martes, 30 de marzo de 2010

Los taxistas pugilistas



En serio que se los cuento tal y como fue. Si no me quieren creer haré uso de mis testigos.

Nosotros estábamos a la puerta de Papabeto, en Cuauhtémoc, esperando a ver si pasaba un taxi. Hacía frío y Víctor Hugo -que se había venido en franelita- se estaba congelando, así que Genaro, mejor adaptado al clima, le prestó su suéter. Pasaron varios minutos de espera estéril hasta que alguien se animó a pedirles a los mesoneros del local, que estaban recogiendo y cerrando, que por favor nos llamaran a un taxi. Mientras esperábamos que del sitio de taxis nos mandaran un par de carros, Genaro decidió echarnos el siguiente cuento:

Yo tenía un taxista de confianza que se llamaba el Chacho, un gordo como de 120 kilos y casi dos metros, hace años que no lo veo. El tipo un día tuvo un problema con otro taxista y el otro taxista le ofreció unos coñazos, pero como el Chacho es un gigante pacífico no le paró, se dio media vuelta y se metió en su taxi. Entonces el otro taxista, doblemente ofendido, se ha lanzado de cabeza y se metió hasta la cintura por la ventana del carro del Chacho y comenzó a caerle a golpes. El Chacho, sentado en su puesto del piloto, lo agarró por una muñeca y lo haló durísimo hasta que le quedaron las piernas colgando y le clavó varios coñazos en la oreja, en la mandíbula y un par de coscorrones. El tipo salió del carro del Chacho todo mareado y antes de que el Chacho arrancara le dijo: “Esta no se queda así, cabrón”. Entonces, una semana después, el Cacho se estaba comiendo unos tacos al pastor en un carrito de esos de la calle para comer de pie, uno donde van los taxistas de madrugada a meterse una bala fría, cuando se le presenta de nuevo el mismo taxista con el que tuvo el lío la otra noche y le dice: te dije que ésta no se quedaba así. Se han quitado las chaquetas, se arremangaron las camisas, improvisaron un ring en el medio de un estacionamiento que estaba por ahí y se dieron de lo lindo, varios rounds, hasta que el otro se rindió y le levantó el puño al Chacho. Esa noche nació el club de los taxistas boxeadores. Me cuenta el Chacho que al principio los taxistas se subían al ring porque tenían problemas personales entre ellos: que si te voy a partir la madre por robarme la clientela, que si te metiste con mi novia y te voy a dejar sin dientes, que si esa ruta entre Reforma y Periférico era mía y tú me la quieres quitar, o tú me negaste el paso el otro día y me chocaste a propósito, cabrón, ahora quién me arregla mi carro. Pero luego las rencillas personales se fueron saldando a golpe limpio y al final los taxistas boxeaban por boxear. Yo he ido a ver al Chacho como tres veces, es comiquísimo, porque pueden poner a pelear a un peso mosca con un peso pesado; así que el Cacho se lanza con toda su humanidad y grita para aplastar al rival. El peo es que se cansa rápido y ya para el segundo round está con la lengua afuera y con la guardia baja, cada guante le pesa como 30 kilos… Mira, ahí llegaron los taxis.

Nos despedimos de Genaro con un fuerte abrazo, nos subimos al taxi y le decimos al chofer la dirección del hotel. El taxista debe ser mudo porque ni contesta; resopla, pone la primera y arranca. Durante todo el trayecto, recorriendo kilómetros y kilómetros de esa ciudad tan hermosa como inabarcable que es Ciudad de México, vamos hablando de lo maravilloso que sería hacer un documental sobre los taxistas pugilistas, que es un cuento fantástico y que seguro era un invento de Genaro, que lo hizo para quitarnos el frío y hacernos más llevadera la espera. Que Cortázar decía que en los cuentos se ganaba por nocaut y en las novelas se ganaba por decisión. Genaro nos había encajado un KO fulminante.

Llegamos al hotel y, mientras pagamos los 50 pesos de la carrera, mi esposa le comenta a Víctor Hugo: “Chamo, te trajiste el suéter de Genaro”.

Y el taxista, que ha permanecido en silencio durante todo el viaje, se gira pesadamente sobre su asiento –es un tipo enorme, empotrado detrás del volante-, nos da el cambio y dice: “Genaro es mi amigo, él ha ido a verme en mis peleas. Mucho gusto, yo soy el Chacho”.

jueves, 11 de marzo de 2010

The XX, mejor un color que dos


Me gustan los XX. Me gusta el aire aniñado de su cantante con sobrepeso, dan ganas de amasarla y de cubrirle la carita a beso limpio. Me gusta esa simpleza, ese sano principio de que mejor un color que dos, que mejor una sola nota o una sola cuerda antes que ponerse a hacer malabares cromáticos y acústicos.

Una vez, almorzando con mi querida amiga Adriana Bertorelli en el Mesón de Chacao -ella devorando un pescado con suficiente carne blanca como para dudar si era un pollo y yo hincándole el diente a una pata de cordero más grande que mi cabeza- me comentó: Hay escritores que dan ganas de leer y hay otros que dan ganas de escribir. Y la frase (seguro que ella no se acuerda ni se entera) me hizo mella. Porque uno aprende de la gente incluso cuando uno piensa que no, y más aún cuando la gente te ha comentado algo sin ninguna intención de enseñarte absolutamente nada.

Yo pienso en las instrucciones para bajar una escalera o las instrucciones para llorar de Cortázar. Pienso en los cuentos hiperbreves de Augusto Monterroso o de Ana María Shúa; pienso en esas novelas hechas como quien no quiere la cosa por Bioy Casares o de Héctor Abad Faciolince. También se me vienen a la mente las películas de ese mago armenio llamado Peleshian o del mago estadounidense Stan Brakhage. Me pasa igualito con mis queridos amigos y compañeros de resistencia de Los hermanos Chang. Y uno se enfrenta a eso y, con toda ingenuidad y desparpajo, piensa: yo podría escribir algo así, lo que me falta es sentarme con suficiente tiempo y tranquilidad como para hacerlo. Pero seguro me sale.

Pero resulta que no. Que esa sencillez y esa llanura son la cosa más compleja del mundo. Que hacer arte minimalista es más complicado que hacer una catedral barroca. Y que esas cosas con pinta sencillísima sirven, precisamente, para que a uno le den ganas de intentarlo, una y otra vez, y se dé cuenta de que todavía no, que no estás listo, no te sale, que quizás mañana o pasado.

Si yo hubiera sido músico (vaya, he dicho ya la típica frase del músico frustrado) hubiera hecho música como los XX. Me hubiera desentendido del resto de las cuerdas de la guitarra para sacarle ese sonido a una sola de ellas. De haber sido músico hubiera tocado con pausa cada acorde para que lentamente me diera tiempo de llegarle al siguiente (es que además de no tener oído salí torpe). Me hubiera refugiado en la comodidad de unos pocos centímetros y un par de notas.

Que alguien piense que las cosas que haces no son tanto para leer, ver, escuchar o admirar, como para dar ganas de hacerlo uno mismo es, sencillamente, una belleza. Como la música de los XX.




The XX, en el show de ese benefactor de la humanidad llamado Jools Holland