jueves, 31 de enero de 2008

Teoría sobre lagartos



El primer día que reparé en el detalle se trataba simplemente de una cáscara de huevo cocido tirada allí al borde del camino. Un obrero se lo habrá desayunado mientras andaba rumbo a la construcción y dejó caer la concha dura, partida por la mitad, sobre la tierra -“esto sirve de abono para las matas”-. Al día siguiente, misma hora, pasé de nuevo por la curva del huevo y entonces descubrí que la cáscara ya no estaba vacía. La habitaba un lagarto. Un lagarto negro, pequeño, estilizado, con pinta de gente simpática que disfruta de la sombra bajo una tienda de campaña. Se puso un poco tenso cuando sintió mis pies levantando el polvo a pocos pasos, pero no se movió de casa. Su casa ocupada, su casa tomada.


Imaginé que la providencia me había regalado un guiño, una metáfora. Dos cosas que no tienen relación de pronto encajan en un espacio extraño y de esa unión curiosa surge algo hermoso. Peculiar, pero hermoso. El lagarto que juega a ser caracol ermitaño con una concha que no es de mar sino de huevo. El tipo que no pertenece, que es un permanente extraño, pero que afortunadamente cae en un sitio y se afana por convertirlo en su hogar para redimensionarlo todo. Recordé las películas de Stan Brakhage donde mezclando témpera con alas de polilla se construyen trepidantes bosques frondosos cuadro a cuadro. Pensé también en que nadie está exento de ser, aunque sea una vez en la vida, ese lagarto. Nos empeñamos en estar en un lugar al que no pertenecemos, de tomar posesión de aquello que supuestamente no nos va, de unirnos con gente y con cosas que “no son como uno”, y al final alguien te agradece el disparate. A veces, incluso, ese alguien tan agradecido es uno mismo. La casa del lagarto es como la vida, pensaba yo.

Pero la vida es una dama volátil que te vomita encima y no ha acabado la arcada cuando ya te clava un beso prodigioso, fresco, inolvidable (a veces es al revés, primero te da el besazo y luego te cubre de bilis). Porque al día siguiente, cuando ya estaba puliendo mi teoría sobre el lagarto en la cáscara del huevo de gallina, convencido de que esa era la historia que el destino me había obsequiado, me di cuenta de que el lagarto seguía en casa; pero muerto. El lagarto había ido allí para morir.

Me arrodillé y tomé la cáscara con el lagarto muerto, vuelto una espiral tiesa en su interior. Me dio un poco de pena. Tristeza por él, triste por mí que se me había ido al carajo mi teoría de las cosas que no van juntas pero que cuando encajan por accidente son aún más bellas. La belleza ahora pintaba seca, cubierta de hormigas y empezaba a heder.

Y fue allí que recordé sin recordar –es bueno esto de ser una especie de cleptómano de las ideas, pues te acuerdas de cosas que no sabes a quién se las escuchaste y a veces crees que se te ocurrieron a ti- un poeta sueco que decía que los hombres hacemos el amor porque es el momento más cercano que tenemos en la vida de volver al útero. Es nuestra máxima aproximación, nuestro más grande esfuerzo de meternos en ese espacio cálido del amor y la seguridad. Es como si algo primitivo nos impulsara a volver al vientre de la mujer amada. Buscamos en otra mujer, por otros medios, reinsertarnos en esa matriz de amor, cobijo y bienestar que sólo en el útero materno hemos conocido. Y como dice el gran Quino: deberíamos acabar la vida de la misma manera en que la comenzamos, con un orgasmo.

