domingo, 31 de mayo de 2009

Doña Paranoia


La señora tiene dos perras labradoras, una negra y la otra rubia. La negra es de las que puede buscar el palito que le lanzan doscientas veces seguidas sin perder jamás la sonrisa ni la cara de absoluta felicidad. La rubia, en cambio, prefiere retozar entre las hojas secas y las bolsas negras de basura. Se arroja allí, da vueltas sobre su propio eje y goza un montón independientemente de lo que piense y grite su dueña. Uno pasa por allí y levanta la mano a manera de saludo y contestan las tres con idéntica cara, y diez pasos más tarde uno sigue preguntándose quién será que imita a quién. Me caen bien las tres. O me caían.

Hace pocos días me disponía a subir temprano por mi habitual senderito que se abre entre la maleza, un trayecto de una hora en el que si acaso me cruzo con tres ciclistas montañeros y un par de atletas que trotan aquella loma con la tranquilidad de quien se amarra las trenzas; en eso me interceptan las dos labradoras con la señora un poco más atrás que hace ejercicios de estiramiento al pie del cerro. La doña me hace gesto de que me quite los audífonos, que algo grave pasa.

— ¿Tú vas a subir esa montaña?
—…sí…
—Es que allí en el kiosquito hay alguien que tose.

Miro hacia donde señala la señora y lo que veo es una rampa de madera que han construido los ciclistas para hacer sus piruetas y cuyas bases están fijadas con unos sacos de arena.

—Míralo ahí, acostado en el kiosco —insiste la señora—. Y lo que hace es toser. Tose y tose. Yo tengo una hora oyéndolo.
—Señora, pero yo lo que veo son sacos de tierra debajo de la rampa para ciclistas.
—Pero tiene que ser un loco; porque quién se acuesta a dormir así en el monte, con este frío y mucho peor si está enfermo.

Los venezolanos podemos dar fe de que la única semilla que da cosecha instantánea es la paranoia.

Yo ya estaba comenzando a ver los sacos moverse y toser cuando en eso desde la montaña, moliendo piedritas y cortando a su paso la maleza, surge un ciclista con su casco a toda velocidad. La doña de un salto se ha puesto en su camino con los brazos abiertos y empezó a gritar.

—¡Tú estabas tosiendo! ¿Eras tú el que estabas tosiendo, verdad?
—¿Que yo estaba qué..?— dice el hombre sobre el sillín de la bici pero con la misma cara que tengo yo en tierra.
—Tosiendo, tú eres el que andas con una tosedera allá arriba desde hace una hora.
—No, señora, yo no tosía… y allí arriba no hay nadie. Yo vengo de allá.
—Pero y entonces ¿quién tosía?— lo regaña la doña mientras el tipo le da fuerte a los pedales y se pierde camino abajo haciendo el típico gesto de “vieja loca” con la cabeza—. Dime quién tosía, ¿Ah? ¿Quién era el que tosía?

Pero ya era tarde, no hubo respuesta. Yo tampoco la tenía.

—Mira las perras lo nerviosas que están —me hace ver la doñita— Ésta no hace nada (señalando a la negrita) pero esta otra (dedo índice apuntando a la catira) está a punto de lanzarse a morder porque es súper agresiva.

Y yo pensé: nos jodimos, adivinen quién es el pendejo a quien va a morder la rubia. Pero antes de que eso ocurriera (que seguro faltaba muy poco) decidí seguir el ejemplo que el ciclista dio. Me puse los audífonos, le subí mucho el volumen y me lancé a subir mi montaña. “¡Cuidado puede ser peligroso, seguro que ese indigente es peligroso!” sonaba la voz de la doña por debajo de Radiohead. Pero no me importó.

