jueves, 25 de septiembre de 2008

Gary Numan, el futuro que no nos tocó


Yo conocí a Gary Numan por los mismos tiempos en que me crucé con Klaus Nomi. Los dos me fascinaron y me aterrorizaron con idéntica intensidad aunque por razones distintas. Nomi venía del espacio exterior para salvar a la raza humana; Numan no, Numan venía del futuro. Un futuro increíblemente seductor a la vez que poderosamente siniestro.

La primera vez que vi a Gary Numan pensé que se trataba de un personaje escapado de una trama paralela de Encuentros cercanos del tercer tipo (la mejor y más digna película que haya hecho un tal Steven Spielberg). Quizás fuera algo en la melodía, en la secuencia de notas, un no sé qué familiar en ese piano cargado de estática, definitivamente mucho fue culpa de las luces de colores que se van encendiendo en la medida en que suenan los tonos. Yo era en esa época un fanático absoluto del puré de papas, pero no porque me gustara el sabor ni porque mis padres lo consideraran especialmente nutritivo, sino porque yo también quería hacer montañas truncadas de puré e imaginar que allí mismo, a escala, en la parte de atrás aterrizaban naves y nos comunicábamos con extraterrestres a fuerza de músicas y luces de colores.

La primera vez que vi a Gary Numan deslizarse en su carrito eléctrico desde debajo del escenario me quedé tan atónito como ése público que se mantiene petrificado durante 5 minutos en ese documento maravilloso llamado Urgh A Music War. Fíjense bien, cuando se abre el encuadre frontal del escenario en un gran plano general, verán unas cabezas inmóviles a contraluz que parecen recortadas de una superficie de cartón piedra. Me imagino que a todos -los presentes y los que lo vimos luego a la distancia- nos habrá azotado la misma confusión: ¿Eso que canta es un hombre o un robot? ¿Así sería que iba a sonar el futuro cuando acabara de llegar? ¿Esa voz era la de una mujer, un joven, acaso un niño, o sería más bien la de un tipo desgarrado por la angustia y a punto de largarse a llorar? Obsesivamente retrocedía la cinta, la ponía de nuevo a tiro, esperaba con el corazón atascado en la faringe a que el hueco oscuro del escenario se salpicara de cuadros de luz y se abrieran las compuertas para que surgiera Numan con su micrófono y su carrito. Durante cinco minutos dejaba de respirar y el mundo era otro. Y mis primos me decían: “¡Coño, chamo, pero qué manía, otra vez vas a ver esa vaina!”. Así que yo esperaba a que se fueran y lo repetía todo mil veces, con el volumen muy pasito y a puerta cerrada.

Ahora, con la distancia, logro entender un poco mejor el porqué de aquella oscura fascinación que desde niño sentí por Gary Numan. El tipo no hacía otra cosa que recoger de la manera más honesta -y echando mano a la tecnología de punta de aquel entonces- al espíritu más auténtico de una época. Uno tiene la sensación de que lo años ochenta han sido sistemáticamente ridiculizados, puestos en entredicho, subestimados; pero la humanidad pareciera comenzar a darse cuenta de que la década de los 80 no fue tan baladí como la pintaban y que fue quizás la última que se acordó de angustiarse por el futuro. Corrían los tiempos de la guerra fría y toda una generación supo lo que era crecer y vivir el día a día con La espada de Damocles oscilándole sobre el pecho. En cualquier momento un cretino -de este lado o del otro- presionaba el botón rojo, absolutamente todo volaría en pedazos y lo poquito que quedaría después estaría chamuscado y además sería radioactivo. Así que una generosa oleada (no tanto por lo abundante sino por lo altruista) de cineastas, escritores, músicos y artistas de toda índole se dieron a la tarea de ponerle rostro al futuro. Y el futuro angustiaba, el futuro por definición daba miedo. Claro, no era otra cosa que la extrapolación de un presente que iba mal y que de seguir por esos derroteros acabaría aún peor.