No tengo idea de cómo los homosexuales lidian con la pulsión de ese deseo primigenio. Le preguntaré a un amigo con quien puedo conversar de estos temas con absoluta desvergüenza a ver qué opina; aunque seguramente me dirá que los gay no tienen esa inquietud porque meterse en el vientre de la mujer amada es algo que sencillamente no les va ni interesa. Tampoco sé cómo solucionan el tema, o si acaso lo padecen, las mujeres. Creo que ni quiero saberlo, lo prefiero parte esencial de ese misterio intrincadísimo y fascinante que son ellas. Es probable que me lo expliquen, con paciencia y cariño durante la vida entera, y esa explicación estará siempre hilvanada con texturas y colores que no calzan con los matices que concibe mi espectro. Viviré condenado a no saberlo, menos mal.

Curiosamente, la vida -que es también una maestra muy extraña-, me ha regalado una teoría sobre cómo manejan el asunto ciertos lagartos.


jueves, 24 de enero de 2008

Psicoanál-iPod



Mucha gente cree que su apéndice electrónico natural es el teléfono celular. Se equivocan. Nunca el nexo es tan significativo y profundo como el que construye uno con su reproductor de música MP3. Porque ese carajo recoge como ningún otro aparato los retazos esenciales que lo componen a uno. Es un modelito a escala de nuestra personalidad, reproduce lo que fuimos, aquello que somos y lo que ya no somos. O lo que nos gustaría ser. El Ipod es la cápsula espacial –una privada y de bolsillo- en la que depositamos toda la música que no puede dejar de estar porque si se pierde nos desvanecemos también nosotros un poco. Los gringos dicen “You are what you eat”; algunos creemos que uno, más que aquello que come, es lo que oye.

El otro día un amigo me decía que un Ipod vive más o menos un año, a veces dos. Que el suyo andaba medio enfermo desde hace meses, pero que ya había aprendido resucitarlo cuando le daban los achaques. Aunque lo más seguro es que se le muriera pronto y tendría que comprarse otro más nuevo, más guapo, con más capacidad, para llenarlo de millones de gygabites de música que jamás en su vida va a tener tiempo de escuchar. Yo dije, pensando en el mío que es un entrañable anciano en muletas: “mierda, si este carajo se me muere se lleva a la tumba la mitad de mi música que no le tengo respaldo en ningún otro lado”. “Pues le debe quedar muy poco de vida, así que pilas” me dijo el amigo –que en ese momento lo sentí bastante menos amigo por andarme condenando a muerte a un familiar cercano-.

En “Broken Flowers”, la película de Jim Jarmusch, Jessica Lange encarna a una psicoanalista de animales que trata de canalizarle los traumas a un gato. Psicoanalizarle la mascota a alguien es una manera indirecta pero certera de tratar las neurosis del amo. Yo creo que más de uno debe estar acariciando la idea de hacer lo mismo con los Ipods. Tiene que estar surgiendo un movimiento, el psicoanál-Ipod, donde uno lleva su aparato de MP3 a consulta y se lo deja en manos a un psicólogo que también es crítico musical.

El psicoanalipodista -una suerte de científico intelectual vestido de Armani, con los cabellos cuidadosamente despeinados uno a uno- se acomoda sobre la nariz sus lentes de marca y le dice “por favor salga y regrese en una hora”. Coloca sobre el diván al aparato –porque el paciente es el Ipod y no usted- y le echa un vistazo al contenido, a la manera en que usted le ha organizado los archivos, si escribe con puras mayúsculas, en altas y bajas o en minúsculas, si le pone fotos a los discos o no, si le pone forrito protector a la criatura o lo tiene todo abollado y rayado. Luego pone a sonar música en reproducción aleatoria y mientras escucha lo que suelta el Ipod desenfunda su libreta de cuero para ponerle nombres, traumas, complejos, síndromes, castraciones, represiones a todo ese relato que el aparato está contando por usted y de usted.

