lunes, 30 de enero de 2012

La hermandad de los traumas absurdos



Todos padecemos de un trauma absurdo. Tenemos, claro está, otros; los justificados, los comprensibles, los que son dignos de análisis y razonamiento; pero el absurdo está allí y allí se queda. Como una ronchita sobre una parte sensible del cuero cabelludo que nos arrancamos cada vez que nos pasamos un peine; no es una cosa que nos va a matar, pero sí nos hace preguntar con un toque de inquietud quizá desproporcionada ¿Pero por qué a mí? Es como un cuerpo extraño que nos acompaña la vida entera y ése sí que no se lo comentamos a nadie.

Mi trauma absurdo tiene nombre (e imágenes) de película: The Sound Of Music. En mi país la conocimos como La novicia rebelde. Más tarde me enteré que en España tiene el título insuperable de Sonrisas y Lágrimas (me provoca hacer la ola). Yo las sonrisas no se las encuentro por ninguna parte, las lágrimas en cambio –o las ganas de soltarme a llorar sin saber por qué- sí. Y un montón.

Resulta que durante mi infancia fui víctima de una secuencia que se repetía una y otra vez, una especie de pesadilla recurrente de esas que se padece despierto. Yo llegaba a la salita donde estaba el único televisor de casa y allí estaban ya mis dos hermanas mayores apoderadas del aparato. Con las manos sudadas de los nervios y con el tono de voz más conciliador que podía echar mano en mi repertorio, me armaba de valor y les decía: “Muchachas, hoy hay un partido de fútbol entre el Real Madrid y el Barcelona, ¿será que lo puedo ver?”. “No. Hoy vamos a ver La novicia rebelde”. La escena se repetía también con mis ganas de ver Mazinger Z, con las del Capitán Futuro, con las de Galáctico (yo estuve enamorado, pero enamorado de verdad, de la Princesa Aurora, sobre todo después de un capítulo al que llegaban a un planeta-playa y ella se ponía un minúsculo biquini blanco), también pasó con los juegos de Argentina contra Brasil y con algunos capítulos míticos de Ultraman (el único héroe asmático de la historia). Pero la respuesta siempre era la misma: “No. Hoy vamos a ver La novicia rebelde”.

Y por algún capricho cruel de evidente masoquismo, por alguna razón extraña ligada a la inmolación, yo me sentaba también en el sofá a ver una vez más La novicia rebelde. Sería porque me resistía a pasarme otra tarde jugando solo mi mundial de fútbol particular contra la pared (donde siempre ganaba Argentina, a veces Alemania y jamás Brasil). Sería porque disfrutaba (aún lo disfruto) estar con mis hermanas y sentirlas contentas. Sería, tal vez, porque el optimista esperanzado que se empeña en habitarme desde niño confiaba en que se conmoverían a mitad de película y me cederían el televisor para ver los minutos finales de aquello que me estaba perdiendo. Quién sabe, a lo mejor era porque a mí también me gustaba pero se me olvidó con tanto hartazgo.

He de confesar que me sé todas las canciones de The Sound of Music. Me las sé en español y también en inglés. Me sé de memoria la película entera, de cabo a rabo. No tengo duda alguna al afirmar que es la película que más veces he visto en mi vida. Tengo una cajita, del tamaño de un conteiner, en la mitad del cerebro que está llena de cosas inservibles de las que no me gustaría acordarme o no sé por qué carajos me acuerdo y la mitad de su capacidad está llena de La novicia rebelde. Pasan y pasan los años y nada que logro soportar la simple imagen de Julie Andrews. No puedo evitarlo, no lo supero, a mí esa mujer me enferma, me pone el cerebro bocabajo y el estómago mirando hacia la espalda.

En mis pesadillas más siniestras soy perseguido por niños vestidos con ropas y sombreritos hechos con tela de cortinas de estampados verdes. No hay manera que lea o escuche alguna referencia a las notas de la escala musical sin que mi cerebro, muy a pesar mío, empiece a cantarme en un susurro: “Do, un don, un gran señor / Re, un rey encantador / Mi amor es para ti / Fácilmente te daré…”. Y lo mismo cuando alguien se despide con un So long o un Farewell o mucho más un Auf Wiedersehen. Entonces se me detona un proceso cruel de sinapsis donde lo único que soy capaz de ver es a los niños Von Trapp cantando en la escalera de su mansión el tenebrosísimo: “So long, farewell, Auf Wiedersehen, goodnight…”. Y aún recuerdo con legítimo horror el momento en que vi a Mary Poppins y fui capaz de pegar una cosa con la otra y entendí que me molestaba infinitamente esa bruja porque era la misma novicia rebelde pero disfrazada con paraguas y sombrero negro.

