miércoles, 26 de mayo de 2010

Homúnculo

A lo largo de la historia algunos filósofos y alquimistas han barajado la idea de que dentro de nosotros habita un pequeño sujeto que -sentado en su sillón, viendo la pantalla que tenemos detrás de nuestros párpados- es el verdadero responsable de interpretar esa película en la que estamos metidos y llamamos vida.

El homúnculo se parece un montón a un hombre pero a escala; es el habitante del cerebro, un inquilino diminuto e íntimo que nos tiene la casa tomada, nos guste o no.

El homúnculo explicaría una cantidad de cosas (aunque complicaría y confundiría aún más otras tantas):

-A veces uno se encuentra metido en una diatriba, una lucha entre lo correcto y lo que uno realmente quisiera hacer. Eso en las comiquitas se suele representar como un angelito y diablito, cada uno en una oreja, que nos susurran consejos encontrados. Eso es una ridiculez, tal cosa no existe. Realmente el que nos susurra cosas insólitas y nos mete fantasías delirantes en la cabeza es el homúnculo. Y uno casi siempre le termina haciendo caso, y cuando no, uno a la larga se arrepiente.

-La próxima vez que te veas envuelto en una situación de esas “pero qué necesidad tienes tú de meterte en ese lío”. Ya sabes hacia dónde poner a apuntar el dedo acusador.


-Los homúnculos tienen un sentido del humor muy raro. Se divierten con cosas extrañas que no son las mismas que le divierten a uno. Por eso es que a uno le pasan cosas muy locas y luego se pregunta: pero por qué me pasa esto a mí. O la gente dice: esas cosas te pasan sólo a ti. Pero no es culpa de uno, es del homúnculo. Por cierto, un saludo al pana aquel de Barceloneta que se acercó a preguntarme si me podía oler los pies. Ha sido el festín de mi homúnculo y de los homúnculos de un gentío.

-Hay gente que tiene un imán poderosísimo para atraer a locos y locas. No hay nada de malo en uno, tranquilos. Son los homúnculos los que se reconocen, se identifican y luego dicen: qué loco está el homúnculo de ese carajo, mucho más loco que yo.


-La música es el lenguaje de los homúnculos. Uno nunca sabe por qué le gusta tanto una canción y por qué aborrece otras. El único que entiende es el homúnculo. Él lo entiende todo. Y por eso te pide que la pongas una y otra y otra vez, a ver si te enteras de eso tan importante.


-Cuando la gente que uno quiere son además aliados musicales, los homúnculos bailan juntos, cantan juntos, arman enormes fiestas y tertulias, se ponen eufóricos o melancólicos con los mismos sonidos. Y la música dice todo eso que uno con palabras no puede y tampoco hace falta. Eso es poderosísimo.

-Por cierto, el homúnculo de Cerati está dando otra vuelta por el universo mientras él duerme. Regresará dentro de poco con un saco de rocas espaciales y polvo de estrellas para todos los que hayan pedido algo.

-Los insomnes tienen homúnculos
hiperactivos. Uno está cansado, agotado, necesita urgentemente dormir; pero el homúnculo quiere jugar fútbol, salir a caminar, sacar saldos que casi siempre dan números rojos y pensar durante horas qué pasaría si uno mezcla a un delfín con un hipopótamo. Amanece y uno está sonámbulo, entonces el homúnculo aprovecha para echar una siesta.

-Las ideas no se le ocurren a uno, siempre son ideas del homúnculo. Una buena idea es simplemente un chispazo, un grito, un pinchazo que desde adentro te pega el homúnculo. A uno le toca convertir eso en un cuadro, una escultura, un poema, una casa, un cuento. Si eso queda bien o mal, ya la responsabilidad no es del homúnculo, es de uno.

-La gente muy dogmática tiene al homúnculo encerrado, amordazado y con camisa de fuerza en un cuarto oscuro al fondo del cerebro. Por eso es que, al mínimo descuido, cuando el tipo se zafa y se escapa, hacen esas cosas horribles.

-En el mundo del futuro habrá terapia para homúnculos. Porque uno es simplemente el medio, un vehículo, pero el que necesita terapia es él. Se les hará psicoanálisis y se les medicará. En algunos casos serán tratados con lobotomía y con electroshock. O se les condenará a muerte con inyección letal o por extirpación. La gente se curará y la humanidad entera será normal y corriente. Y el mundo será entonces un lugar aún más mediocre y aburrido.