Cuando, pasada una hora, vuelve al consultorio (más nervioso que un padre primerizo que ha dejado al retoño en su primer día de escuela), se encuentra con que el Ipod está ligeramente cambiado. Algo hostil, una incomodidad, un aire de antipatía o tal vez un dejo de rencor se respira desde el aparatito. El analista le dirá que le presenta a su nuevo Ipod y que lo felicita porque usted ha dado el primer paso en el camino de la superación de todos sus males. Que todo aquello contradictorio, las canciones que chirriaban con otras, fueron editadas para no darle más cuerda a su bipolaridad. Que la construcción de una personalidad ecuánime y armónica radica en alimentarse de insumos sonoros que no ofendan ni le tensen los nervios a nadie. “A partir de hoy ya usted no padecerá de su desorden de personalidades múltiples porque musicalmente estará inhabilitado para ello”. Que había artistas que definitivamente no le iban bien y por ello fueron eliminados. Que se corrigieron las imágenes más bonitas para que lo fueran aún más y las feas fueron suprimidas, porque hay que deslastrarse de la basura y rodearse de cosas bellas. Que toda aquella música considerada mala música fue sustituida por una selección de la mejor música (saltándose olímpicamente aquello de que para cada quien la música que le gusta es buena música y la que le disgusta es mala; pero quién le manda a meterse en una psicoanál-Ipod). Ah, claro, y que esta semana la cita cuesta 500 pero a partir de la que viene tiene una de control, para ver si hay avances (que nunca los habrá), y serán a 1000.

Usted saldrá de ese consultorio con su Ipod sonando en los oídos, pero también con la cruda sensación de que un extraño le acompaña, un desconocido que le grita cosas que usted no quiere ni le interesan en la pata de la oreja. Y pensará que quizás la clave esté en aquella amiga muy querida que hace poco le habló de andar en Hathanálisis –una cosa que mezcla Hatha Yoga con terapia psicológica-. Que parece que uno aprende a llorar de rabia al ritmo de la respiración del fuego y mientras haces asanas (posturas estáticas) le confiesas al terapeuta lo miserable que te hicieron sentir tus padres aquel día cuando rompiste un jarrón a los seis años.

Dos pasos más adelante usted mandará largo a la mierda al mundo entero, se quitará con un gesto rabioso los audífonos y le dirá a su Ipod a grito limpio: ¡Mira, gran carajo, tú sabes cómo es la vaina, que apenas lleguemos a la casa te voy a volver a llenar de toda esa basura maravillosa que me gusta a mí!


martes, 15 de enero de 2008

Análisis formal a unos billetes fuertes muy fuertes

En forma de silogismo nos han querido clavar la promoción de la nueva moneda nacional. Como si con la repetición automática y hasta el hastío de “un bolívar fuerte, una economía fuerte, un país fuerte” se estructurara una suerte de mantra que impactaría la realidad y la convenciera –nos convenciera- de ser otra cosa.

Así pues:

Un Bolívar Fuerte (qué maravilla lo que son los adjetivos, tú le pones “fuerte” al lado a cualquier sustantivo y de inmediato se pone grandote, papeado y valiente).

Una economía fuerte (qué bueno, esta es la parte del silogismo en la que a todo el mundo le da como risa nerviosa o pena ajena, como los carajitos cuando dicen una mentira).

Un País fuerte (aquí sí que estoy totalmente de acuerdo. Este país es muy fuerte. Tanto que debería traer en el empaque algo similar a lo que traen las cajas de analgésicos: Ibuprofeno Extrafuerte, Paracetamol Ultrafuerte. Y así uno se hace una idea del rollo en el que se está metiendo).

El billete de 2 trae en el anverso a un gordito, rechoncho, caretón, de pelo negro y ojitos de pillo. Y nos quieren meter el strike de que ese pana es Francisco de Miranda. Miranda, el de La Carraca, era una suerte de dandi seductor, afrancesado, elegante, alto, delgado, carilargo, de lacia y larga cabellera canosa que alguna vez fue castaña. Señores, por favor, acaso nadie se ha dado cuenta de que el carajo que sale en este billete no es Miranda… ES DIOSDADO CABELLO. La campaña presidencial para el 2013 ha comenzado, hechos los bolsas, de manera más o menos subliminal.