Claro, me pasé todo el bendito ascenso en un verdadero descenso a los infiernos. Cada raíz que se asomaba era un brazo que me quería agarrar un pie, cada pájaro que se movía entre las ramas era un loco que me saltaba encima para arrancarme la cabeza. Me pasé más de mil pasos buscando un palo, una piedra, algo con qué defenderme del abominable hombre de las toses. Hasta que me olvidé media hora más tarde. Me olvidé por completo, primero porque desde arriba se ve el Planetario del Parque del Este y esa es una de las imágenes más hermosas de esta ciudad. Estoy seguro que el día en que nos invadan los marcianos en Caracas la resistencia se va a refugiar en el Planetario y desde allí, unidos todos otra vez, los mandaremos a casa. Me olvidé también porque más adelante pasó un pájaro muy raro, a medio camino entre una paraulata, un gavilán y una guacharaca, y el biólogo infantil que llevo por dentro no puede ver a un animal curioso –siempre y cuando no sea humano- porque necesita acercarse para verlo mejor. Finalmente me olvidé porque recordé que mi padre siempre decía que en su Guanare natal todo eran espantos y aparecidos hasta que llegó la luz eléctrica. Cuando el pueblo se llenó de cableado y bombillos la gente fue descubriendo que más la mitad de muertos sin cabeza que les susurraban los nombres en mitad de la noche eran ramas de limoneros que el viento hacía rozar contra las paredes.

Si bien es cierto -cosa que aplica a vivos y muertos- que de que vuelan, vuelan; tampoco es menos cierto que a cada uno de nosotros se nos ha olvidado un poco encender la luz interior antes de pegar el grito.

Así que venía yo pensando en lo bien que le va al bosque la música de Radiohead, en que la próxima vez seguro voy a ser biólogo, en los marcianos a los que les echamos al espacio desde el Planetario del Parque del Este, en el Guanare antes de la luz eléctrica y en eso me salta enfrente un policía, lleno de barro, cubierto de hojas y trocitos de mata, con el casco mal puesto sobre la cabeza, la cara forrada con una película de sudor resplandeciente y su pistola desenfundada apuntando al aire.

—Disculpe, suidadano… ¿Jefe, usted vio allí arriba alguna novedad? — me dijo en perfecta jerga policial.
—Coño, no, yo no vi un coño— respondí en perfecto caraqueño chorreado, con la vista clavada en el arma al sol.
—Pero es que supuestamente aquí hay alguien que tose —dice el policía acomodándose el casco y enfundando.
—Pues yo tengo una hora caminando aquí y no he visto ni oído nada.

Ponemos la misma cara de “pero qué vieja tan loca, ¿no?” y seguimos bajando en silencio. Una vez subido a su moto el policía llama por radio a la central y dice que aquí se reporta 67 para informar que el 43 que se sospechaba en la zona 12 resultó sin novedad y que regresa en 6. Enciende el motor y arranca como quien se dispone a salvar al mundo de los malos.

Yo me calzo los audífonos para oír otra vez mi favorita del Kid A. Y, antes de que cante con su voz de felino lastimero Thom Yorke, un sonido se cuela a mis espaldas. Una tos.

Pobres ciclistas.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Permiso, me voy a Islandia


Seguro que en Islandia se habla mucho menos. Que la verborrea es sinónimo del mal gusto, de mala educación y de abuso al prójimo. Que cuando los niños crecen les enseñan a leer en silencio, a decir lo estrictamente necesario en esa lengua de elfos y escarcha, pero sobre todo aprenden a sacarle música a cosas que construyen con sus propias manos. Seguro que si algo se puede expresar con música lo prefieren para así no arruinarlo con palabras.

Seguro que durante el otoño y el invierno hace tanto pero tanto frío que la familia en pleno se encierra en casa durante meses. Papá come dados de pescado cocido con sal, bebe copas cortas -y de un solo sorbo- de un aguardiente que sabe a llantos de foca y tamborilea sobre el apoyabrazos del sofá el ritmo de una canción que le enseñaron sus abuelos. Mamá, por allí cerca, se balancea sobre la mecedora que cruje, teje suéteres de rombitos coloridos y murmura canciones de una tristeza insondable. Los niños en el garaje juegan con las herramientas prohibidas, mueven con sigilo los trastes, juntan tornillos oxidados, trozos de hojalata, dos baterías con media carga, algunos cables y cantidad de pedazos entrañables que ya no se sabe de qué son ni cómo llegaron allí. Están armando un robot. El perro los mira jugar, se roza intranquilo contra todo, frota a su paso paredes, ropas y suelos con la cola, se asoma a dos patas por la ventana y le aúlla a la luna que siempre está.

Y cuando llega por fin la primavera y se digna a asomarse el sol luego de tantos meses, la familia se pone los suéteres tejidos y sale a pasear, se buscan un trozo de césped -preferiblemente uno entre los géiseres con vista a las lomas nevadas o a los fiordos- y se lanzan allí a tocar. Tocan exactamente eso que sin darse cuenta han estado componiendo entre todos durante el frío. Una suma armoniosa del tamborileo sobre el apoyabrazos, la mecedora que cruje, los murmullos de la madre, el juego de los niños, el robot hecho de trastes, la cola del perro y la noche con luna. El robot es buen músico, y del perro ni se diga.

