marcha, entre toditos los 100 te dan un cerebro de mi pana Tureco, el Chow Chow.

-Si tú sumas las letras del nombre Jessy más las de William (así, como la primera dama encargada) te da un número extrañísimo que no se entiende pero que a mi amigo numerólogo le parece como un 69, ambiguo, como con letra de carajito que está practicando con la zurda, pero sí, da 69. Más 31 que son los nuevos ministerios para el poder popular que se han inventado en los últimos años (el del maní y el ajonjolí, el de la alimentación light, el de la toalla sanitaria de pelo de guama, entre otros): Eso da 100.

-Yo tardo 45 minutos de mi casa al trabajo, llego y subo 3 pisos, cuando salgo tardo 90 minutos en la cola y a lo largo del día he visto 38 fotos de Chávez disfrazado de cualquier cosa. Entonces: 45 + 3 + 90 = 138 – 38 esteticidios perpetrados por Chávez, da 100. Es impresionante.

-Yo todos los días evito caer en 27 huecos (algunos deben ser imaginarios porque Bernal aseguró que en toda Caracas sólo quedan 11 sin asfaltar), en la autopista casi atropello o soy atropellado por 43 motorizados, mento madre 16 veces y me la mentan de vuelta 25. Eso quiere decir que 27 + 43 + 16 + 25 -11 (que no cuentan porque no son huecos ni son nada porque no existen): ¡Da 100!

-Cuando yo nací el día 12 del mes 7, mi papá tenía 43, mi mamá 33, mi hermana mayor 6 y la menor 4. Eso da 105, pero si le sumamos las ideas felices que han tenido el canciller Maduro y el Ministro Pedro Carreño a lo largo de sus vidas (me da un número negativo): -5. Así que de nuevo todo cuadra en 100.

-Si tu sacas la raíz cúbica de 145798345 te da un número que no tengo la menor idea de cuál es; pero ponle que te da algo así como… 97, a eso tú le sumas las notas del primer parcial de geometría descriptiva y de análisis matemático (del semestre en que se me ocurrió estudiar ingeniería) y eso da 100. No salgo del asombro.

-Estamos condenados a verle la cara a Chávez todos los días 40 veces. Pero hay una foto monumental que cuelga de los edificios donde el pana sale embutido dentro de un sombrerito de pescador margariteño, cargando a un niño aterrorizado (obviamente), esa solita es tan dura que vale por 60. Mira tú: 40 + 60 = 100.

-En este momento son las 4:58 AM del 21 del mes 6. Y me acuerdo de mi sobrinita que tiene 11. Eso suma 100 Y también pienso en la cantidad de horas efectivas de trabajo que tienen el Fiscal General, el Defensor del Pueblo y el Contralor General desde que asumieron sus cargos. Y fíjense: 100 + 0 + 0 + 0 = 100. No me lo creo.

-Ayer le dieron pasaportes y cédulas de venezolanos a 223 chinos que no saben ni decir sí en español. Y aseguran que fueron 123 los niños que salieron corriendo despavoridos (¡Mamá, por favor, auxilio, mi mamá. Yo prefiero una con el Conde del Guácharo original!) antes de aceptar tomarse la foto cargados por Chávez disfrazado de pescador oriental. Ojo: 223 – 123 da 100.

-Si tu sumas los supuestos intentos de magnicidio que asegura haber sufrido Fidel: 58, más los de Chávez: 28, más los que han rebotado a William Lara en lo que va de mes: 14 (“coño, esos sí que son muy descabellados, William Lara, mejor esos ni los comentes que dan pena”), más el número de afectos al régimen que dejarán comentarios constructivos y amistosos en este post; la cosa daría: 58 + 28 + 14 + 0 = 100.

Regreso a la cama en shock. Tiene que tratarse de un mensaje de ultratumba.


lunes, 18 de junio de 2007

El otro poder de Sasturain.


