viernes, 26 de noviembre de 2010

Tragedia del arbolito (Episodio I)


Por alguna extraña razón, que aún no nos queda clara, lo del arbolito de navidad fue siempre un punto de honor para papá: En esta casa no se pone esa vaina, chico, punto.


De manera que todos los diciembres se desataba religiosamente una batalla silenciosa por el arbolito, una guerra de cuatro contra uno, todos unidos contra mi papá: este año sí que vamos a montar el árbol de navidad en casa, a lo que el viejo se cruzaba de brazos sobre la barriga y decía: a que este año tampoco.


Fue una guerra en la que papá nos revolcó navidad tras navidad.


I

El capítulo I de esta tragedia navideña comienza con mi primo Luisito -sin camisa y con cuatro panas melenudos- montado en la parte de atrás de una camioneta pick-up llena hasta el tope de pinos canadienses. Luisito vivía a tres casas de la nuestra y había decidido financiarse su propio niño Jesús (y el de sus amigotes) vendiéndole a todo el vecindario los pinos para hacer arbolitos navideños –una costumbre misteriosamente venezolana-. Luisito tocó al timbre de nuestra casa y nosotros salimos a ver aquella esperanza verde que se desbordaba por todos los costados de la camioneta. Mi papá salió a recibirlo y nosotros le seguimos un metro más atrás:


-Bendición, tío… mire, que estoy vendiendo pinos canadienses a 100 bolos, pero yo a usted le hago un precio especial de familia.


Nosotros, como cachorros agazapado detrás del papá oso, le dimos gracias mentales a Tía Clemencia (la mamá de Luisito) por haber traído al mundo a semejante prodigio, le dimos gracias también a quien quiera haya sido el que inventó el concepto de familia, hicimos una ola subatómica sin que se nos moviera un músculo, se nos sudaron las manos y se nos cortó el aliento. Era imposible que papá le dijera a su sobrino que no. Habíamos ganado la guerra gracias al primo.


-No, gracias, hijo. En esta casa ponemos el pesebre solamente, no nos gusta el arbolito.


Eso dijo el vegetal: No gracias, aquí no nos gusta el arbolito.


Mamá bajó la cabeza, mis hermanas indignadas se fueron a encerrar en su cuarto y yo me quedé, de puro masoquista, a ver cómo se alejaba la felicidad verde calle arriba, bajo la mirada aprobatoria de papá y su sonrisa satisfecha por la misión cumplida.


Ese año los amiguetes del colegio me convencieron de que sus arbolitos, los que tenían montados y adornados en la sala de su casa, venían nevados con nieve natural canadiense, que medían ocho metros sin contar la estrella de la punta, que todo en sus casas olía a pino (mira, huéleme el pelo para que veas), que cuando les encendían las luces al arbolito se tenían que tapar los ojos del encandilamiento, que sus papás eran dueños de una hacienda en Canadá del tamaño de Venezuela que producía pinos y pinos y pinos, y que si yo quería llamaban ya a sus papás para que se pusiera de acuerdo con el mío y le trajeran 10 pinos en una avioneta privada, cada uno con dos canadienses enanos para ayudar a cargarlo.


Y yo les dije: no, tranquilos, no hace falta. Nosotros ya hace rato que montamos el arbolito… uno un pelo más chiquito, como de 8 metros pero con la estrella incluida.


Cuando ya era 29 de diciembre y no tenía sentido alguno comprar el pino del carajo, mi papá se conmovió un par de milímetros -creo que gracias a la tristeza que exudaban mis hermanas- y me dijo en un susurro: Chamo, baja a casa de tu tía Clemencia y pregúntale a Luisito en cuánto nos vende un pino de esos que tenía el otro día.


Yo pegué un salto del tamaño de tres casas y cuando aparecí en la reja de Tía Clemencia me encontré a Luisito, con sus cuatro panas descamisados y melenudos, tomando cervezas en el jardín. Tragué grueso –a los 9 años, la gente de 18 son gigantes que intimidan un montón-, puse la voz lo más gruesa que pude y solté una frase en la que se me fue el alma:


-Hola, Luisito… mira, que me mandan a preguntar que en cuánto nos dejas un pinito de navidad…


A lo que Luisito, con una sonrisa de medio lado compartida con los amigotes, contestó (sin abrir casi la boca) una cosa que sonaba así:


-No-ueon-io-vendt-tzsa-vain


Y se cagaron de risa.


Yo entonces entendí, en medio de la frustración y con las únicas dos neuronas que la vergüenza me había dejado en pie, que “No-ueon-io-vendt-tzsa-vain” significaba “No, huevón, yo vendí toda esa vaina”.