Este billete de 5 es producto del delirante sincretismo que se obtiene al cruzar a Aristóbulo Istúriz con Piedad Córdoba. Seguro que quien lo diseñó es un fanático de Mazinger Z que después de grande se metió a bolivariano y un día se preguntó: ¿cómo sería nuestro propio Barón Ashler? Y entonces agarró la cara de uno, el turbante de la otra, el color de éste, la sonrisita de aquella, se sacó un híbrido digno de la isla del Doctor Moreau y aquí lo tenemos vuelto billete.

En el reverso este papel moneda luce a un armadillo o cachicamo. Cobardes, se les enfrió el guarapo a última hora, tenían que lanzarse con todo y poner ahí lo que de corazón querían ponernos: un rabipelado.


El billete del Cacique Guacaipuro -que ha matado a su mujer-, sospechosamente parecido a nuestro rutilante Ministro del Poder Popular Para la Educación, Adán Chávez, en sus años mozos, mentor político de su hermanito el teniente coronel y en un futuro, si nos descuidamos, Gran Archiduque de Sabaneta de Barinas.


El espectacular billete de 20, sobran las palabras. En una sociedad donde se cuida tanto el género, donde nos cuidamos tantísimo en decir pluscuanperfectamente cosas como “pianistas y pianistos”, “jalabolas y jalabolos”, “mediocres y mediocras”, “infelices e infelizas”, jurando que la respuesta a los movimientos feministas y a la procurada equidad entre los sexos radica en esas soberanas güevonadas… surge la brillante idea de dedicarle un billete rosado a una heroína del terruño. Claro, porque, díganme: ¿de qué color son las niñas? Rosado. Rosado y moradito. Debemos ser el único país del mundo que tiene un billetito femenino rosa. Se sugiere sacarle una versión alternativa sustituyendo la imagen de Luisa Cáceres de Arismendi por la de Hello Kitty o la de las Chicas Superpoderosas.


El de 100, claro no podía ser de otra manera, es el de Bolívar. El magnánimo, el inalcanzable, el padre de todos los comedores de arepa –les guste o no-. Me pregunto por qué, simultáneo a todo este movimiento bolivariano que se rasga las vestiduras por Don Simón y que deben andar buscando las maneras de canonizarlo, nombrarlo cabeza del Consejo de los Jedis, de armarle un huequito en el pesebre al lado del niño Jesús y de que se instituya internacionalmente una nueva oración que rece: “Bolívar nuestro que estás en los cielos…”, por qué no surgirá un movimiento que simbólicamente devuelva a Bolívar al Panteón. “Coño, mi pana, muchas gracias por liberarnos, gracias por la épica, las cartas, las frases célebres, las recetas de cocina, de verdad nos quitamos el sombrero, pero ya basta, viejito”. Ya está fuerte, ahora más que nunca. Y nos libramos un poco de ese fardo, gracias por el legado pero ya es hora de lanzar esas maletas que nos anclan a un pasado negado a mirar sin complejos hacia adelante, llegaron los tiempos de vivir con el fantasma sin que su espíritu nos agobie en cada paso con su pesadísima sombra. Sugiero hacerle un billete único de un billón de Bolívares Fuertes a Bolívar. Un billete que nadie jamás podrá utilizar y que quedará guardado bajo llave junto a sus huesos. Mientras tanto que escritores, historiadores, artistas, gente de a pie, se avoquen a construir otros héroes. Cosa que nos hace tanta falta.