No tenía mucho dinero y tampoco era lo que buscaba, pero fue el librito el que me silbó desde una esquina. Eché una última ojeada a los lomos ya caminando de espaldas para salir de la librería cuando de pronto lo descubrí: “Picado grueso” de Juan Sasturain. Un flaquito de100 páginas y menos de 15 centímetros de alto. Me acordé del hombre que apagó el sol años atrás y sentí que era una pequeña deuda histórica llevarlo conmigo. Se lo debía. Me lo debía a mí mismo.

Picado grueso contiene una curiosa selección de cuentos de fútbol. Al parecer Sasturain estuvo a punto de ser futbolista de primera división, era un delantero prometedor, pero una lesión de rodilla lo apartó de la cancha y lo sentó más cerca de la máquina de escribir. Para quienes nos gustan el fútbol y la literatura estas cosas tienen gusto a justo empate. Sobre todo cuando uno se topa con “Veo meo” un extraño híbrido a medio camino entre el cuento fantástico y la crónica periodística que relata sobre los descubrimientos hechos por las autoridades responsables de remodelar el estadio Maracaná de Rio de Janeiro.

Sasturain cita en medio del cuento (no sabemos si es una cita real o si es un falso documental surgido de su imaginación) una supuesta nota de prensa publicada en el diario carioca “O Dia” del sábado 8 de septiembre, donde las autoridades Luis Eduardo Cardoso y Francisco Carvalho declaran: “La puesta a punto del Maracaná, 50 años después de su construcción para el mundial costará al estado 30 millones de dólares. Los daños provocados por la manía de los hinchas brasileños de orinar fuera de los lugares habilitados provocó la corrosión de las estructuras del Maracaná. Estamos impresionados. Los daños son tan importantes que tuvimos que duplicar las inversiones destinadas a la recuperación de la estructura de hormigón armado de las principales rampas de acceso a las graderías del estadio. El amoníaco de la orina actúa como un ácido sobre los armazones de acero, que terminan por oxidarse”. Y dicho esto colocaron sobre la mesa, para que los reporteros gráficos y televisivos pudieran registrarlo, un pedazo de metal achicharrado a meos que había sido testigo de las altas y bajas de la torcida brasileña. Agregaron, para culminar la rueda de prensa, que habían comprobado que los hinchas se contienen hasta el entretiempo para no perderse ni un minuto del partido. Pero cuando llega el momento de ir al baño les da pereza hacer la cola. Los hombres brasileños –y sabemos que esto no es en lo absoluto algo exclusivo de ellos- aprenden desde muy pequeños a que son libres de orinar en cualquier parte donde la gana apremie.

Se me ocurre leyendo a Sasturain que se pudiera organizar un masivo acto psicomágico de esos que predica el gran Alejandro Jodorowsky. Un gran performance colectivo para estos tiempos de la Copa América en los que el estado se quiere robar la fiesta, apropiarse de la vinotinto, ponerle otros colores a la fanaticada y convencer a la humanidad a fuerza de propaganda de que los comedores de arepa somos más futboleros que el resto del continente. Y que nadamos en la marea roja de la felicidad. Es inevitable pensar en esos enormes y costosos estadios con capacidades para cincuenta mil hinchas que se verán rojísimos y plenísimos durante la copa pero que luego no tendrán ni cinco mil entradas cuando se acabe la fiesta y sobrevenga la cruda realidad del fútbol nacional. Para lograr ese acto reivindicativo en que metafóricamente alcancemos la cura tendríamos que traer –cordialmente invitado o secuestrado de llegar a negarse- a Juan Sasturain para que lea públicamente “Veo meo” y en medio de la lectura, justo cuando se exhibe el trozo achicharrado a punta de orines como evidencia, que ocurra un eclipse –porque no olvidemos que Sasturain tiene el poder de apagar el sol-. Masivamente, en trance, la audiencia se dirigirá en marchas colosales hasta el estadio más cercano y entonces todos vaciarán al unísono sus vejigas sobre las enormes estructuras de acero y hormigón. Yo quisiera registrar con mi cámara esa manifestación masiva de poder. Será, literalmente, un chorro de gente.