-La felicidad es el arte de entenderse con el propio homúnculo. Llegar a un armisticio, a un pacto de no agresión. Por eso la felicidad, al final, se acaba pareciendo tanto a la calma. Pero para llegar allí primero hay que caerse a coñazos con el homúnculo durante todo el trayecto, la vida entera.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Gustavo y los nuestros


Sí, lo confieso, a mí el Fuerza Natural, el último disco de Cerati, nunca me gustó. Me pareció un disco regulero, una cosa campestre con nostalgia de viejo roquero al que ya le pesa colgarse la guitarra y le aturden los amplificadores; el disco de un músico al que le va creciendo la panza, se le va poniendo la cabeza cana y comienza a mirar más hacia atrás que hacia el frente, como una pequeña traición que sólo a él se la podíamos permitir, porque hacia el frente era el lugar donde siempre nos acostumbró que miraba él. Hacia allí nos llevaba para que lo lleváramos.

Compramos el boleto para el concierto del sábado, ése que sería en el campo de fútbol de la Simón Bolívar, sin muchas expectativas, casi como un ritual; porque si viene Cerati uno tiene que verlo. Es como un familiar que vive afuera y que viene cada cuanto y entonces tácitamente se organiza una reunioncita para verlo. Para vernos. Tenemos 20 años recibiendo a Gustavo. Hemos envejecido con él, nos ha crecido la panza con él, se lo hemos puesto a sonar a nuestras madres, hermanos, amigos, enemigos, novias, hijos, exmujeres, perros, tortugas. Porque el peor disco de Cerati es mejor, con distancia, que el mejor disco del 95% de las bandas que suenan por allí. Así que había que ir, aunque fuera para decir: ya este pana no es el mismo. Está viejo. Estamos viejos todos.

Pero Cerati se ha lanzado el concierto de su vida. Se mandó un camión de música, el mejor as que tenía escondido bajo la manga, una cosa impecable, memorable, masiva y maciza, y además en dos entregas: la etapa negra y la blanca. La negra estuvo potente, pero la blanca no tuvo nombre. En la blanca fue cuando se me ocurrió comentarle a Claire y a mis amigos: “Siento que se está despidiendo de nosotros; esto me huele a última vez”. Y me miraron con cara de “pero qué cosas dices, cállate, no seas pavoso y déjanos disfrutar el concierto”. No sé, será porque yo no me sé despedir y por eso he desarrollado un olfato especial para percibir cuándo los otros sí. Se despiden aunque no estén conscientes de ello, aunque no lo sepan.

Gustavo siempre nos ha dejado un comentario para la posteridad, una perla con matiz porteño (a medio camino entre la afectación, la poesía y el chiste), siempre ha abierto la boca en sus conciertos para dejar una frase memorable sembrada en el imaginario colectivo de los presentes: “El poliedro esta noche… parece… parece un paralelepípedo”. O, una vez, señalando a un muñeco inflable de esos que dice cosas como Duracell y mueve la cabeza y las extremidades gracias a un tubo que les dispara aire caliente por dentro, comentó: “¡Qué bien, mira cómo baila el flaco!”. O cuando vino un diciembre hace poco, a razón de la vuelta de Soda Stereo, y comentó: “Es primera vez que venimos a Caracas y hace fresco… es como el calentamiento global… pero al revés”.

Cerati esa noche del sábado pasado sonó como nunca, habló como nunca, bebía de su trago infinito y brindaba: “Salud, por un mundo destruido”. Estuvo simpático y ocurrente. Un bicho de esos nocturnos que vuela hacia la luz se le incrustó en su afro a mitad de una canción: “Se me metió una langosta en la cabeza, bueno al menos ya hay algo allí dentro”. Y al ver que el concierto pasaba de dos horas y nadie se iba: “Es noche de sábado, ¿acaso no tienen nada mejor qué hacer?”.

No, Gustavo, la verdad no había nada mejor qué hacer. Son pocas las oportunidades en la vida en que uno dice me quedaría en este instante un ratísimo más. Y si vives en esta Caracas de hoy, pues menos aún. Además te habías traído a esa corista, Gustavo, Dios mío, gracias por la corista.