Pero llegó el futuro y el que aterrizó no era como lo esperábamos. Fue distinto y de alguna manera resultó peor. Por lo visto el que se asoma desde otro lado de la ventana cada vez que descorremos la cortina es un futuro que tiende a lo estrecho, lo efímero, lo frívolo, uno signado por el desprecio brutal por la vida mientras se cuida horrores en enmascararse con lo políticamente correcto. Un futuro que no sabe si ser simplemente vacío o asumirse de una vez idiota. El que nos llegó fue más bien el hermanito oligofrénico que por donde pasa deja su charco de moco, sangre y baba, uno al que le valen más unos zapatos de goma que la vida de quien los calza, y que se empecina en demostrarnos que una de las prioridades más grandes de la vida es tomar la decisión de cuándo comenzar a inyectarse Botox o de qué tamañote tienen que ser las prótesis de los senos aunque luego no haya ni para comer; y los bancos te dan créditos a mano abierta para esas causas pero no para costearte un tratamiento médico o adquirir una casa. Mientras tanto todos seguimos muy pendientes de cuándo por fin los celulares serán también cepillos de dientes con afeitadora y nos consideramos afortunados porque gracias al cielo podremos medir la cantidad y el talante de nuestras amistades según los parámetros que nos dicte el facebook.

Sí, señores, no se sientan tan raros ni tan desarraigados si ya han acariciado la idea de que el futuro nos ha sido secuestrado. Actualmente el tipo está en huelga de hambre, insomne y aturdido, encadenado a un árbol marchito, maniatado y amedrentado por pillos, asesinos y una espeluznante gama de miserables.

Y uno se pregunta dónde estarás ahora Gary Numan. Hermano, para que nos ayudes a rescatar ese futuro del que venías tú.



Gary Numan “Down in the Park, 1981”

viernes, 19 de septiembre de 2008

Ulrich para todos



Seguro que hay gente por allí que sabe de Ulrich Schnauss mucho más de lo que yo podría contarles; pero como dicen algunas doñas españolas: “cada quien cuenta de la feria según como le fue”. Así que yo me voy a tomar la licencia de echarles mi pedacito de historia. Comenzaré diciendo que Ulrich Schnauss es uno de los músicos más queridos y vilipendiados (todo a la vez) que uno puede toparse si lo rastrea en la Red. Una vez leí una crítica tan intensa como indignada que decía: “Este disco de Schnauss es maravilloso. Maravilloso si lo que deseas es ponérselo a la abuela en el hilo musical del consultorio odontológico mientras espera su turno para probarse la prótesis dental”. Incluso, hay gente que asegura que Ulrich no es un músico, sino que se parece más a un hacker informático interviniendo programas y jugando con ruiditos hechos en computadora, pero que en su vida ha tocado una guitarra, no sabe lo que es acoplarse a un baterista y si necesita poner a sonar un bajo pues busca la combinación de sonidos en su Mac hasta que la secuencia le suene a un Fender sin trastes. Es decir, la música de Schnauss está concebida, compuesta, manipulada y ejecutada absolutamente en ceros y unos, y cualquier cosa que a uno le suene a un instrumento convencional puede tener la certeza de que parece, es igualito, pero no es.

También podría decirles que Ulrich pertenece a la curiosa raza de los calvos que insisten en dejarse las greñas (como el actor español Santiago Segura y el psiquiatra venezolano Edmundo Chirinos también). Ah, y que lo encasillan en el grupo de los shoegazers, esos artistas tan tímidos y tan hacia dentro que cuando se enfrentan a un público se pasan todo el trance con la mirada clavada a los zapatos.

