miércoles, 29 de agosto de 2012

La fuente de todas las cosas



La noticia ha dado vuelta al mundo y ha sido recibida con una mezcla de asombro, escándalo y carcajada: Doña Cecilia Giménez, una octogenaria de la localidad zaragozana de Borja, se ha tomado la licencia de retocar -de muy buena fe pero también con el trazo de un niño de 4 años- una pintura mural de un siglo de antigüedad, el Ecce Homo, cuya autoría se le adjudica al artista español Elías García Martínez. La señora, armada de pinceles y pinturas al óleo, preocupada por los efectos del tiempo que deterioraban la obra digna de toda su veneración, comenzó por intervenir la túnica de la figura sacra, luego siguió con el rostro y el cabello hasta que, presa del arrepentimiento, consideró que se le había pasado un poco la mano y fue a denunciarse a sí misma ante las autoridades del ayuntamiento.

Dejamos congelada la imagen en el momento en que Doña Cecilia, con las manos aún llenas de pintura fresca, da a conocer su obra. En este punto hacemos un flashback trepidante y nos trasladamos más al norte para continuar la película en Escocia hace exactamente diez años atrás.  Y aquí nos encontramos con los hermanos Michael Sandison y Marcus Eion, quienes conforman el maravilloso y críptico dúo Boards of Canada, y están metidos -con todos sus aparatos de registro sonoro- en el preescolar de una escuela escocesa. Simplemente están allí para grabar a los niños al momento de formularles la más fácil de las preguntas, pero también la de más difícil respuesta: ¿Quién es Dios?

La pieza que compondrán a partir de esas entrevistas llevará el peculiar título de From One Source All Things Depend (De una sola fuente dependen todas las cosas) y consistirá simplemente en un paisaje sonoro donde escuchamos las respuestas de los pequeños sobrepuestas a un fondo musical que asemeja el órgano de una iglesia ubicada, tal vez, en una estación espacial. El resultado: dos minutos de magia de una cosa que si bien es música difícilmente podríamos calificar de canción.

Dos tipos de respuestas oímos entonces en voz de los críos: la respuesta “educada” (la ritualizada, la “correcta”, un compendio de oraciones aprendidas que son “la forma adecuada para dirigirse a Dios”) y una segunda categoría de respuestas más auténticas y personales, aquellas que con toda honestidad e ingenuidad confiesan “yo veo al pana así”.

Transcribo algunos de los testimoniales infantiles que se pueden escuchar en From One Source All Things Depend: “El señor es mi pastor y nada me falta, en verdes praderas me hace reposar…”. “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo…”. “Y ahora Señor que me voy a dormir, te pido por favor que cuides de mí”. “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…”. Pero hacia la segunda mitad del tema las frases de los niños cambian: “¿Quién es Dios? Pues Dios es una persona invisible que cuida de nosotros desde el cielo”. “Dios es alguien que controla el mundo… es algo así como un espíritu o una cosa que viene del espacio exterior”. “Dios es el que se encarga de hacer que las plantas crezcan y de crear a la gente”. “Yo creo que Dios es un tipo bastante grande y gordo”. “Es alguien que puede ver todo lo que hacemos, lo que sea que hagamos, incluso las cosas malas. Debe tener cientos, miles, hasta millones de ojos y así siempre sabe si hemos sido malos”. “¡Y podría estar sentado ahora mismo en esta mesa pero no lo podemos ver!”. “Es el que se encarga de que no hagamos el mal, porque si lo hiciéramos entonces no haría más electricidad ni a más gente”. “No creo, Dios no es así de terrible, para mí es un tipo bueno”. “Mucha gente cree que Dios es simplemente un sentimiento pero para mí es una persona real”. “Pues yo no creo que Dios sea una persona porque está en el cielo y nos vigila ahora mismo”.


Regresamos por medio de un flashforward al presente y nos reencontramos con la polémica obra retocada por la señora Cecilia, la cual perfectamente podemos catalogarla como el producto (subconsciente o acaso inconsciente) de una propuesta artística de intervención. Mientras tanto, en otras partes del mundo otros artistas de intervención, más o menos conscientes de sus propuestas, están colocando la gorra tricolor –la misma cuyo uso ha sido vetado, en un alarde descarado de injusticia y estupidez, por el Consejo Nacional Electoral al candidato Henrique Capriles Radonsky- sobre las cabezas de estatuas de próceres y demás personajes célebres de la historia a lo largo y ancho del territorio venezolano. Y también mientras tanto otros están, en medio de la madrugada, llenando hasta el techo de papel higiénico las cabinas telefónicas o están utilizando las puertas de los edificios como bocas enormes de un grafiti que representa el rostro de un gigante que grita. Otros, en otra parte, dibujan sobre el suelo la silueta que proyecta un hidrante al ser iluminado por los faros de alumbrado público o bien el contorno de un cuerpo sin vida que fue hallado allí en ese pedazo de la acera. Algunos aseguran que los encargados de borrar las pintadas sobre las paredes de las calles de la ciudad sin darse cuenta son herederos de Rothko y Malevich (el arte subconsciente de la remoción de grafitis lo llama un documental).