Y, claro, pueden apostar que ocurrirá contra viento y marea la copa América. Aunque estratégicamente haya que poner una que otra tanqueta en las autopistas, para resguardar la seguridad de quién sabe quién o porque no sea cosa que. Y la vinotinto y su fanaticada se vestirán como nunca de rojas rojísimas. El fútbol no tiene la culpa. El rojo tampoco. Pero al menos luego de este acto psicomágico cada uno de los participantes volverá a casa definitivamente más aliviado, con la convicción de haber hecho algo para protestar que le surgió realmente de adentro. Así cura Jodorowsky a sus pacientes ¿Y por qué no?


jueves, 14 de junio de 2007

Los súper poderes de Sasturain (parte 1)




Juan Sasturain nos citó en su casa un día de verano de 2002 a las once. La entrevista iría sobre su carrera como guionista de historietas. Lo sentamos en un sillón de la sala junto a la ventana que daba al patio interno, como fondo tenía su imponente biblioteca. Apenas harían falta un par de luces de relleno y un contraluz discreto para compensar el chorro de luz que se colaba por los cristales. “¿A ver, chicos, me quito los anteojos? Digo, por el reflejo que dan a cámara”. “No, con los anteojos está bien, como se sienta Usted más cómodo”. “Ah, bueno, con anteojos mejor”.

Bastó una sola pregunta, la inicial para romper el hielo, para que Juan Sasturain nos sumergiera en un universo aparte y nos regalara una de las entrevistas más impresionantes de la vida. Nos habló de su “Perramus”, un héroe sin memoria que debe su nombre a la etiqueta de su impermeable –el único bien que tiene-, y que fuera construido con la ayuda del dibujante Alberto Breccia. El persoanje llega a la ciudad de Santa María, una especie de Buenos Aires paralela gobernada por los Mariscales (dibujados como cadáveres) que tratan de imponer su férrea dictadura pero son saboteados por una organización clandestina llamada la Triple V. Jorge Luis Borges es uno de los colaboradores de la conspiración y en sus conferencias transmite a los revolucionarios mensajes subversivos cifrados entre los versos de Quevedo. Más adelante Borges, en otro episodio de Perramus, ganará ese Nobel que la vida le negó.

Pero lo insólito es que Juan Sasturain, haciendo alarde de sus dotes de narrador, comienza a hablarnos de Perramus y de ese universo paralelo como si se tratara de un documental, como si él estuviera develando la otra historia, la que fue silenciada o la que no fue. Podría jurar que Sasturain no hablaba de un personaje de cómic, estaba refiriéndose a una persona que parecía ser su padre, su hermano, acaso su hijo. Y en un punto, cuando está refiriéndose a la parte más oscura, la más tenebrosa, un instante en que Perramus se encara con la muerte, ocurrió lo inexplicable: una enorme nube gris tapó el sol y se hizo la oscuridad. Una oscuridad nocturna en pleno mediodía del verano austral. Sasturain, sin interrumpirse, siguió hablando del descenso a los infiernos, de los cadáveres, del oscuro poder de los militares y la fragilidad casi febril de la resistencia. Nosotros no sabíamos si cortar o seguir grabando. Teníamos miedo, miedo del que te afloja las piernas, pero también miedo de romper el encanto. Apenas se veían los tímidos reflejos de las luces sobre sus lentes mientras el hombre relataba, sin parar, con una voz ronca que parecía no ser suya, sobre el desasosiego, la duda y la soledad del héroe.

Al rato pasó la nube, y con la nube se fue ese paréntesis de vértigo. Volvió la luz, Juan Sasturain nos ofrecía un té, sonreía, se lo notaba radiante, afable, listo para comerse un asado.