Me temo que yo, al igual que el poeta Montejo, nunca iré a Islandia. Creo, incluso, que prefiero no llegar a ir. Seguro que no es para nada lo que aquí imagino. Pero no me hace falta conocer Islandia, ya he estado allí mil veces y vuelvo con frecuencia. Me basta con anclarme bien los audífonos, subir el volumen y arrancar a caminar.

Con permiso, señores, no me gusta esta realidad, cualquier cosa estaré en Islandia.



Sin Fang Bous, otro mago islandés.

jueves, 14 de mayo de 2009

Matar a un tucán


A esa vecina la llamaban Tita. Preparaba unas empanadas de cazón que yo no podía parar de comer, me metía tantas como mis años de edad y hasta me pasaba por dos o tres. Yo me gastaba las tardes enteras pateando la pelota contra la pared que separaba nuestro jardín del de Tita y utilizando los rebotes como centros para meterle unos goles de lujo al guayabo, que era el arquero; se los metía de bolea, de taco, de chilena, pero de túnel no -porque el guayabo cerraba bien las piernas, igual que los cabezazos que me los paraba con sus ramas bien abiertas para taparme los ángulos-.

Y yo no sé cómo pero siempre, absolutamente siempre, en lo más emocionante de esos mundiales solitarios de fútbol que me montaba yo solito contra mí mismo y donde yo representaba a todos los países y a todos los jugadores (menos al de portero, que siempre era neutral y siempre era el guayabo), había un punto en el que me emocionaba más de la cuenta, le daba un patadón hermoso al balón para que se me devolviera en un centro prodigioso pero en vez de chocar contra la pared la pelota se me iba un metro por encima y le caía en el jardín a Tita.

Al principio, las primeras veinte veces, daba la vuelta respetuosamente por la vía oficial y le tocaba la puerta a la vecina: “Hola, Tita, perdone pero es que se me cayó la pelota en su jardín ¿puedo pasar a buscarla?”. Pero el día veintiuno Tita no estaba y yo tenía la pelota presa en su jardín y todas las demás pelotas estaban pinchadas y todavía quedaba sol como para dos horas de torneo y si me ponía a esperarla seguro que llegaba la noche y la final de Argentina contra Brasil quedaba inconclusa y eso no lo podíamos permitir ninguno de los presentes. Así que me subí a las ramas del guayabo, brinqué al cerro, me trepé a la reja que separaba nuestra casa de la de Tita, me subí a su mata de mangos, le caminé sobre el techo de zinc a su gallinero y con el corazón latiéndome en la sienes me lancé desde tres metros de altura –corrientazo en la planta de los pies de por medio- sobre mi pelota que parecía un huevo blanquinegro de avestruz sobre el césped crecido. De esa forma rescaté mi pelota y salvé la final del mundial.

Y lo mismo hice al día siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente. Y ya más nunca le pedí permiso a nadie para buscar mi pelota en los jardines del vecino. Mi mundial particular era autónomo y autosustentable. Hasta que un buen día cuando llegué al jardín de Tita tras mi balón pródigo, en plenas semifinales Alemania contra Italia (era prórroga y ganaba la azzurri 4 a 3), me encontré allí algo más fascinante que la pelota de fútbol. Bueno, casi más fascinante, que mejor que el fútbol no es nada, pero esto casi lo era: un tucán.

Un tucán, loco, en una jaula de madera, con el pico enorme y de colores y el cuerpo forrado de plumas de un negro azulado y los ojos como dos metras pardas. Y el tipo se movía nervioso, se ponía de perfil para verme, porque de frente no pueden, y yo lo miraba a él, y mientras reptaba para rescatar mi pelota no le quitaba el ojo de encima y pensaba: “cómo es que se llama este pájaro, dios mío, para contarle a las muchachas, que me suena guacamaya pero guacamaya no es”.

Y cuando volví les conté pero no me creyeron, o quizás sí pero no les interesó porque estaban viendo La novicia rebelde por cuadragésima vez y a mí esa película siempre me ha dado caspa hasta en las fosas nasales.