Más allá de la intención, de la consciencia o absoluta ignorancia de los perpetradores, todas estas manifestaciones son arte de intervención.

Doña Cecilia también es artista de intervención. No me cabe duda. Ella (al igual que los niños entrevistados por los hermanos de Boards of Canada) está abordando lo sacro, lo respetable, lo que es digno de veneración rigurosamente controlada, de una manera no ritualizada. Se comporta como un niño que con toda autenticidad se apodera de esos espacios, los aprehende y decide otorgarles un toque personal. Ya mañana nos asombraremos, nos escandalizaremos o nos reiremos al toparnos con una realidad trastocada por sus licencias.

Me gusta imaginar, dentro de algunos años, cuando finalmente pase lo que tenga que pasar, a investigadores e historiadores del futuro buscando el origen de todas las cosas. Armando a punta de retazos las causas y consecuencias del porqué hemos venido a parar justo aquí. Ojalá se encuentren con la pintura intervenida por la señora Cecilia (cosa curiosa, eso que hizo acabó pareciéndose un montón a un retrato de Cornelius o Zira, los buenos chimpancés científicos de El planeta de los simios) y también espero que se topen con estas versiones de Dios de los niños de la pieza musical de Boards of Canada. Será una oportunidad dorada para volver a edificar al mundo -y reconstruirnos en él- a partir de Otras fuentes de las que dependen todas las cosas.

lunes, 20 de agosto de 2012

Ejercicio a 4 manos: La belleza



Adriana Pérez Bonilla, querida amiga y miembro del colectivo Panfleto Negro, me invitó a participar de este experimento armado a cuatro manos que se levanta a partir de la siguiente premisa: describir unas cuantas bellezas sin pronunciar jamás el término belleza. Adriana aportó sus bellezas innombrables y yo puse las mías, las mezclamos todas y así quedaron nuestras bellezas impronunciables.

Águas de Março (Elis Regina y Tom Jobim)


Pocas cosas más absurdas que sentenciar hoy día sobre cualquier tema: es de las mejores obras de la historia. Y sin embargo no me queda otra opción que apelar a toda mi infantilidad y subjetividad para decretar sin temblores de pulso que Águas de Março, interpretada por los grandes Elis Regina y Tom Jobim, es sin duda una de las mejores canciones jamás. Lo es por su letra -llena de imágenes y texturas delirantes-, lo es también por esa melodía a medio camino entre lo festivo y eso que en portugués llaman saudades. Lo es, sobre todo, por el feeling, la complicidad, ese guiño que se desborda en picardía y empatía tejido entre ellos dos mientras la ejecutan. Algunos soñamos el sueño perverso de un soundtrack para nuestro velorio, qué nos gustaría ponerles a sonar de música de fondo a los familiares y amigos que allí se reúnen para la despedida, yo tengo la certeza de que Águas de Março es parte imprescindible de ese playlist personal.



Amigos

La amistad es muy, muy, difícil de definir. Pero la mejor definición se la leí a Cortázar en Rayuela, del lado de acá, capítulo 56. Horacio estaba balanceándose en una ventana, todo el psiquiátrico abajo, desesperado, acude a Traveler, su amigo. Traveler, el AMIGO de Horacio, sube de mala gana, a tratar de convencer a su amigo que no se lance de un quinto piso. Lo hace de mala gana, porque no hay nada qué hacer, él lo sabe, sin embargo lo hace. Después de un diálogo genial, Horacio le hace entender a Traveler que está perdiendo su tiempo. Que espere abajo la caída. Pero, antes de bajar, ya saliendo, se voltea y le dice a Horacio: “Metele la falleba (es decir, el seguro a la puerta), no les tengo mucha confianza”.
Un amigo es muchas cosas, pero sobre todo, es ese escudo contra la soledad. Nadie está contigo, pero tu amigo te acompaña en ese delirio de lanzarte por una ventana. Ese amigo sabe que te harás trizas, que todo está perdido, que nada vale la pena, sin embargo, a pesar de todo, a pesar de él, te pide que pases el seguro de la puerta (la falleba, you name it, se trata de que no estés solo en el vasto mundo ¿sabes?). Él, su misión, el del amigo, es acompañarte, no importa qué cosa ingenua o tonta vayas a hacer.
Pero procura ser un buen curador, los buenos amigos se merecen. Después de 20, 30, 40, 50 años, voltearás la mirada, y si tienes suerte, detalles, y no eres un sucio, verás el título de este ejercicio.