Cuando terminamos de recoger los equipos nos despedimos con un abrazo y llamamos al ascensor. Durante el descenso: “Qué cosa tan rara la que pasó, ¿no?” dije. “Chamo, a mí me dio caga y todo” me contestó el productor. “Yo creo que este pana está tan metido en sus cómics que terminó convertido en unos de sus personajes” sostuvo el camarógrafo.

“Papá, yo te digo una vaina, ese hombre acaba de apagar el día” agregó Richita. Creo que no existe frase más feliz para explicarlo.


lunes, 11 de junio de 2007

Tindersticks en la memoria


En el año 2000 la revista Melody Maker invitó a sus críticos a votar por la que consideraban la canción más triste de la década de los 90. Ganó, con sobrados méritos, “My Sister” de los Tindersticks. “Do you remember my sister? How many mistakes did she make with those never blinking eyes” (¿Recuerdas a mi hermana? Cuántos errores cometió con aquellos sus ojos que nunca parpadeaban), así comienza la canción y a partir de esa puñalada inicial se comienza a tejer un relato musical cruel, decadente, pero no exento de hermosura sobre la relación entre dos hermanos. La cuenta el sobreviviente. La hermana queda ciega a los cinco, el juego que acostumbran jugar es que él abre las ventanas y ella se asoma para describir lo que imagina en el jardín: “puedo ver estrellitas como luces de navidad, piedras brillantes de colores, planetas mostaza y naranja que giran, un gran tigre saltando sobre los peces que se despedazan en aletas azules, colas amarillas, burbujas”. Él mira el jardín crecido que papá nunca arregla, la casa gris del vecino a punto de venirse abajo. Y cierra las cortinas. A los diez la hermana quema la casa, dicen lo bomberos que por estar fumando en la cama, la vieja historia. Entre las llamas mueren el gato y mamá. A los trece, el día de su cumpleaños, cae en un pozo en casa de la tía. Milagrosamente, durante la convalecencia, recupera la vista. Por eso es que sus ojos nunca parpadean. “Me recuerdan al pozo donde te caíste” dice él y se ríen ambos. A los quince se muda con el entrenador de un gimnasio, pero a los tres años, en una discusión, él pierde la cabeza y la golpea con su maletín lleno de pesas y barras metálicas. Nunca más ella se pudo parar de la silla de ruedas, ni sentir la brasa del cigarrillo que por diversión se apagaba en el dorso de la mano derecha. “La enterramos cuando tenía 32. Yo, mi tía, el vicario y el tipo que cavó la fosa. Ella pidió no ser cremada y escogió la urna más barata, así los gusanos podrían llegarle más rápido. Decía que le gustaba esa idea, aunque yo creo que se debía a lo que pasó con el gato y con mamá”.

Fin de la historia, suenan los violines, el chelo, el piano, la música que nos cuenta ya sin letra que ahora a la hermana le va mejor.

Fuimos a ver a los Tindersticks, esa banda de borrachos depresivos y además tristes –como bien la describe un amigo- y cuando nos sentamos en el piso de arriba, acomodados contra la baranda, con los pies colgando sobre el vacío y sorbiendo casi con culpa y nostalgia la cervecita a cinco euros, le comenté a mi amiga Diana: “Creo que si tocan My Sister me muero en esta vaina”. A lo que dijo: “Uy, sí, esto va a estar horrible. Qué bueno”.

Tocaron los Tindersticks con esa oscuridad a madera húmeda que los caracteriza, con ese sonido melancólico con gusto a noche en el bosque (será porque son de Sherwood, el bosque donde robaba a quien se lo merecía Robin Hood). Y sí, fue bueno, pero no fue lo que nos esperábamos. Estuvo impecable y sin embargo algo crucial falló. Hay una magia que uno espera de los conciertos que rara vez se presenta. Cuando se encendieron las luces yo aún esperaba que los roadies, en una rebelión inaudita, en vez de guardar los instrumentos se los colgaran y tocaran como los Tindersticks no supieron. Pero los roadies se guardaron la revuelta para otra ocasión. Lástima.