Al día siguiente, apenas me quité el uniforme del colegio, pateé durísimo la pelota con toda la intención del mundo de suspender la Copa Mundial, me subí al guayabo, brinqué al cerro, de allí a la reja, al gallinero y -una vez superado el corrientaza en la planta de los pies- me le acerqué al tucán para detallarlo pluma a pluma, centímetro a centímetro de aquel pico majestuoso, como con ganas de aprendérmelo de memoria.

Ritual que repetí a la tarde siguiente. Y la otra, y la de más allá, hasta que ni siquiera me hizo falta ya la excusa de la pelota. Me colaba en el jardín de Tita a ver el tucán y punto.

Estuve haciendo eso hasta que llegó el día del helado. Esa tarde me compré un sorbete que se llamaba Morocho porque tenía dos paletas unidas, eran como dos heladitos flacos pegados de costado, unos siameses con sabor a uva. Y me lo metí con envoltorio y todo entre los dientes, como cualquier cazador hace con su cuchillo, hice el itinerario del guayabo al cerro y a la mata de mango y al gallinero y al tucán, y me instalé en el jardín de Tita, como quien mira la tele, a comerme mi sorbete frente al pajarraco. Y entonces me dio lástima, yo comiéndome aquel helado que rendía para dos buenos amigos, y aquel tipo con esos ojazos poniéndose de lado para mirar bien cómo me lo comía, y abriendo el pico contra la reja como para que le dejara probar y le dije: “bueno está bien, cómete un poquito”. Metí el helado por entre los barrotes y el tucán comió un trocito. Y le encantó. Te juro que el tipo casi baila, se puso contentísimo, agitó las alas y me miró como quien suplica: “qué rico, dame más”.

Partí el morocho por la mitad, me quedé con la mía en la mano izquierda y con la derecha le metí, de ladito, de nuevo entre los barrotes, la suya al tucán. Y el tipo ha abierto su pico monumental y se ha comido de un solo picotazo el helado entero. Es decir, aquel tropical pájaro amazónico se había metido quince centímetros de sorbete de uva, cosa suficiente como para enfriarle el gaznate a un pingüino. Y, obviamente, apenas se tragó aquello (con paleta de madera incluida) el tipo comenzó a temblar. Se espelucó. Se le brotaron los ojos y un hormigueo antártico le puso de punta todas las plumas del cuerpo.

Y yo pensé: coño, cuando se enteren en esta casa y en la de los vecinos (es decir, la mía) que le maté de congelamiento al tucán a la doña.

Huí de la escena del crimen. “Lo lamento, hermano, pero sálvate tú que ahora necesito salvarme yo”. Corrí por mi vida. Salté gallineros, trepé matas de mango y rejas, me lancé sobre el guayabo fiel que me atrapó en el aire, una vez en tierra firme atravesé como un cohete el jardín de casa. Lancé por la poceta los vestigios del morocho que me incriminaba (todavía cargaba encima el papel y la otra paleta que no se tragó el tucán), guardé la pelota en mi cuarto y me senté, con la lengua afuera, a ver con mis hermanas La novicia rebelde.

Sólo el horror abominable de La novicia rebelde podía hacerme olvidar, al menos un poco, mi condición recién adquirida de asesino de tucanes.

lunes, 4 de mayo de 2009

Como zamuros


Me declaro amigo de zamuros. De esos tipos alados y negros de cabeza gris que siempre andan por allí y uno ni los siente. La gente me suele ver mal -o con franca tristeza- cuando lo digo en voz alta. Se supone que a alguien en sus cabales no le puede gustar un zamuro. Son demasiado feos, demasiado anodinos, hay demasiados en general. Pero a mí me gustan esos buitres pequeños, me gusta verlos planear, se me han hecho parte fundamental del paisaje. No me gustan los cielos sin zamuros, les falta algo. Creo que gracia, incluso diría que vida.