He soñado, dormido y despierto, que soy niño otra vez y me levanto en mis noches de insomnio mientras todos duermen en casa, todos menos yo, y me cuelo hasta la sala, saco del gabinete la cinta de VHS de La novicia rebelde y la destripo. Pero claro, a la mañana siguiente iban a saber que había sido yo y mi castigo sería gastarme todos los ahorros en una nueva cinta de The Sound of Music y quedarme amarrado al sofá viendo en loop durante meses Sonrisas y Lágrimas. No, yo prefiero otra muerte.

He fantaseado también con que soy espía encubierto y le digo a los nazis: “’¡Por allá, de prisa, que se nos escapan los Von Trapp!”. Y sí, los agarran. O que en un mundo paralelo hay una película donde el Capitán Von Trapp (porque Christopher Plummer no tiene la culpa) se queda con la baronesa, que es mucho más dama y más guapa y se me parece un montón a Grace Kelly pero con uno kilos extra, y se fuga con ella mientras María y los niños cantan sus idioteces en las colinas austriacas.

Quizá algún día me decida a hacer un acto psicomágico de esos que habla Jodorowsky y me voy a comprar decenas de DVDs y de afiches y de pendejadas relacionadas con La novicia rebelde y las voy a quemar en una hoguera gigantesca mientras les bailo alrededor con la cara pintada.

Y todo esto lo escribo no sólo para exorcizar el trauma, como un intento desesperado para echar fuera la obsesión añejada por los años, sino porque algo se me ha removido desde que hace poco me hicieron llegar esa foto que abre estas líneas donde vemos a la familia Von Trapp original y luego la misma imagen 45 años más tarde. Porque me ha dado por preguntarle a todo el mundo por La novicia rebelde y a todos les gusta o les da exactamente igual. Qué belleza, joder, les da igual. O no saben de qué les hablo, no la han visto. Cuánta hermosura. Es para mí como si a un venezolano le preguntaras por Chávez y no supiera quién es o le diera igual. O a un español por Franco y te dijera: ¿Francisco qué… quién es ese tío? O a un argentino por Videla y te respondiera: ¿Quién es ese “Varela” que decís? Me produce profunda y cochina envidia ese grado de ignorancia supina. Así que escribo esto y asumo que es una pataleta, lo sé, pero también un acto simbólico, un mensaje en la botella, porque así como existen mitos sobre almas gemelas y medias naranjas, tiene que existir necesariamente una fraternidad de los traumas absurdos. Alguien que aparezca, por fin, y te diga: “Hermano, yo también detesto a la novicia rebelde y esta es mi historia…”. No pido más, sólo eso. Como diría Bioy Casares, sería un gesto piadoso.


viernes, 20 de enero de 2012

Del Cyberpunk y la SOPA



“The future is already here — it's just not very evenly distributed”

William Gibson


“El futuro ya está aquí - sólo que no está equitativamente repartido” es una de las máximas de William Gibson, autor que fungiera como punta de lanza de ese subgénero de la ciencia ficción denominado cyberpunk.

El cyberpunk funcionó –y lo sigue haciendo- como una tendencia de la ficción especulativa que intentaba adentrarse en un futuro cercano. ¿Qué pasará con nuestras sociedades a la vuelta de unos pocos años? La respuesta consistía en extrapolar lo que preocupaba hoy para ver dónde nos podría dejar parados mañana cuando la situación se hiciera aún más crítica.

Gibson desde los años 80, en obras como Neuromante, Monalisa Acelerada y en sus cuentos compilados en Quemando Cromo, nos viene advirtiendo (entre otras cosas) del fortalecimiento de un estado paranoico, la simultánea formación de grupúsculos guerrilleros informáticos (mezclas de mercenarios con Robin Hoods), la incorporación de la tecnología a todos los ámbitos de la existencia (incluyendo, por supuesto, al propio organismo humano) y la batalla por el acceso a los contenidos (especialmente en los campos de la información mediática, la industria farmacéutica y los secretos de estado). Todo ello sumergido en una atmósfera asfixiante de contaminación, sobrepoblación, drogas químicas e injusticia social.