Regresé a casa cabitabundo y medisbajo (que las neuronas, insisto, se me habían chamuscado en descifrarle la jerga a Luisito), con las manos en los bolsillos y pateando la latita.


Mamá y las muchachas me esperaban en la escalera jurando que yo era portador de buenas nuevas. Apenas me vieron se dieron cuenta de que este año -tampoco y una vez más-, iba a haber arbolito en casa.


-¿Y qué pasó con el pino, le preguntaste a Luisito?- preguntó mi papá que era el único capaz de articular palabra.


-Nada, me dijo que él había vendt-tzsa-vain.


Todavía hoy, a veces, me despierto en medio de la madrugada y, sin ninguna razón aparente, lo único que se me viene a la mente es “io-vendt-tzsa-vain”.


miércoles, 17 de noviembre de 2010

Errol Morris, la magia de saber freír huevos


Dice la promoción que rota en ese oasis de canal por cable llamado Max, que el estadounidense Errol Morris está considerado entre los diez cineastas más importantes del mundo. No sé de dónde viene la estadística ni quiénes son los dueños del canon de ese top ten de los cineastas más importantes del planeta, sólo sé que por fin estoy de acuerdo. Morris es un mago. Errol Morris es para el cine documental lo que Zidane es para el fútbol.

Errol Morris hace películas con la gracia de quien pone a freír un huevo hasta su punto preciso y precioso de cocción. Con una sencillez tal que le hace pensar a uno que hacer un documental es así de simple, así de facilito. Es de esos magos que le transmiten a uno las ganas de inventarse sus propios trucos, creyendo que si uno los imita les pueden salir igual de bien las maromas, cosa que –para ser honestos- no sucede prácticamente jamás.

Standard Operating Procedure es la última película de Morris. Una gema que se adentra -con la sencillez y la mordacidad que le caracterizan- en esos eventos abominables de Abu Ghraib, aquella cárcel en Iraq donde los soldados norteamericanos se dieron a la tarea de tomarse fotos mientras torturaban y humillaban a sus prisioneros de guerra iraquíes.

Morris va desnudando con sutiliza este monumento titánico a la crueldad y la estupidez. Deja que cada uno de sus entrevistados se ahorque con su propia lengua y se pisen sus propios testículos con toda la pesadez de sus botas militares.

Gilles Lipovestky sostiene que el gran síntoma de nuestros tiempos es contar nuestras vidas como si se tratara de una película épica, todo está traducido en los códigos de Hollywood. La gente cuenta sus experiencias como si se tratara de un guión cinematográfico y al final, por más que se empeñen en vendernos sus vivencias como grandes cosotas, nos suele quedar la sensación de que no hay película, que no hay viaje del héroe y que ni siquiera hay héroe (muy al contrario, eso no deberías contarlo porque es patético y da pena). Exactamente eso pasa con los entrevistados de Standard Operating Procedure, se creen protagonistas de un drama contado en clave de epopeya que resulta una soberana mamarrachada.

Los hay los que se victimizan y confiesan (con su cara de palo en primer plano): “yo simplemente cumplía las órdenes de un sargento malvado que me obligaba a hacer eso para saber dónde estaba escondido Saddam Hussein y así ponerle fin a la guerra”. Y Morris, mientras tanto, nos coloca en pantalla la fotografía del miserable que habla, el mismo cretino con unos añitos menos, que con una sonrisa enorme le lanza un perro a un prisionero árabe. Hay otra entrevistada que asegura que le tendieron una trampa, que eran bromitas inofensivas sólo para el consumo interno, que se suponía que eso no saldría jamás del petit comité de soldados gozones; y mientras su voz quejicosa se escucha de fondo vemos a la muchacha con el pelo al ras y con sus 21 añitos, sosteniendo la cadena con la que tiene atado a un iraquí como si fuera un perro. Luego, en otra imagen, la vemos a la misma chiquita –cigarro en boca- burlándose del pene de otro prisionero mientras lo obliga a masturbarse. Hay otro soldado, metido de cabeza en su papel del policía bueno, que dice que gracias a él los prisioneros no sufrieron más, porque tuvo la gentileza de quitarles las esposas antes de ordenarlos en la pirámide humana de cuerpos desnudos.









Hay otra señorita, que de no ser tan patética estaría bueno hacerle la ola, que sostiene durante los 90 minutos de documental, que ella estaba tomando las fotos y se dejaba tomar fotos, porque quería dejar constancia de que la tortura existía y que era digna de rechazo: “Yo sabía que nadie entendería que mis intenciones eran las de mostrar esto al mundo, tuve que actuar para que estos hechos repudiables no se repitieran jamás”. Definitivamente el mundo está lleno de chavistas que ni lo sospechan, chavistas que lo son de corazón sin tener idea de qué es ser chavista. Farsantes que juran que sus interlocutores son una cuerda de idiotas que se creen esos cuentotes sacados de la chistera con el esfuerzo de un par de neuronas mal puestas en acción.