Christopher Johnson

En esa monumental película llamada District 9, quizás la más brillante y retadora que podamos ver en años dentro del género de la ciencia ficción, aparece un segundo héroe, uno de más bajo e –indiscutiblemente- más extraño perfil, Christopher Johnson. Que ese extraterrestre con apariencia de enorme langostino bípedo lleve ese nombre tan anglosajón es un acto poético, mágico, de grandísimo contenido simbólico. La metáfora de la brutalidad y la ignorancia del conquistador quedan resumidas en ese nombre y ese apellido: no sé cuál es tu verdadero nombre ni me interesa, no lo puedo comprender, no lo pienso pronunciar, tu otredad es tan extraña y tan despreciable para mí que mejor nos ahorramos todo tipo de esfuerzos, tú te llamarás Christopher Johnson (te parezca o no). Y, cosa curiosa, Christopher Johnson acaba demostrando ser portador de una “humanidad” que la mayoría de los seres humanos hemos olvidado; se sube a su nave junto a su pequeño hijo, al que sólo conocemos bajo el terrenal nombre de “baby alien”, y promete regresar dentro de tres años. Lo estamos esperando.

Cocteau Twins


Entre las bandas más auténticas y subestimadas jamás ocupa un sitial de honor Cocteau Twins. Comenzó siendo un dúo escocés conformado por Elizabeth Fraser (voz) y Robin Guthrie (guitarras y teclados), más tarde se sumaría a sus filas el bajista inglés Simon Raymonde. Dicen que cantaban en esperanto, otros aseguran que se trataba de vocalizaciones libres armadas hermosamente en una lengua inventada. Cocteau Twins hizo una música de una oscuridad luminosa, de una belleza angustiante, todo un amasijo de melodías y texturas que provenían de otro tiempo y otro espacio. Son los héroes ocultos, la rama del árbol genealógico de muchos frutos que escuchamos y disfrutamos hoy. Liz Fraser fue una cantante angelical de esas que con su sola presencia y color de voz fundó escuela. Su voz era un instrumento, una masa de armonías que se acoplaba y confundía con las guitarras de ensueño filtradas por mil pedales de Guthrie. Música para soñar, para crear, para ponerse hacer de una buena vez y dejar de procrastinar (o al menos procrastinar pero mientras se siembra algo que seguramente cosechará más tarde).

Napoleon Dynamite


Napoleón es un ¿looser? ¿Geek? No importa, él se siente cómodo, siendo lo que es, él solo busca alguien con quien jugar pelota, como hacemos todos. A él le gusta una muchacha bien, pero piensa que no está en su liga (a todos nos pasa/nos está pasando), sin embargo, espera, y mientras espera, cuando se consigue algo llamativo, lo pide, sin contemplaciones. Si se lo dan, bien, si no, también.
Napoleón colecciona cosas extrañas, sale corriendo por cualquier cosa, inventa animales combinados y le dice a su mejor amigo, Pedro, que se lance a las elecciones del bachillerato. No lleva vida, pero no importa, haga algo, que algo queda.
La democracia sigue siendo la misma mierda a cualquier nivel.
El día que se muestra la “propuesta electoral”, la contrincante de Pedro, la chica popular de la escuela, que lo había rechazado, se lanza un baile de cierre populista que todos aplauden. Pedro, no tenía un show preparado (ahí ya sabes que no sirve para político).
Pero, entonces, el que menos te imaginas, el que pasa horas bailado en su cuarto, sin que nadie lo sepa, sale, y le salva la patria a su amigo, con una de las mejores escenas de baile de la historia del cine. Y Napoleón nails it, y Napoleón es un superhero moderno ante tanta hipocresía y cobardía y miedo al ridículo. Napoleón es un tipo bien, vale la pena, la chica que finalmente se dispone a jugar pelota con él, Deb, lo sabe. La personalidad y la honestidad son demasiado cool para ser infravaloradas.

Mapas

Ya ni hablemos de la importancia de la cartografía en el mundo que hoy conocemos. Hablemos de un rectángulo, en donde se dibuja una ciudad, un estado, un país, un continente, un mundo. Hablemos de que ellos, los cartógrafos, y nosotros, nos montamos en el peldaño más alto de la escalera de la estratosfera, y miramos hacia abajo, y observamos, de alguna manera, el sitio donde nuestra vida ocurre u ocurrirá.
Los caminos que recorremos, donde nos vamos a encontrar, el sitio trazado donde las casualidades, la fatalidad, o la suerte, conjuga o conjugará nuestro destino. Porque, lamentablemente, somos finitos, pero los mapas nunca mueren, mutan, se expanden, y sin embargo, ahí, no importa cuantas vueltas le des al rectángulo, ahí, transcurrió nuestra existencia.
Hablemos de los mapas de metros, esos planos maravillosos, cruzados por líneas de colores. Ese túnel oscuro y aburrido, hasta peligroso, que se convierte en un tubo azul o verde que te conecta, te conecta. Los colores se apoderaron del subsuelo, sólo gracia a los mapas.
Hablemos de mapas como un símbolo, como el dibujo que te dibuja, que traza los caminos que transitarás, no importa donde, los transitarás, hasta finalmente llegar, llegar a mucho, llegar a algo, llegar. Hablemos del mapa, donde estamos parados, hablemos de su magia, su secreto. Hablemos del mapa. El Mapa.