Ya de salida, cuando nos sacudíamos el polvo de los pantalanes y nos disponíamos a bajar, apareció un amigo colombiano de Diana, Jairo Alejandro –o algo así-, que venía excesivamente condimentado quién sabe con qué. Apenas nos presentan me arrastra hasta el borde de la baranda y me dice: “Oye, hermano, perdona… pero tú estás saliendo con Diana… es que a mí me gusta y yo quiero salir con ella”. Y yo le digo que no, que tranquilo, que ella y yo somos amigos desde hace años, que si quiere salir con ella que mejor se le pregunta directamente. Y me dice: “Es que si me dice que no, me lanzo”, a lo que agrega inmediatamente: “Es más, mejor me lanzo de una vez”. Dicho y hecho: coge impulso e intenta saltar por la baranda, como si no se diera cuenta que hay buenos cuatro metros entre el segundo y el primer piso. Queda colgando con la mitad del cuerpo en el vacío a punto de caer de cabeza. Lo agarro por los pantalones, Diana se aferra a su chaqueta, amigos y extraños nos dan una mano hasta que lo devolvemos tirado por los interiores a tierra sin que se rompa la cabeza. Diana acepta salir con él, el sábado, no sea cosa que ahora la emprenda a mordiscos contra un vaso.

-¿Sabes qué? –comenta Diana ya en el metro, después de que nos recobramos del susto- yo creo que a mí me gusta Jairo Alejandro. Me gusta en serio ¿qué hago?

Yo me quedé en silencio. Nada, excepto insultos, se me ocurría. Y allí me di cuenta, como si me cayera una bolsa de arena en el cerebro, que los Tindersticks no habían tocado My Sister. Más grave aún: que de ahora en más, cada vez que la escuchara, habría un ruido en la frecuencia, un fantasma ridículo que se había asomado para quedarse instalado allí, como un cuadro colado en el video, recordándome que estaba dispuesto a lanzarse por la baranda si acaso le decían que no.



No encontré el video de My Sister -creo que no existe- pero aquí hay una muestra de a qué saben los Tindersticks.

lunes, 4 de junio de 2007

El viejo y los hombres de uniforme.


Yo estaba en mi cuarto ese 5 de julio y los escuché venir, salí corriendo saltando entre zapatos, pelotas de fútbol, la cesta de la ropa sucia, brinqué a mis dos hermanas, planeé sobre Mitsu el gato, giré la curva utilizando la cintura de mamá como pivote y me lancé al jardín a velocidad supersónica, mucho más rápido que los jets que estaban a punto de sobrevolar el techo de la casa. Eran cuatro Mirage, en perfecta formación de rombo. Levanté el dedo y le dije emocionado al viejo que se me había unido:

-Mira, papá: esos son aviones caza Mirage PG-1, hechos en Francia, se les reconoce por las alas en delta que forman un triángulo equilátero.

-Ah, mira tú –me respondió con un tono entre indiferente y triste.

-Pero yo creo que me gustan más los F-16 que seguro vienen ahora. Son más bonitos.

Y cuando pasaron los F-16 silbando sobre nuestras cabezas yo casi aplaudo, y casi se me aguan los ojos cinco segundos después, cuando se perdieron entre las ramas de los eucaliptos, detrás de la montaña del Volcán.

-A ti cuáles te gustan más, papá, ¿los Mirage o los F-16?

-A mí no me gusta ninguno, chamo. Porque esas bellezas de aviones sólo sirven para matar gente.

Allí, por primera vez, entendí todo. Me cayó el reactivo en la solución genética. No puede haber nada de hermoso en unos sujetos cuya vocación sea la de aniquilar la mayor cantidad de gente con el mínimo esfuerzo. Y pocas frases hechas son tan patéticas como: “los organismos de inteligencia militar” o “las artes y ciencias de la guerra”. No puede haber nada de admirable ni de artístico en un individuo cuyo poder radica en el calibre del armamento que porta y que exige llamarse “la autoridad” porque se sabe respaldado por un arma, o por una tropa, mientras tú estás indefenso.