Al final, todos concuerdan en que la bulla es más que la cabuya. Que algunas cosas de las que hicieron no son más que Procedimientos Operativos Estándar (de allí el nombre del film), en pocas palabras, que así hacemos las cosas y no es un crimen convertir a un preso de guerra en arbolito de navidad con electricidad y todo para que se le enciendan las luces.

Mientras tanto, al mismo tiempo que los carceleros estadounidenses de Abu Ghraib se la pasaban bomba torturando y humillando a los prisioneros iraquíes, otro grupo de soldados destinados a operaciones en el desierto se topaba, por puro golpe de suerte, a Hussein escondido en una finca cerca del río Tigris. Tocaron a la puerta, les abrió el mismo Saddam y les dijo: “Soy Saddam Hussein, líder del pueblo de Iraq, éste es mi pueblo y todas las casas de mi pueblo son la mía. Tengo hambre así que me voy a preparar un huevo” (sí, es verdad, todos estos payasos trágicos por lo visto han sido poseídos por el mismo espíritu burlón y lo único que los diferencia es que tienen más o menos bigote). Entonces Hussein se va a la cocina y se prepara un huevo frito, uno solo, antes de ser puesto bajo arresto, asunto que Morris resuelve en una secuencia gloriosa donde se limita a filmar en contrapicado a un huevo friéndose sobre una sartén transparente. Palabra que es el huevo frito más elocuente y hermoso que nadie haya registrado en película jamás.

No quisiera arruinarles el final de la película, de verdad que no tiene desperdicio y bien vale la pena dedicarle dos horas de la vida, pero no puedo dejar de mencionar algo que ocurre al final, cuando Errol Morris les pregunta a sus entrevistados qué cambiarían de sus vidas, y uno de ellos, el oficial con más alto rango entre los torturadores, con solemnidad y mirada reflexiva perdida en el horizonte dice:

-Te juro por Dios que no lo sé, por más que lo pienso no encuentro nada que cambiaría.


martes, 9 de noviembre de 2010

Bono, el impostor


A mi Claire le habían comentado que los alebrijes del Paseo de la Reforma iban a estar buenos el día de los muertos. Entonces tomamos un taxi y nos dejó en la esquina, cerca del ángel, y desde ese punto podíamos ver la cuadra entera llena de alebrijes de lado y lado. Los alebrijes, nos explicó Vanessa, son unas criaturas fantásticas hechas de papel, cartón y retazos de madera, pintadas de colores vivísimos, una mezcla de varios animales o de personas con animales, son como quimeras pero a la mexicana.

Empezamos a caminar por la acera de la derecha y había algunos alebrijes delirantes de hasta cuatro metros de envergadura, hechos con un cariño y una paciencia que tampoco parecen de este mundo. Los había de demonios con caballo, con pájaro y con oruga, o de jaguares con mariposa; de águilas mezcladas con pingüino y delfín. Los había que daban ganas de abrazarlos o llevárselos a la familia (mira esta cosita de 3 metros que te traje para que la pongas en la sala), había los que daban miedo, los que daban risa con susto. Había otros, a decir verdad, que daban pena y que los pudimos haber hecho perfectamente mi compadre Alfredo Meza y yo –los peores estudiantes de artes gráficas y los más nefastos directores de arte que hayan caminado alguna vez por los pasillos de la Universidad Católica-. Y, tristemente, había también un montón de alebrijes que se olvidaron de ser criaturas fantásticas para convertirse en homenajes desfigurados de Zapata, Pancho Villa, Morelos o Porfirio Díaz. Qué cosa rara, una manía similar a la que tenemos los venezolanos de convertirlo casi todo en una representación de Bolívar, de Chávez o de la nefasta corte santera de Negros Primeros, Marías Lionzas y Caciques Guaicaipuros. Digamos que la misma enfermedad pero con otros síntomas.

Cuando terminamos de recorrer la primera cuadra, después de haber visto a un centenar de alebrijes de toda calaña, teníamos la lengua afuera pero aún nos faltaba la otra mitad. Habíamos visto ya al alebrije ganador del segundo premio, al alebrije premio del público, un par de alebrijes mención especial, pero nos faltaba el ganador que seguro estaba en la otra acera y seguro era el último de la hilera caminando de aquí para allá. Claire y Aída dijeron qué va, vayan ustedes, nosotras nos quedamos en este banquito bajo la sombra. Yo me fui con Vanessa, María Fernanda y Barbarita (quien tiene otro nombre pero no le gusta y no lo puedo ni nombrar) a la caza del mejor alebrije del mundo. Y cuando íbamos por el número 279, o así, nos chocamos con una multitud aglomerada alrededor de uno y nosotros dijimos por fin, éste es, debe ser una maravilla; pero entonces nos dimos cuenta de que algo raro pasaba, que la gente no se amontonaba por el alebrije, que lo que les llamaba la atención era algo más terrenal y que estaba más a la altura del suelo. Y Vanessa entonces gritó: ¡Coño, mira a Bono!