Tomado de aquí
Poema, por casualidad

Estás en una reunión, y después de un rato, en la terraza, el vino, nos ponemos cursi y recitamos un poema. Entonces, tú amigo (que también es poeta), se acuerda de un poema y lo busca en su teléfono, pero no uno propio, es de Cesare Pavese. Ya lo habías leído, pero en esta situación, es otro nivel.

Vendrá La Muerte Y Tendrá Tus Ojos
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. Tus ojos
serán una palabra inútil,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola te inclinas
ante el espejo. Oh, amada esperanza,
aquel día sabremos, también,
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
asomar un rostro muerto,
como escuchar un labio ya cerrado.
Mudos, descenderemos al abismo.”

Un lugar equivocado

El autor de novelas gráficas, Brecht Evens, nos ha regalado una de las obras contemporáneas más conmovedoras, ingeniosas y descarnadas de los últimos años en lo que al discurso del cómic se refiere: Un lugar equivocado (ganadora del premio de la Audacia, Angouleme 2011) donde coloridamente se toma la tarea de desnudar las miserias humanas. Evens retrata hermosamente la frivolidad, la superficialidad, la mezquindad y la estupidez de un grupo de jóvenes que se buscan la vida en medio de una sociedad signada por el desencanto. Y desde esa superficialidad, ornamentada por un colorido abrumador, construye paradójicamente una historia gráfica compleja, profunda y oscura. Cosa curiosa, además, Brecht Evens apela al discurso comicográfico prescindiendo de los elementos que lo caracterizan: sin narrador, sin globos de diálogo ni de pensamiento, sin onomatopeyas ni recursos gráficos para simular acciones, sin viñetas, sin canalones, sin un orden propuesto para la lectura. Simplemente sabemos quién lleva la voz porque los diálogos están escritos en el mismo color del personaje (y cada personaje tiene su color particular). Ver a los protagonistas de Un lugar equivocado en medio del coito, justo al momento en que se alcanza el orgasmo, en una metáfora visual a todo color que les derrumba los ojos, las narices y les desencaja literalmente los rostros, es de una contundencia que roza la magia.

Take Shelter


Cada tanto aparece una obra cinematográfica que se encarga de recordarnos que el cine –no se equivocaban los bromistas provocadores del Dogme 95- se puede reducir a dos principios básicos: un guión sólido y buenas actuaciones. Sobre ese principio del menos es más y donde un color es mejor que dos se levanta Take Shelter, ese naufragio hecho película escrita y dirigida por Jeff Nichols e interpretada por su actor fetiche Michael Shannon. Una bofetada, un hongo atómico casero, la irrupción de la fantasía más cruel y delirante dentro de un contexto rural y abrumadoramente cotidiano. Contar una película -y sobre todo su final- es un acto de pésimo gusto al que no pienso sucumbir, pero sí quisiera adelantar algo: Take Shelter se arriesga en la fórmula del doble final. Y lo hace, como pocas, con rotundo éxito. El primer final es un monumento al desaliento, pero el segundo es la puñalada. Hay naufragios que se agradecen.

martes, 14 de agosto de 2012

Libro del día




1.- ¿Cuál es tu libro del día? (breve reseña del libro haciendo énfasis en sus aspectos más sobresalientes para el lector)

Principiantes de Raymond Carver (Anagrama, Colección Panorama de narrativas, 2010). Es un libro de relatos que se me antoja pertenecen a una extraña categoría caracterizada por una contradicción, por un oxímoron fascinante: el costumbrismo fantástico. Allí Carver, sin florituras, sin adjetivaciones innecesarias ni anestesias parte de simples escenas de la cotidianidad pero las convierte en explosiones y mazazos que te estallan en el cerebro. Es como si se pudiera reproducir un hongo atómico pero en su versión casera, en la intimidad de nuestra sala o en la habitación. Son una cosa mínima pero prodigiosa, trascendente, de gran poder significativo. Los relatos de Principiantes parten de una conversación de hombres de a pie en una barbería, o de una escena de pesca entre un padre y su hijo, o de una sencilla sobremesa entre dos parejas que se cuentan sus vidas, o del sentimiento de remordimiento que asfixia a un hombre después de una infidelidad… y a partir de esos fragmentos de cotidianidad comienza a tejerse un universo lleno de vértigo, de hermosura, de horror y sorpresa, todo a la vez; coronados con unos finales que son la cosa menos parecida a un final y que precisamente por eso dejan al lector devastado y sin aliento, intentando cazar una de esas ramificaciones abiertas por Carver para construir mentalmente otras historias y posibles desenlaces. Son espacios cerrados pero de máxima apertura.