El billete de 50 lo quise dejar de último, porque es la flor que nace en el fango. El billete verde de Simón Rodríguez, una perla que con disimulo se cuela entre la escoria. Entre tanto héroe de batalla, tanta muerte trágica y el nefasto alud de neoestética patriotera se asoma el civil, el maestro, el revolucionario de las ideas y las letras. Y en el reverso del billete el que quizás sea el animal más mítico, el más peculiar y menos célebre de nuestra fauna autóctona: el oso frontino. Esos sí son dos detallazos como para ufanarse, para sentarse a pensar en la Venezuela posible que aunque la oculten acabará por irrumpir. La vida a pesar de todo después del temporal.



jueves, 10 de enero de 2008

Épica mínima del tonto urbano


U salió de casa y al pisar la calle se colgó los audífonos y subió el volumen al aparato. Escogió el camino de la izquierda, el más pedregoso, el empinado, el menos transitado. Pensó: “por qué será que nunca te buscas la más fácil”. Caminó un rato, inmerso en su banda sonora privada, pocos metros más arriba descubriría que la carretera de concreto daba lugar a un camino de tierra; siguió subiendo, levantando el polvo a su paso, y en la primera curva encontró dos gruesos montículos de arcilla molida rebosantes de hormigas negras en frenético ataque de construcción. Se le antojó estar en presencia de uno de los hormigueros más grandes del mundo. Al sentir que los primeros insectos comenzaban a cosquillearle ascendentemente por la espinilla dispuestas a morderle la carne del muslo decidió que era momento de continuar su camino. Pasó por una segunda curva, con todo el sol del mundo en la cara. Se le borró el camino, se le borró el borde del precipicio, se le borró el pensamiento. En esa curva, lo supo, sólo cabía el sol. Nada más que el sol. A ciegas, con el cerebro envuelto en un halo azul, llegaría entonces a la entrada del bosque flanqueada por una máquina amarilla; una planta eléctrica o acaso una bomba hidroneumática, en cualquier caso, fuera lo que fuera, era gigantesca y orinaba aceite negro por debajo de las faldas metálicas. En puntas de pie bordeó el charco infesto y se adentró en el bosque. Una serpiente negra, enrollada bajo las sombras de la máquina lo esperaba al otro lado. U dio un brinco, puso la mayor cantidad de tierra y arbustos entre él y la culebra; entonces descubrió con alivio y vergüenza que la serpiente no era tal, que era una simple manguera rota dibujada con una trama de recuadros blancos similares a escamas. Parecía un tentáculo mutilado que alguien le había cortado malamente a la máquina para luego dejarlo tirado allí.

Seguiría U adentrándose por el sendero del bosque, bajó el volumen de la música para escuchar mejor la charla de los pájaros, los murmullos de los animales agazapados tras la maleza, algo que no se ve pero que se rompe, eso invisible que se despeña. Se adentró en ese reino donde de pronto las plantas se empiezan a parecer a animales y los animales a plantas. Llegó a un claro donde se levantaba un gigantesco árbol seco sobre cuya rama descansaba un zamuro, grande y orgulloso como un buitre. Deseó U tener una cámara para registrar el momento, o, mejor, tener el poder para acercarse a los zamuros como si fueran perros nobles para sobarles el cogote con un par de palmadas afectuosas. Y como el zamuro no se intimidaba ni mostraba asomo de nerviosismo el hombre se acercó. Se acercó tanto como pudo hasta que el animal abrió las alas las batió tres veces y se lanzó al vacío. Se quedó U un rato junto al árbol viendo al pájaro oscuro planear contra el sol. Y le dieron ganas de bailar un poco. Quizás lo hizo en secreto, pero eso nadie lo sabe.