Me fascina y me inquieta enormemente cuando Ulrich suena a banda compuesta por 4 ó 5 miembros pero inmediatamente se me viene a la mente la imagen del músico solitario en su cuarto tecleando sobre la laptop. Da un poco de vértigo, acaso un toque de melancolía –no sé bien por qué-. Siempre me he preguntado por qué George Lucas no hace en sus estudios de Lucas Films un falso documental que sea idéntico a la realidad, o más bien idéntico a una película “convencional”, una cosa con calles, árboles, perros, gentes, lluvia y piel, donde absolutamente todo se asemeje como gotas de agua a lo real pero donde todo sea de mentira. Un engaño de dos horas con todos los hierros con los que se produjo la última trilogía de la Guerra de las Galaxias pero esta vez con una descarada intención de parecer de verdad. Creo que hasta ahora sólo esa extrañísima y subvalorada pieza cinematográfica llamada Cloverfield lo ha intentado; lograr enmascarar lo fantástico con un antifaz de cotidianidad es una flor mucho más extraña de lo que se piensa. Se le da a muy pocos y a la mayoría de los que se empeñan en cultivarla les florece mal. Pero Ulrich Schnauss ya lo está haciendo en la música, independientemente de que te guste o no, que te den ganas de subir a una bicicleta y pedalear hasta desfallecer o te parezca un agua tibia tan inofensiva que apenas tenga cabida para la cita odontológica de la abuelita.

Quise buscar un video para acompañar estas palabras y afortunadamente me encontré con éste. Es lo que llaman una pieza de found footage, es decir, el autor no ha filmado los materiales ni los ha hecho él sino que se los ha “encontrado por allí”. Como si tuvieras acceso a un archivo de imágenes, o a un baúl donde se encuentran decenas de latas de película, y te dieras licencia de construir una narración a partir de lo hallado. Si 20 personas deciden contar una historia a partir de los mismos materiales perdidos que se han encontrado en el camino obviamente lo más probable es que de allí se monten 20 historias distintas. Quizás aquellos cineastas soviéticos vanguardistas de los años 20 tenían razón y todo, absolutamente todo, está en el montaje.

Se me ocurre que Ulrich Schnauss, solitario en su habitación en medio del invierno alemán, haciendo ruiditos con su computadora y armando Frankensteins sonoros con lo que se topa por allí, es una suerte de músico de found footage. Y el tonto optimista que insiste en habitar en mí se pone de acuerdo con alguien que comentó: “cuando escucho a Ulrich Schnauss siento que aún hay esperanzas para la música”.


miércoles, 10 de septiembre de 2008

El retorno del Roadie



No son pocos los que ignoran qué diablos es un roadie. Algunos sí lo saben pero de todas formas optan por ignorarlos. Casi nadie se detiene a fijarse en ese sujeto –normalmente greñudo, vestido con franela negra, deshilachadas bermudas de jean, medias sport blancas, botines de cuero y gorra de beisbolista volteada hacia atrás- que se encarga de conectar los cables, probar el sonido, cerciorarse de que cada instrumento esté en su sitio, armar la batería, afinar el piano, marcar el sitio justo donde debe ubicarse el paral del micrófono y los amplificadores. Ese mismo tipo que ha desarrollado una extrañísima habilidad para salir corriendo agachado o para reptar sobre la tarima tratando de pasar desapercibido hasta alcanzarle un nuevo bajo al bajista o resolver a oscuras por qué no le funciona el pedal del delay a la guitarra del líder de la banda. El roadie suele ser también músico, pero un músico confinado al rincón de los asistentes. Pero a veces los roadies se rebelan y pocas cosas son tan fascinantes como esos guiños eventuales en que los Sancho Panza se animan a dar una lección de valentía y caballerosidad a los Quijotes disfrazados del mundo.

Cuenta la cineasta francesa Claire Denis que durante décadas ella se hizo una carrera como asistente de dirección y lo hacía tan bien que llegó a serlo para directores de culto como Wim Wenders o Jim Jarmusch; pero un buen día decidió rebelarse y darse licencia para filmar sus propias historias. En mi canon personal Wenders y Jarmusch gozan de buena ubicación, pero jamás ninguno de ellos ha logrado algo tan sublime como “Vendredi Soir” (Viernes por la noche, 2002, de Claire Denis). Hay, además un detalle curioso en la filmografía de Claire Denis: la música de sus películas corre a cargo de los Tindersticks, una banda inglesa originaria de los bosques de Sherwood –sí, los mismos donde Robin Hood robaba a los ricos para repartir entre los pobres-. Resulta que Denis habla un inglés limitado con fuerte acento francés; mientras que los Tindersticks hablan una cosa impenetrable que por momentos coquetea con el inglés pero que está cargada con los crujidos de la madera centenaria y empapada de toda la humedad de las hojas del bosque aquél de donde vienen. Cada vez que hace una película, Claire Denis se reúne con ellos y les explica -con la debida dificultad de la barrera idiomática- qué tipo de música quiere para su película y los Tindersticks le responden con algo que ella nunca entiende. Al final los Tindersticks terminan haciendo algo que ellos creen que es lo que la directora les ha pedido y Claire Denis acaba sorprendida porque del malentendido ha surgido una banda sonora incluso mejor a la que ella tenía en mente.