En Brazil, la película de Terry Gilliam, hay una secuencia donde la madre del protagonista se sienta a cenar en un restaurant tocada por un curioso sombrero que tiene forma de zapato. Esa imagen me parece una metáfora perfecta de los cuentos de Principiantes: Carver es un mago haciendo esos zapatos que sirven para ponérselos en la cabeza y también haciendo sombreros que calzan misteriosa y perturbadoramente en nuestros pies.
Últimamente, en conversaciones con amigos escritores, se ha hecho frecuente el comentario de que las editoriales cada vez parecen estar menos interesadas en publicar libros de relatos, “que eso no vende”, por lo que prefieren las novelas. De ser cierto ese panorama que avizoramos, significaría una verdadera lástima y una tragedia. Los libros de cuentos son necesarios, fascinantes y valiosos. Y pensar en Principiantes de Raymond Carver me hace pensar en un segundo libro del día, otra obra compuesta de relatos repletos de hongos atómicos caseros y de magistrales zapatos que sirven para ponérselos de sombrero o guante: La máquina clásica de Roberto Echeto.

2.- ¿Algún placer culposo literario?

No, la verdad es que mis “culpas literarias” las cargo y asumo con mucha honra. Soy lector asiduo de ciencia ficción, de cómics, novelas gráficas, libros ilustrados, de mucha de esa literatura considerada por algunos como “menor” comprendida en los libros para niños y jóvenes. Con toda desvergüenza y convicción soy capaz de elevar a obras y a autores de las narrativas gráficas y la Literatura Infantil y Juvenil a las alturas de un Borges o un Hemingway. ¿Es eso criticable o incorrecto? Pues, si lo es, tendré que confesar que me gusta estar en el camino de lo indebido.

 
3.- ¿Un libro que haya marcado un antes y un después? (lo mismo, sería agradable contar porqué el libro cambio su vida)

Tendría que mencionar 3 libros:

Crónicas marcianas de Ray Bradbury: Fue un regalo de mi padre cuando yo tenía 15 años. En ese entonces yo era ya lector asiduo de ciencia ficción pero aún no había tenido el placer de enfrentarme a un autor del género capaz de derribarme las defensas no sólo del cerebro sino las del alma. Llegó Bradbury con sus Crónicas marcianas y allí encontré el paquete perfecto, el de una ciencia ficción entrañable. Se despertó entonces en mí una gana aún superior a la de jugar al fútbol, yo quería leer –y con suerte escribir algún día– cosas como esas.

La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares: Es un libro al que he vuelto varias veces a lo largo de las diversas etapas de mi vida. Siempre resulta una experiencia distinta pero también siempre fascinante. Descubrir en La invención de Morel esos elementos de la literatura fantástica pero elevados al nivel de la gran literatura, de la mano de ese maestro descollante que es Bioy Casares –y además en la propia lengua, sin el filtro de la traducción– es algo que me hizo y me sigue haciendo pensar: por aquí van los tiros de lo que me gustaría promover y hacer con respecto a la literatura.

Plataforma de Michel Houellebecq: Es de esos libros magistrales que a mí, en lo personal, me potencian inclementemente las ganas de leer y también las de sentarme a escribir. Es una novela deliciosamente escrita y estructurada, una suerte de mamarrachada sublime, repleta de decadencia y belleza, también de erotismo, patetismo y desencanto; y en medio de ese asco contemporáneo florece el amor. Gracias a esa lectura de Plataforma, que funcionó como un terremoto interior para mí, tomé hace unos años una decisión: basta ya de pensar “algún día voy a escribir mi propia novela”, siéntate ya de una buena vez a escribirla y déjate de procrastinar y de tanta planificación sin concreción. Así pues, terminada Plataforma, me dediqué a escribir Experimento a un perfecto extraño, novela que con el favor de las Moiras será finalmente publicada por Sudaquia editores a finales de este año.

Esta entrevista fue publicada originalmente en el blog Libro del día.


viernes, 3 de agosto de 2012

Los límites de la microficción



Me gusta pensar, y esto debe ser consecuencia de mis genes (producto del cruce de una madre bióloga con un padre escritor), que los microrrelatos son como pequeños animales; fascinantes, peculiares, entrañables pero también perturbadores y tóxicos. No les conozco el género ni la especie, a veces son mamíferos, otras insectos y a veces las dos cosas al mismo tiempo. Tampoco me atrevería a determinar en cuál centimetraje un microrrelato pierde el prefijo y pasa a ser un cuento común y corriente. De lo que sí estoy seguro es que el microrrelato es un híbrido, una mezcla particular de música con narración con poesía con cómic y con videoclip, y que cumple con la máxima darwiniana relativa a la adaptación de la especie al medio para su supervivencia.  Difícilmente otra forma expresiva es más exitosa que la minificción para acomodarse a los tiempos que corren, para moverse al ritmo de nuestras vidas y nuestras ciudades. Ninguna parece tan atinada ni tan ajustada para el timing de lo que nos está tocando, ver, correr y vivir. También esa supervivencia del más apto tiene que ver con la procura creciente por ser esenciales en cada cosa que hacemos o contamos. Si está bien hecho es como un buen perfume, uno personal, experimental y seductor. Y, por si fuera poco, esta adaptación al medio pasa también por su adecuación a los formatos tecnológicos, pues en los nuevos soportes digitales: llámese blog, buzz, twitter, web page, myspace y demás, la minificción ha encontrado un caldo de cultivo y un escenario donde se mueve con una naturalidad pasmosa, como si toda la vida hubiera nadado entre bytes.