Decidió volver a casa, ya era tarde, seguro y comenzaban a preocuparse. Pero algo le mordió el talón, luego el tobillo. Pensó en un escorpión, quizás una avispa. Bajó, no sin pánico, la vista hacia sus pies; se rió de sí mismo, eran simples cadillos. Haciendo pinza con el pulgar y el índice se dispuso a sacar los cadillos que le mordían las piernas y se aferraban como garrapatas al algodón de las medias. Pero los cadillos, diminutos erizos verdes coronados con espinas rojas, eran tenaces. Se pinchó los dedos hasta sangrar. Se dijo: “estos son mutantes, radiactivos, los cadillos que yo conocía de niño eran verdes y no puyaban tan duro”. Logró arrancar a los más tozudos, emprendió el regreso a casa cojeando un poco y con la mano presa del escozor. El camino de bajada era amplio, soleado, de una arcilla rojiza compacta que de pronto tenía destellos. Se acercó a ver qué era aquello que brillaba y se maravilló al descubrir que se trataba de una piedra de cuarzo, una que a la naturaleza se le había antojado diseñar en forma de cubo. La desenterró, la sopló, la acarició con esmero entre sus dedos, a pesar de que el pulgar seguía entumecido, caliente, palpitante. “Me la llevaré a casa y le diré: mira lo que traje para ti”. Y cuando más absorto estaba en ver cómo se filtraba la luz del sol por entre los dibujos del mineral translúcido sintió el primer ataque. Un tordo en vuelo rasante le había despeinado la coronilla. U siguió con la vista a su agresor, desprevenido de un segundo ataque lanzado por otro pájaro que viniendo por la retaguardia casi le arranca un mechón de pelos. Corrió, corrió con todo, con vergüenza pero con decisión. Con el rabillo del ojo vio que los pájaros se agrupaban en formación de ataque y se le venían encima de picado. Pensó en lanzar la piedra, pero era su tesoro, su piedra escogida entre millones, la piedra no, eso nunca. Así que decidió hacerles frente. Gritó, agitó los brazos, y cuando los tenía al alcance lanzó una patada, una mawashi geri –la mejor que encontró en su repertorio después de 20 años sin practicar-. Los tordos huyeron volando en tirabuzones, haciendo unas piruetas rarísimas muy parecidas a los movimientos espasmódicos que hace la gente cuando se caga de risa, pero en esos ataques de risa tan pero tan fuertes que dan ganas de lanzarse al suelo y gatear. “A lo mejor cuando tienen mucho miedo vuelan así” pensó U, “pero mejor aclaro las dudas con mi amiga Eleonora que es de su misma especie", agregó.

Llegaría U a casa algo maltrecho, con ligero rengueo, el pulgar un poco hinchado. Abrió la puerta y cruzó el umbral con una exhalación. “Mira, te he traído un regalo sorpresa” le dijo a su Penélope que en delantal preparaba el almuerzo. Le entregó la piedra y ella dijo: “qué bonita, gracias”. U le mostró el dedo magullado coronado con un punto de sangre seca: “Vengo malferido, como diría el Quijote”, Penélope giró la cabeza y sin descuidar la comida humeante besó la zona adolorida. Utilizó lo más tierno del labio y un toque de lengua. U sintió que se le erizaba un vello interno por debajo de la epidermis. Devolvió el beso sanador con uno en la nuca de su mujer. Y tuvo una certeza en ese instante: “Quién diría que esta cadena de menudencias, esta concatenación de detalles tontos, se acaba pareciendo tanto a la felicidad”.

jueves, 3 de enero de 2008

La fórmula Emparan




De Emparan se habla hoy poco. Como si no tuviera ya cupo en el discurso oficial, no le guardaron ni siquiera una constelación diminuta en ese nuevo mapa celeste de los héroes y villanos que, apresuradamente y a trompicones, escribe la nueva historia de Venezuela. Se lleva demasiada saliva y centimetraje Ezequiel Zamora, no hay tiempo ni espacio para Vicente de Emparan cuando todos los esfuerzos están avocados a buscar la manera de encajarle a grandes y a chicos -con fuerza, maña y salivita- a Fidel Castro y al Ché Guevara como componentes fundamentales del renovado espíritu patriotero. Cuando se gasta tanta goma de borrar en desaparecer de los libros al catire Páez –ahora rebajado a la condición de pillo y traidor- pues imaginen ustedes qué fácil es con el mismo impulso eliminarle todo vestigio de existencia a un chiquito como Emparan.