Bono, marico, era Bono. Gordo, viejo, vuelto leña, con la cara marcada por el acné, pero con los anteojos de cristales de colores de Bono, vestido de negro Bono, con los mismos zarcillos y el mismo pelo de alguien que alguna vez coqueteó con ser punk y lo intenta llevar con cierta dignidad a pesar de que el tiempo lo cura y lo arruina todo. Bono en persona. Bono tomándole fotos a los alebrijes, Bono tomándose fotos con la gente, Bono con un par de gorilas que lo ayudaban a respirar por encima de la masa enfebrecida. Y uno en ese momento –hay que asumirlo con hidalguía- se convierte en eso que Ortega y Gasset llamaba “el hombre masa”. Repentinamente el conteo de neuronas se te va al piso y lo único que quieres es tener una cámara en la mano y un teléfono para decirle a todos los pendejos que no están: Panita, estoy con Bono. Tu vida entera se reduce a la necesidad –y a la necedad- de que quede constancia de que te acabas de encontrar en mitad de la calle y estás al alcance de un brazo estirado de uno de los 5 carajos más famosos del planeta. Más que Pelé, más que la Cocacola. Bono, el único, el original, el de U2.

Le tomamos varias fotos a Bono, le mandamos mensajes a un gentío (nadie nos creyó, claro, porque las cosas buenas y sorprendentes nunca le pasan a uno, sólo a los demás). Bono nos tomó fotos, se tomó fotos con la turba de mujeres y hombres masa y hubo hasta gente que le decía: Thank you, big fan, you are amazing, I love you y tal.

Al día siguiente, temprano en la oficina, le contamos a todo el mundo –apenas nos preguntaban qué tal ayer, cómo pasaron el día de los muertos-: Marico, vimos a Bono, estuvimos con Bono, somos panas de Bono, ustedes no se imaginan que Bono, ahora mismo, anda como cualquier güevón de a pie por las calles de esta ciudad. A lo que nos respondieron: ¡Ja! Ese no es Bono, es un impostor que se hace pasar por Bono, todo el mundo lo ha visto y todo el mundo lo sabe.

Hagamos una pausa para que puedan ahora ustedes burlarse y reírse.



Muy bien, seguimos…

Hay una película de Harmony Korine protagonizada por el mexicano Diego Luna que se llama Mister Lonely. La cosa va de un tipo que es doble de Michael Jackson; se viste como Jackson, se maquilla y se peina como Jackson, se para en las calles a bailar como Jackson y se gana la vida haciendo el papel de Michael Jackson. Llega un punto en que Michael conoce a Marilyn Monroe (la doble, claro) y se enamora de ella (Michael Jackson no pega una con las mujeres, ni siquiera como doble, cómo coño se le ocurre enamorarse de Marilyn). Bueno, el punto es que Michael se va detrás de Marilyn y ésta lo lleva hasta una isla escondida donde sólo viven los dobles de los famosos, una república independiente donde ya no son tienen que ser más la copia de algún otro sino que por fin pueden vivir como originales y únicos. Ah, el presidente de la isla es Chaplin quién, además de celópata, es esposo de Marilyn. Una belleza, la que le espera a Michael Jackson.

Bueno, a lo que vinimos: todo este vueltón de alebrijes, de días de muertos, de triángulos amorosos entre Michael Jackson, Marilyn Monroe y Chaplin, de Bonos impostores y de fanáticos defraudados, es para avisarles que tenemos un plan benéfico: estamos haciendo una colecta para secuestrar a este grandísimo cabrón que se anda burlando de todos en su propia cara haciéndose pasar por el cantante de U2. Le vamos a quitar los lentes anaranjados, le vamos a pintar el pelo de su tono original, le vamos a quitar las argollas de oro (seguro que son falsas también), le vamos a poner una pinta que ponga en evidencia su papada, su barriga, su verdadero rostro, y –justo después de que cada uno de los que han sido engañados por él le haya propinado un coquito, un lepe o un chicote- lo vamos a subir a una barca con destino a la isla de los dobles, esa misma que gobierna Chaplin con mano de hierro.

Pobrecito Bono, el impostor, no se imagina lo duros que son en esa isla con los farsantes.