Quiero referirme a una anécdota que me ronda desde que gentilmente me invitaron a participar en este evento. Hace nueve años, cuando yo era un reportero que cubría festivales de cine, me tocó en Cannes tener la suerte de sentarme cinco minutos frente a uno de mis superhéroes personales, el cineasta David Lynch. Cuando me hicieron señas de que la cámara estaba corriendo y podía iniciar la entrevista, le pregunté a Lynch que de dónde había salido la idea inicial, la chispa originaria para concebir Mulholland Drive, la película con la que había venido a participar en el festival. Lynch, a dos manos, se alisó su gigantesco copete y me respondió: “Las ideas son como peces, y uno es un simple pescador. De pronto una idea muerde tu anzuelo y ya no puedes pensar ni hacer nada más. No puedes estar en paz. La idea lo es todo”.

Creo que la minificción es la forma literaria donde el pescado que se sirve sobre el plato se parece más al pez que cayó en la red. Es decir, donde el chef no hace alardes de sus conocimientos químicos y culinarios para transformar al pescado en otra cosa “que sabe mejor gracias a mí que sé tanto”, sino que el cocinero se pone al servicio de la idea original, la respeta, se somete a un ejercicio de autodisciplina donde prescinde de tanta especie y tanta alquimia con tal de serle fiel a las esencias. Para utilizar la metáfora de Walter Benjamin, el autor de la minificción es iluminado -o es víctima- (depende de la benevolencia con que se mire) de un fogonazo producto del choque fugaz entre el antaño y el ahora, o quizás por el impacto chispeante que se dispara cuando un estímulo externo entra en fricción con el universo personal del creador. Ocurre entonces el fogonazo de la idea, ese relámpago que de pronto aparece y nos desquicia, nos pide que lo convirtamos en una historia, el pez que muerde el anzuelo y no nos deja en paz hasta que hagamos algo con él. La pregunta es ¿qué hacer con ese pez? Y en la minificción las respuestas parecieran decantarse por la austeridad, el minimalismo, el sagrado principio de que mejor es un color que dos. Que la mordida del animal sea como la de la serpiente de coral, la mínima superficie pero con efecto letal. Que la herida luzca pequeña e inofensiva sobre la epidermis pero que detrás sea profunda y alcance órganos vitales. Ah, y que sea digno, que supere la prueba del propio juicio que es el más cruel e implacable de todos.

Puedo garantizar, y aquí me tomaré la licencia de ponerme el traje de pescador y la caña al hombro, que estas criaturas fascinantes y peligrosas suelen nadar en la música. Porque la música es el espacio de los futuribles, de las historias no contadas. Y que cuando una música nos cautiva y nos pide ponerla a sonar una y otra vez es porque también nos está pidiendo que hagamos algo con ella. Hay allí, entre ese juego de melodías, armonías, ruidos y silencios, también un juego de texturas, de atmósferas, de frases –pronunciadas o no- que brillan un poco más que las demás; entonces uno no tiene más remedio que intentar traducir esa materia acústica en verbos, en actos narrativos, en personajes, en monstruos de palabras. La música es un detonante portentoso, funciona como un catalizador, causa una reacción que activa en nuestras fórmulas secretas una serie de mecanismos donde nuestras experiencias, nuestro universo creativo y nuestras sensibilidades se ponen en movimiento y entran a jugar con el estímulo acústico. Los microrrelatos vendrían a ser el constructo narrativo que intenta dar testimonio de esa intersección, que trata de contar sobre ese mundo a escala que se forma cuando se ponen a funcionar armoniosamente, por medio del relato, cosas que hasta ahora no tenían conexión.  La microficción, para seguir con las metáforas musicales, es el arte de bailar prodigiosamente pero en una baldosa. Es el curioso talento de pintar sin salirse de la línea y precisamente por eso la obra se hace trascendental.  Es un acto de magia donde la literatura logra desbordarse justamente cuando se le exige la máxima economía y concreción.

Hemingway decía que un buen cuento tenía que seguir el principio del iceberg, en la superficie del relato sólo se asoma la punta visible pero el lector competente intuye toda esa masa profunda de lo que no se ve ni se cuenta. La microficción, bajo esta premisa, sería la punta de la punta del iceberg, apenas el trozo de hielo que cabe en el vaso corto de whisky de Hemingway. Y a pesar de que la parte visible apenas tiene centímetros se sigue adivinando todo el iceberg inmenso que igual flota por debajo.