Hoy veo a los jóvenes que salen a manifestar con una dignidad y una fortaleza que merece todo mi respeto. Los veo armados de cámaras de fotos y video, de banderas, de pancartas, de esas ideas esenciales que en el mundo de los adultos parecen haber perdido en estos tiempos todo significado. No tienen miedo porque los jóvenes no saben lo que es eso; se creen inmortales -y de alguna manera lo son-. Los mueve la rebeldía, esa hermosa savia que fluye entre la juventud cuando se sabe viva: cambiar al mundo porque no sirve tal cual como está. Ningún joven que se respeta estará jamás a favor del gobierno de turno, ningún joven de verdad se quiebra ante la autoridad, porque siempre quieren más, siempre lo quieren mejor, siempre lo sueñan distinto.

Me estruja el alma pensar que estos jóvenes tendrán que vérselas tarde o temprano con los hombres de uniforme. Tendrán que ser lo suficientemente inteligentes, valientes y enteros como para dejar en plantas de pie a quienes calzan botas militares. Tendrán que saber negociar con esos mismos uniformados, hoy disfrazados de civiles, que en el 92 –cuando estos universitarios eran niños que apenas hablaban- a fuerza de fusil y metralla cerraron otro canal de televisión, el 8, el del Estado; y que “negociaron” (de la única manera que a la hora de la chiquita saben hacer) con la gente que allí estaba trabajando: hasta con quince tiros de FAL.

O quizás le tocará verse frente a frente con otros, igual de brutos, igual de violentos, igual de cobardes, igual de convencidos de tener toda la razón, sólo que al otro lado del espectro. Que pretenderán borrar todo vestigio de rojo y pintarle la vida a todos, les guste o no, de azul azulito.

Y sin embargo, me aferro a este nuevo clavo ardiente que martillan los jóvenes. Hay algo indescifrable que me ancla a la esperanza. Los estudiantes sabrán, los estudiantes podrán. El resto serviremos de apoyo.

Recuerdo pasar con papá rumbo a su natal Guanare -unos quince años después de aquel día de los aviones- por la alcabala militar que hay en Tinaquillo, Estado Cojedes. Allí lo pusieron preso a mediados de los 50. Lo había denunciado ante la Seguridad Nacional un alumno de nombre “Anselmito” con quien el viejo se reunía en la clandestinidad, para contarle, junto a otros estudiantes de Portuguesa y Barinas, de todo ese mundo de libertades y justicias que la dictadura les estaba vetando. Papá, que iba de copiloto, se le quedó viendo fijo a los ojos al par de gorilas que se asomaban por las ventanillas y con aire de perdonavidas nos hacían el gesto cesariano: “Pasad, os dejamos con vida esta vez”. Estoy seguro de que un universo de recuerdos terribles se le precipitó el viejo en ese instante y que se tradujo en un apretón de puños contra la pierna. Y en un silencio de varios minutos.

-¿Cómo hiciste tú que no has disparado un tiro en la vida para luchar contra esa gente?- le pregunté unos kilómetro más tarde.

-Pues cuando uno no sabe disparar y no sabe tirar piedras, uno hace lo único que la dignidad le pida que haga: el que escribe que escriba, el que pinta que pinte, el cineasta que filme, el que tenga ideas que las hable. Yo preferí no quedarme callado. Acabé preso. Y menos mal.

Yo no lloraba frente al viejo desde los quince. Esa tarde en la carretera que lleva al llano estuve a punto. De vaina me quiebro ese día, pero me contuve. De llegar a hacerlo lo hubiera hecho de puro orgullo, de puro contento que estaba por ser el hijo de un valiente. Algo similar a lo que me pasa cuando veo a estos chamos sacudiéndose el letargo. Por alguna maravillosa razón que nadie pudiera explicar, se me ocurre que fueron y son alumnos del viejo. Y sí, parecen estar claros, son momentos en que cada quien debe hacer según le dicte su dignidad.