Una noche fui a ver a los Tindersticks en concierto. Tocaron bien, fue un concierto digno, impecable en lo técnico; pero le faltó alma. Le faltó eso que García Lorca llamaba con tanto tino “el duende”. Luego de la última canción, cuando se encendieron las luces y la gente -complacida pero no extasiada- comenzó a desocupar el lugar, aparecieron los roadies sobre la tarima y empezaron a desconectarlo todo; fue entonces cuando ocurrió la magia. Uno de ellos se colgó la guitarra, el otro se sentó en el piano y el tercero se hizo con las baquetas de la batería. Y tocaron. Tocaron una cosita de apenas un minuto, lo mejor que sonó en toda la noche. Tocaron en esos 60 segundos lo que en dos horas los Tindersticks no lograron hacer sonar. El público atónito los aplaudió y les celebró la gracia con una risotada. Hicieron los roadies una reverencia, les aseguro que tenían esa misma expresión en ojos y boca que tiene un niño que acaba de hacer una maldad que necesitaba hacer porque se la pedía el estómago.

Mucho me inquieta cómo funciona el canon cultural, qué caprichos insólitos se darán la mano para que una obra sea canonizada mientras otras resultan condenadas al ostracismo. Imagino que durante mucho tiempo fueron grupos de poder los que se atribuyeron esas funciones de separar el grano de la paja, se hicieron cargo del delicioso trabajo sucio de decidir “esto es bueno y se le rendirá pleitesía hoy y mañana” o “esto en cambio no es digno de ser respetado ni recordado”. Seguro que hoy el mercado omnipresente juega una carta fundamental en todo este asunto: “Para que algo sea bueno tiene que vender que jode y punto”. Dado el panorama, la única esperanza radica en el hecho incuestionable de que el canon se mueve; se redimensiona constantemente, su cuestionamiento y replanteamiento son permanentes. Ya sea el canon personal que cada quien se arma con los mejorcito que encuentra en la vía, o el canon cultural que por defecto heredamos para poder pertenecer a una comunidad, siempre el canon es dinámico y se va nutriendo de nuevas cosas al tiempo que se va deslastrando y purgando de lo aquello que ya no le va. Así que confío en que algún día se rebelarán masivamente los roadies y eso creará un impacto brutal que habrá de redefinirnos los cánones de adentro y de los de afuera.

Sí, confiemos en que llegará ese momento algún día y será, además de bueno, sano. Pero sospecho que no será pronto, lejos de eso; corren por el carril rápido y sin frenos estos tiempos que se regodean en una súperproducción y un hiperconsumo de Quijotuchos deplorables y Sanchos aletargados sobre la comodidad de su burro. Por los momentos hay mierda de sobra y para todos. Y vaya cómo vende.


jueves, 4 de septiembre de 2008

Pelechian, la vida.

Yo quería atreverme a hablar un poco de de un cineasta armenio llamado Artavazd Pelechian. Iba a cometer la osadía de intentar ponerlo en palabras. No puedo, la verdad, simplemente no se puede. Dicen que cuando algo gusta o duele demasiado la única opción para nombrarlo es un balbuceo o el silencio.

Diré apenas que una vez coincidí con un tipo que no me caía para nada bien (ni yo a él) y con el que me vi forzado a hablar durante el corto trayecto que había desde la escalera del metro hasta la puerta de la escuela. Me dijo algo que me pareció en ese instante una soberna idiotez: Yo daría mi vida entera por hacer una joya de cinco minutos como las de Pelechian.

Uno aprende cosas hasta cuando cree que no. El cabrón tenía razón.

Life, una de las pocas películas a color de Pelechian.