Les invito en este punto a volver a pensar en las teorías sobre la supervivencia del más apto de Charles Darwin. Porque si bien la microficción literaria se adapta, en blanco y negro, sobre su tradicional soporte de tinta y papel, a los tiempos que corren, y además estas microespecies han aprendido a nadar maravillosamente en el océano de la red digital, no podemos perder de vista que los nuestros son también tiempos audiovisuales. Estamos inmersos en una cultura audiovisual cuyos códigos son, hoy por hoy, los más prolíferos y de mayor demanda. En este contexto, el microrrelato literario, se convierte en germen y caldo de cultivo para otras propuestas artísticas y otros medios expresivos que se valen de las formas de lectura no textual. Es aquí donde quisiera abordar fugazmente los casos de la microhistorieta y el filminuto, dos de los hijos con mayor auge y potencial creativo de la microficción.

La microhistorieta es un género que, si bien no es nada nuevo, cada vez se hace más prolífero y gana más adeptos en todo el mundo. La idea, similar a la del humorismo gráfico de magos de la síntesis como el argentino Quino, es contar una historia compleja y profunda pero con el mínimo de texto y con apenas unos pocos dibujos o acaso una única ilustración. Lo importante en la microhistorieta es que el texto, por sí solo, separado de la imagen, no funciona; como tampoco funcionaría la ilustración de forma aislada. Es necesaria la interacción, el juego que se establece entre la lectura textual y la lectura de las imágenes.

"Todo comenzó cuando alguien dejó la ventana abierta" 
(Los misterios del Señor Burdick, Chris Van Allsburg)

La relación entre el lenguaje textual y el pictórico presentes en el microcómic puede ser de tipo complementaria pero también suele ser paradojal; es decir, las palabras apuntan en un sentido que no es exactamente el mismo de las imágenes; de ese cruce de sentidos, de esa tensión de significados, surge entonces una tercera línea de sentido, una especie de fuera de campo (para utilizar los términos de Barthes) que no ocurre ni en el texto ni en las imágenes sino exclusivamente en la mente del lector.

En la microhistorieta se pone a rodar, por medio de imágenes y palabras, un universo que se narra en sus tres actos dramáticos, donde –con gran ingenio y economía- hay una presentación del personaje y del conflicto, un desarrollo de ese conflicto, su nudo y su desenlace. En pocas palabras, hace lo mismo que su madre, la microficción literaria, lo que pasa es que sus herramientas expresivas y las competencias de lectura que exigen por parte del receptor involucran también los códigos visuales y la simulación de movimientos y sonidos.

Exactamente lo mismo que la microhistorieta, pero haciendo uso de la imagen en movimiento, valiéndose de los códigos y los géneros cinematográficos y bajo la premisa de no durar más de 60 segundos, los filminutos también vendrían a ser una suerte de microrrelatos vestidos con ropas audiovisuales. Existen, por supuesto, filminutos de todas las variedades y especies: videoclips, documentales, experimentales, dramáticos, épicos, humorísticos, animados. Pero los que sobrecogen a las audiencias y los que estimulan más a los realizadores a indagar en estos minúsculos territorios donde el reto es decir mucho con muy poco, son aquellos filmes que logran contar una historia con todos sus actos dramáticos de rigor pero sin salirse del lapso estipulado. La intención de estos filminutos o minimetrajes es que la película pueda causar en el espectador la misma emoción, la misma reflexión y el mismo impacto que un corto o un largometraje; aunque la propuesta cinematográfica dure apenas un 1% de lo que durarían sus hermanos mayores.

Estoy seguro que la piedra angular para un buen minimetraje tiene que ser una buena microhistoria convertida en guión a escala. La esencia es la misma, sigue funcionando la misma teoría del iceberg y la misma mordedura mortífera de la coral, sólo que en estos casos se juega con los códigos, con las herramientas expresivas y técnicas y con las posibilidades que ofrece el artefacto cinematográfico.

Les invito a darse una vuelta por estos dos portales:

Queda ya menos de un minuto. No sólo aquí se me acaba el tiempo, se me acaba también en la entrevista que con 9 años de delay vuelvo a sostener con Lynch. El hombre del cronómetro me hace gesto de que apenas tengo tiempo para una última pregunta. Y como estoy absolutamente consciente de que la vida no será tan generosa como para sentarme frente a David Lynch por segunda vez, me lanzo con toda franqueza en una pregunta muy personal:

Yo: Sr. Lynch… es mi última pregunta… le propongo un pequeño juego: supongamos que estamos en el año 2060…
Lynch (interrumpiéndome y con expresión cándida): Oh… estoy entonces muy muy viejo.
Yo (apenado y apurado): No… se supone que ya Usted está muerto.
Lynch (suspirando): Oh, ahora estoy muy triste.
Nos reímos.
Quedan menos de 10 segundos.
Yo (apresurado por acabar la pregunta): ¿Cómo le gustaría en ese futuro distante que la gente lo recordase?
Lynch (alisándose el copete enorme, mirando al infinito con solemnidad): Pues como el director de cine más apuesto de la historia.