Al día siguiente ya la noticia estaba por todas partes, Cerati había sufrido un ACV, tenía parte de la cara paralizada, problemas para hablar, esa misma noche lo habían llevado a la clínica, estaría de reposo y en estado delicado por unos días.

Y es inevitable sentir, al menos para mí, que está hospitalizado uno de los nuestros. Que ese tipo es un amigo que ha ido a la playa con uno, que se ha calado tus despechos, que te ha acompañado en las borracheras, en las euforias, que con él estuviste en el colegio y en la universidad y que cuando comprobaste que a ella le gustaba más Cerati que Luis Miguel dijiste: coño, entonces sí que vamos en serio con esta flaca. Es inevitable pensar que creciste escuchando a Cerati, citando a Cerati, que hay tantos Ceratis como varios tú ha habido en tu vida. Recuerdas quién eras cuando el Signos, recuerdas con quién estabas en Canción Animal, recuerdas aquel día que te pasó aquello, qué fuerte, cuando sonaba el Dynamo. Cerati estuvo contigo en el verano, en el invierno, en el banquito aquel durante el otoño, pero también en la Gran Sabana, en Mérida, en Barcelona, en la cola aquella del día que casi mueres tapiado en la autopista. Hay amigos que se te fueron pero que siempre están cuando suena el Amor Amarillo, siempre vuelven a estar y siempre aparecen y siempre les dices: “coño, qué risa, qué bueno estuvo, algún día volveremos a escucharlo juntos, donde sea”. Cerati es parte del soundtrack, es parte del escenario, es parte del guión, es un actor de reparto que siempre ha estado allí en un costado del encuadre y que, a veces, más de una vez, ha sido también protagonista. Menos mal.

Ese narizón, lo diré con absoluto desparpajo y con toda desvergüenza, se me antoja mejor poeta que mucho poeta oficial con P mayúscula que uno debería leerse según dicta el canon. Ese flaco es mejor narrador que la gran mayoría de escritores que uno encuentra en una librería de Caracas (sobre todo los foráneos). Ese narizón hace cómics con su música. Hace cine con su música. Pinta cuadros con su música. A quien le gusta Cerati sabe exactamente a qué me refiero.

En un mundo superpoblado de Davides Bisbales, de Ricardos Montaneres, de Olgas Tañones y de reguetoneros de toda calaña (ojo: no hay por qué hacer reguetón para ser reguetonero) Gustavo es un oasis, un bálsamo, la luz noble al final del túnel. Es, en la música, el portador de ese placer indescriptible que uno tiene cuando lee a Bioy Casares o a Cortázar y dices: pana, qué grandes que son estos tipos y en tu propio idioma. Gustavo es, por fin, uno de los nuestros. Y vaya que quedan poquísimos.

Así que nos haces el favor, Gustavo, te recuperas del todo, abandonas esa cama y agarras tu guitarra y vas a hacer un disco aún peor que el Fuerza Natural. Porque la verdad es que prefiero mil veces hablar sobre cómo la has cagado y sobre lo viejo que estás (que estamos todos) y que ojalá el bajón sea pasajero para que el próximo disco vuelvas a ser sublime (porque siempre habrá otro disco y siempre tienes que venir para volverte a ver como todos los años), lo prefiero mil millones antes que sentir esta profunda tristeza de tan solo pensar que de verdad te estabas despidiendo en el mejor concierto que este país haya visto jamás. Lo sentimos pero no te aceptamos el adiós, Gustavo. No te irás, te quedas aquí.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Amanda y el cine


Él se levantó porque a pesar del silencio que siempre habitaba la casa a esas horas había un ruido como de estática y un fulgor al fondo del pasillo. En un arranque de autonomía puso los pies sobre el suelo helado y se fue hacia aquello que estaba encendido. Cruzó frente a la puerta del cuarto de sus padres, cruzó la de la habitación de las muchachas, pasó por la biblioteca y el comedor sin hacer el mínimo ruido, arrastrando las medias, hasta llegar a la sala donde encontró a Amanda viendo la tele.

—¿Qué estás viendo— preguntó él.
—Perro… qué susto me metiste —dijo Amanda con los ojos desorbitados como de Paraulata. — Habla pasito para que no se despierten, veo una película con Audrey Hepburn.