Gibson, así como muchos otros autores embarcados dentro del portaaviones del cyberpunk, se mostraron un tanto escépticos ante el fenómeno de la Red. Lo consideraron (y tal vez lo sigan pensando hoy día) como una falsa promesa de libertad y anarquía, pero que en el fondo no era más que otra herramienta tecnológica para que el Estado y los magnates de la Industria ejercieran sus mecanismos de control sobre los ciudadanos de a pie. Sólo la presencia de los altruistas guerrilleros cibernéticos sería capaz de cambiar las reglas del juego para “repartir el futuro de una manera equitativa”. La información y el acceso a la data se convierten así en la nueva moneda, hay que filtrarse entre los sistemas de seguridad de quienes ostentan pública y privadamente el poder, robarles el “tesoro” y repartirlo entre los “pobres”. Obviamente, dentro de ese panorama de guerrilleros cibernéticos hibridados con neomercenarios, surgirán nuevas mafias, nuevos negocios, se radicalizará por una parte la paranoia de los poderosos y por otra la anarquía de quienes se les oponen. Y la tecnología, como siempre pasa, pero ahora más aún, al tiempo que resuelve algunos problemas indefectiblemente creará otros nuevos.

Los años dieron entonces la vuelta que debían dar y los vaticinios del cyberpunk, en muchos casos, se cumplieron. Para ejemplo la guerra por el control de la data que ahora mismo se está librando entre los partidarios de la SOPA (Stop Online Piracy Act) y colectivos de hackers que abogan por una Red libre como es el caso de Anonymous. La Industria y el Estado se enfrentan entonces contra los Johnny Mnemonics del orbe. En otras palabras, el sistema que ha estado acostumbrado a regir el mundo con sus leyes y para su propio provecho saca las garras y da sus últimas pataletas de ahogado ante la proliferación de individuos y colectivos que les quieren robar su tesoro.

Hay un caso que se me antoja especialmente significativo: en el año 2007 la banda inglesa Radiohead dio un golpe en la mesa que hizo tambalear a la industria discográfica mundial. Radiohead decidió, el 10 de octubre de 2007, colgar su séptimo álbum, “In Rainbows”, en su portal web dándoles a los visitantes la opción de descargarlo de manera totalmente gratuita o pagando por él lo que consideraran justo. Millares de aficionados al grupo optaron por descargarse el In Rainbows sin pagar un céntimo, muchos se inclinaron por pagar el equivalente a 5 libras esterlinas y no fueron pocos los que depositaron 12 libras (precio promedio en el que se vendía un disco nuevo en una discotienda inglesa para la época). Y todo el dinero, cada centavo que se pagó por medio de ese sistema online, fue a parar directamente al bolsillo de los músicos sin que ningún intermediario se llevara las arcas. En los anteriores 6 discos de Radiohead, Thom Yorke y compañía se llevaron apenas el 5% de las ganancias mientras que la disquera se quedó con el 95% restante.

Los partidarios de la dichosa SOPA se escudan detrás de una supuesta defensa que aboga por los derechos intelectuales y por el respeto al copyright de los “dueños” de la obra. No seamos ingenuos, esos señores lo que quieren es que el mundo les siga garantizando su 95% de ganancias y que todos nos quedemos contentos con la repartición del otro 5% (que generosamente están dispuestos a cedernos). Una vez más, el futuro que ya llegó hace rato pero se empeña en no ser repartido de manera equitativa.

Ayer el FBI, a pesar de que SOPA aún no ha sido aprobado ni mucho menos entra en vigencia, cerró el portal de intercambio y descarga de archivos de Megaupload y puso bajo arresto a varios de sus trabajadores. Inmediatamente Anonymous contraatacó y se encargó de hackear varios portales del gobierno de los Estados Unidos y de Francia, así como de la industria cinematográfica y discográfica. Es como si un elefante hubiera embestido contra un panal de abejas africanas, y en su soberbia y descomunal torpeza no calculó jamás la dimensión de la revancha que se tomarían los pequeños.

El elefante, ahora más que nunca, parece estar encerrado en una cristalería al tiempo que es atacado por un enjambre de abejas mutantes que le asestan por todos los flancos sus aguijonazos metálicos que inoculan toxinas químicas.

Esperemos a ver si el mastodonte recula y se reinventa en nuevos negocios, que se dé cuenta de una vez por todas que el mundo cambió y que el 95% de papilla al que ha estado acostumbrado no es posible ya, de lo contrario le van a salir hackers hasta en la sopa y su proceso de fosilización se verá drásticamente acelerado.