Sé, porque mi padre me lo dijo siendo niño, que a los zamuros se les conoce como Zopilotes en México, como Gallinazos en Argentina y como Urubúes en Brasil. Ningún nombre me gusta más ni me parece tan sabroso o pertinente como Zamuro. Cierta vez bajaron cinco de ellos al jardín trasero de nuestra casa. Algo se había muerto y los buenos carroñeros se estaban agrupando para darse banquete. Papá y yo nos escondimos detrás de un guayabo para verlos de cerca. Y entonces, yo no sé de dónde, al viejo le salió algo que seguro hacía a los siete años en su Guanare natal y me dijo: “Mira esto, chamo”, brincó desde el escondite e hizo el ademán de quien recoge una piedra para lanzársela a los zamuros. Y aunque no había piedra alguna ni mi padre tenía dotes de pitcher, los negritos batieron alas y alzaron vuelo. Fue hermosa la desbandada, pero duró quince segundos. A los treinta ya no había ni un miserable zamuro almorzando en el jardín. Yo me pasé varios días escondido tras el guayabo esperando que los zamuros volvieran pero no regresaron y yo me pasé dos días sin hablarle a papá. Creo que fue mi récord en la materia, porque pasarse seis horas con el viejo al lado sin sucumbir a sus historias prodigiosas era algo que muy pocos lograron superar.

Siempre me ha dado curiosidad saber dónde anidan los zamuros, porque los hay por millares, los ves en basureros, en avenidas, sobrevolando las autopistas, parados en las azoteas o como gigantescos frutos negros charlando en las copas de los árboles. Lo de charlar no es una metáfora, pónganse a ver a dos zamuros juntos y notarán que conversan. Pero no conozco a nadie que haya visto un huevo de zamuro o a un pichón de buitre negro (aunque dicen que los hijos de los zamuros nacen blancos). Quién sabe.

Los zamuros son omnipresentes en esta ciudad. Están siempre allí, mirando todo en silencio desde las alturas. Dicen que alcanzan hasta los tres mil metros de vuelo –algunos han sido considerados personas non gratas porque se meten en las cabinas o en las turbinas de las aviones- o también puede ocurrírseles despeinarte, a escasos cuatro palmos de la cabeza, sin que los sientas venir. Simplemente se te tapa el sol, la vida se te hace más sombreada durante un par de segundos y cuando levantas la mirada ya el tipo aletea quince metros más allá.

Algunos utilizan pepas de zamuro para la suerte, o para hacerse collares que ya envidiaría una cantante de rock gótico, aunque casi nadie sabe de dónde se le saca las pepas al zamuro (y de verdad no me saquen de la duda que prefiero no saber, me mataría de pena enterarme de que es la nuez de Adán de esas pobres criaturas o algo peor). Y se dice, cuando alguien está a colgando de un hilo, a punto de caer, que está en pico de zamuro. Pero nada de eso me llama tanto la atención como ese dicho de “zamuro come bailando”. Porque es cierto, los zamuros comen en grupos y bailan, igual que los venezolanos cuando nos dan un cachito y un cuartico de jugo frente a la barra de una panadería. Bailamos, no sé por qué, pero bailamos mientras hincamos el diente.
Tampoco sé a quién se le habrá ocurrido decretar que el pájaro nacional es un turpial (debe ser al mismo que se le antojó que el árbol nacional fuese un Araguaney cuando mucho más atinado era un Samán, un Apamate, un Cují, una mata de mango o de mamón). No tengo nada en contra de los turpiales, bonitos son (como las misses), pero definitivamente este es un país de zamuros. Y yo me siento uno.

No sé porqué a ningún cineasta venezolano se le ha ocurrido hacer una película sobre la historia contemporánea de este país desde la perspectiva de un zamuro. Colgarles microcáramas del vientre y dejar que ellos -testigos de excepción de los profano y lo divino que se da cita en este desmadre- nos echen el cuento. Seguro que lo cuentan mejor que nosotros. Sería una película de altura, con mucho vuelo.

Ayer miraba llover desde el balcón, esa lluvia a cántaro roto que se precipita aquí y que arruga el alma. Sobre las ramas de un Yagrumo, justo enfrente, se acompañaban dos zamuros. No se veía ningún otro pájaro en kilómetros a la redonda. Ni un solo azulejo, ni un mísero cristofué, nada de tordos, loros, cucaracheros ni palomas. Sólo los dos zamuros campeando el temporal. Como dos compadres enfundados en ponchos negros calándose el palo de agua. Y estoy seguro, lo puedo jurar, que uno miró al otro y le dijo: “¿Y entonces, qué hacemos?”. Y el otro le respondió con la vista clavada al frente y encogiéndose de hombros: “Pues nada, esperar a que escampe”.

Esperar a que escampe, como tantos venezolanos más. A que este torrencial diluvio de inmundicia e idiotez cese de una buena vez.