Él se subió al sofá y se sentó en el cojín de al lado. Esa noche conoció a Odri Jepborn (¿tú de verdad estás segura que eso se escribe así: Audrey Hepburn?) y descubrió con la boca abierta que entre todas las mujeres del mundo había que buscarse una igualita a ella pero para él. Y esa noche supo que a esas horas -y con la casa dormida- los fines de semana había algo secreto y fascinante que sólo compartiría con su hermana Amanda.

Con Amanda conoció también a Marilyn Monroe, a Joanne Crawford, a Rita Heyworth, a Claudia Cardinale (que estaba casi tan linda como la Jepborn), a Sofía Loren y a Grace Kelly (de quien Amanda comentó: “esa es la princesa de Mónaco”. Cosa que no significó absolutamente nada para él sino hasta varios años más tarde). Las noches de viernes y de sábado frente al televisor eran un ritual sagrado esperado con ansiedad de manos sudadas, y en ese espacio, iluminados por la pantalla y mientras todos roncaban, ellos decretaban la alianza, se borraba cualquier pelea, cualquier disgusto de la semana. Eran noches de cine.

Cierta vez se quedaron más tarde de la cuenta viendo una de terror. Esa noche el programador del canal se habrá vuelto loco o puso a un suplente, el punto es que no hubo divas de los 60, ni comedias, ni romance, ni espionaje. Era una cosa espeluznante sobre una novia que el día de su boda y con el traje puesto, apurada por llegar a la iglesia, se fue por un precipicio. Entonces el fantasma de la novia se aparecía al borde de la carretera haciendo dedo para pedirles a los conductores solitarios que la llevaran, y por supuesto nadie se paraba, aceleraban aterrorizados, sólo para descubrir en el reflejo del retrovisor, unos metros más tarde, que la novia iba sentada en el asiento de atrás. Y la novia era horrible, era un cadáver verde y morado con ojeras como cavernas y con velo, lo que lo hacía todo peor. Apagaron los hermanos el televisor y se fueron a la cama. Amanda entró a su cuarto y dijo buenas noches. Él se encerró en el suyo y durante horas de terror e insomnio infantil, cubierto con las sábanas desde el último pelo hasta los talones, estuvo diseñando mentalmente camas blindadas como sarcófagos iluminados por dentro, una cosa impenetrable similar a un submarino particular, donde el niño aterrorizado podía pasar la noche con la misma luz del día y protegido contra cualquier tipo de vampiro, monstruo, novia cadáver o espectro allá afuera. Por fin, cuando aquella imagen espantosa de fantasma con velo se distrajo y le permitió cinco minutos de alivio, se quedó dormido. Esa noche, ya de madrugada, se quiso cambiar de posición y tropezó con algo duro. Algo que se movió, le arrancó las sábanas de sopetón y lo encaró.

—¡Dios mío, qué es esto!— gritó él.
—Shhhhhh… cállate, soy yo— dijo Amanda, blanquísima, pálida, puro dientes y ojos saltones—. Es que no me podía dormir del miedo.

Se estuvieron riendo hasta el amanecer, con esa risa contagiosa e indetenible que sólo ocurre cuando uno sabe que no se puede reír.

Pasaron muchos fines de semana con sus respectivas noches de cine. Las suficientes como para que Amanda le enseñara a escribir Audrey Hepburn y a pronunciarlo sin que la lengua se le volviera un coleto seco. Las suficientes como para que Amanda se enamorara de un compañero de clases, uno de la raza de los gigantes buenos. “Es lo único simpático que tienes” le dijo él un día, en medio de una discusión de hermanos, pensando que con eso le daba duro en donde más mella le podía hacer; pero para ella no fue más que un cumplido. Con ese gigante noble haría pareja la vida entera y en unos años pasarían de ser dos a ser cinco. Y mientras tanto el hermanito creció, se buscó (y encontró) a su propia Audrey Hepburn con toque de Cardinale; y siguió sumergido religiosamente en ese mundo a oscuras, secreto, ese reino de luces y sombras que no hubiera conocido -y del que no se hubiera enamorado- de no ser por Amanda.

Ah, y él se pasaría la vida tratando de escribir historias de terror y de risa, a veces las dos cosas a la vez, buscando –quién sabe si conscientemente- replicar en ellos mismos y en otros aquella noche cómplice en que Amanda y él se llevaron el susto de su vida y rieron hasta el amanecer.