Cuenta la historia -al menos la que estudiamos nosotros, que por lo visto era otra- que en el abril de 1810 Vicente de Emparan y Orbe, el último Capitán General de Venezuela, se asomó al balcón que daba a la plaza y le preguntó a la muchedumbre criolla que allí se concentraba si querían que él siguiera gobernando. La gente al principio no se atrevió a decirle al gobernante que no le querían, pero el padre Madariaga se había colocado astutamente detrás de Emparan, y le hizo gestos a la multitud para que se envalentonara y gritara: “No, no queremos.” Y entonces Emparan dijo algo que muy pocos han tenido, y tienen, la dignidad de decir: “Pues yo tampoco quiero mando”. Y dicho esto se fue para el carajo.

Hace pocas semanas nuestro payaso trágico particular que a veces se disfraza de presidente asomó la posibilidad de exhumar los restos de Simón Bolívar porque a él le olían raros esos huesos del Panteón y seguro que ni de Bolívar eran porque a él le consta que Bolívar fue asesinado por los traidores. Se equivoca una vez más el señor –no tanto por su teoría digna de un CSI colonial- sino que no son los de Bolívar los restos que debe procurarse, son los de Emparan. Hay que buscarlos donde sea, hay que revisarle el ADN hasta los tuétanos, recogérselo de cabellos y uñas. Y una vez hallados sus restos, y comprobados que pertenecen al Capitán General, destilar la esencia de Emparan para vacunar a la gente. Fabricar pastillas de Emparanox 500 mg, Emparan en gotas, Emparanol suero glucosado. No sé, hasta podría inventarse en laboratorio un virus Emparax que se esparciera como el Antrax. A ver, ojalá la dignidad se contagiara.

Cada vez que le venga un amigo a casa a llorar porque la mujer lo dejó, se fue con otro, le dijo que no lo quería desde hace rato, usted le pone diez gotas de Emparanol al trago y se lo hace beber fondo blanco: “Mi pana, recuerde a Emparan: si a uno no lo quieren pues uno tiene que aprender a dejar de querer”. Después de esa pea verá cómo el hombre empieza a vivir su despecho con mayor dignidad.

Si usted se siente cautivo en un trabajo de mierda, rodeado de gente que lo desprecia, haciendo no sólo algo que no le gusta sino que además le hace daño, aguantándose a un jefe que lo humilla, pues no tiene que meterse Lexotanil, ni Prozac ni Tafil, usted se inyecta una intravenosa de 3 cc de Emparanil, renuncia, mete sus cuatro cositas en una caja de cartón y se despide con un “Pues yo tampoco los quiero”.

Si por casualidad usted comienza a ver que a su retoño lo maltratan los compañeritos del colegio, que se afana en su intento de ser amigo de un grupete de rufianes infantiles que se burlan de él y lo tienen de sopita, pues suminístrele Emparín de uso pediátrico. En poco tiempo se sacudirá a los pequeños pelmazos y se rodeará de amigos que de verdad lo quieran y lo merezcan.

Y si usted, vamos a suponer, es gobernante y le pregunta a la gente si quieren que el país sea suyo por decreto, si quieren que usted mande hasta que se muera de viejo, si quieren que usted sea quien le ponga los nombres y los dueños a cada pedacito de cualquier cosa que se le ocurra y la gente –igualito que a Emparan- le responde a todo eso: NO, NO QUEREMOS. Pues usted no dice “Por ahora…”, tampoco dice que lo intentará por otras vías, ni dice “ya veremos, inmaduros de mierda”. No, señor, usted se busca esencia de Emparan y se la administra en abundantes dosis, por vía oral, en inhalaciones, en globulitos homeopáticos o en flores de Bach. Se medica con su Emparan concentrado, uno antes del desayuno y otro antes de acostarse, y así lo va asimilando por unos 1825 días (eso son unos 5 años). Seguro que se le quitan todas las pataletas. Y bueno, en caso de que su organismo se resista mucho a la medicación, pues no se preocupe, seguro que sacarán también Emparan en supositorios. Encontrará a más de un voluntario dispuesto a ayudarle a no saltarse ni una sola dosis.