La vida me regaló esa breve anécdota que he querido compartir con ustedes y que les juro tiene muy poco de minificción, digamos que es, más bien, un microdocumental.  Realmente yo no fui el autor sino que otro tuvo el gestazo de escribírmela para poderla contar. Como tantas otras historias que uno jura que ha escrito pero la verdad es que no.

José Urriola C.
Caracas, marzo 2010.

Este texto fue elaborado para el Segundo encuentro de minificción de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, marzo 2010.

jueves, 2 de agosto de 2012

Peleones en Red



Tantas vueltas que ha dado este mundo y tanta agua pasada bajo el puente y Marshall McLuhan sigue teniendo razón: los medios no son otras cosas que extensiones del cuerpo humano. Las redes sociales acabaron por convertirse en una extraña prolongación de nuestro mundo y nuestra humanidad, una suerte de mundo paralelo habitado por nuestros avatares (a veces tan parecidos a nosotros mismos, a veces tan otra cosa más bien similar a la proyección de lo que desearíamos ser o de eso que quisiéramos lograr convencer que somos a los demás).

No sé si será también una especie de influencia que se nos devuelve a contrapelo desde el mundo de los videojuegos. Tal vez nos hemos acostumbrado más de la cuenta a crear avatares, a identificarnos con nuestras criaturas virtuales; sobrevivimos y luchamos en ese mundo-juego y cuando regresamos a esta Tierra ya no estamos claros si somos personas de a pie o seguimos disfrazados jurándonos todavía ser el avatar.

Mi amigo Israel Centeno me comentó hace un tiempo una teoría que para nada me resultó descabellada: así como existen psicópatas, acomplejados y malandros en la vida real, pues también existen psicópatas del Facebook, neuróticos del Twitter y malandros de blog. El que es un neurasténico en estos lados de la existencia lo puede ser perfectamente también en los ámbitos de la Red. Aunque no todos son tan congruentes, pues se ha evidenciado también la proliferación de una raza peculiar de quienes se comportan como damas y caballeros en el ámbito de la cotidianidad pero aprovechan el camuflaje que les da el nuevo medio tecnológico (tan próximo al avatar y/o al anonimato) para darle rienda suelta al guerrillero, al Troll, al camorrero virtual que llevan reprimidos por dentro.

Las peleítas, la amargura a juro impostada (“miren qué inteligente, qué interesante que soy, ahora me van a escuchar porque vengo a desnudarles la cruda verdad en la cara a ustedes que son una cuerda de ignorantes, sumidos en una falsa felicidad y que necesitan que venga yo a dictarles cátedra”), las rencillas de verduleras cibernéticas por quítame esta pajita, el zancadilleo y el saboteo parecieran estar a la orden del día. Y ahora más que nunca -disparado exponencialmente al infinito- desde que tenemos como extensiones de nuestras humanidades a blogs, Twitters y perfiles del Facebook.

Hace unos días Salvador Fleján comentaba a manera de chiste un dardo no exento de verdad: “Discutir por Facebook es como engancharse en una pelea con un borracho”. Lo suscribo. Creo que ponerse a intercambiar golpes virtuales por las redes sociales es algo inútil que incluso roza en lo patético. Estoy de acuerdo, claro que sí, en que se plantee eventualmente una discusión amistosa, un intercambio bien argumentado de opiniones, reflexiones y pareceres; pero cuando la cosa cae en el insulto, en un toma y dame donde ya no se debaten las ideas sino los egos de los peleones, en un cambalache de necedades, pues apelaría a ese concepto que maneja Javier Cercas en Anatomía de un instante: se nos suele olvidar que existen los héroes de la retirada. El héroe silencioso y de bajo perfil que con sabiduría y talante sabe renunciar a una batalla signada por la esterilidad o la estupidez: yo me abro, señores, esta no es mi batalla ni mi momento para librarla, yo prefiero aprovechar mi oportunidad y mi derecho a permanecer callado, me voy a otras cosas que considero más dignas (y se pueden quedar peleando solos).

He llegado a pensar que el camorrerismo virtual se acaba pareciendo también un montón a esa gente que va a una reunioncita que se organiza en casa de un amigo y acaban enfrascados en una pelea. El momento amistoso queda convertido en un reguero de vasos rotos, pedazos de torta pegados a la alfombra y manchones de quién sabe qué cosa aplastados contra las paredes. Se acabó la fiesta. Para la próxima ya sabemos que no podemos invitar a fulano y a mengano, porque definitivamente no se saben controlar.

Mi padre me comentaba que en Irlanda, a la salida de los bares, ocurrían unas fenomenales peleas colectivas. Las iniciaban dos quienes -luego de varias Guinness- se citaban afuera para dirimir a puño limpio las diferencias de una discusión exageradamente acalorada. Y los demás simplemente se acercaban a preguntar: “¿Esta es una pelea privada o se puede participar?”. Una vez otorgado el consentimiento de los dos combatientes originarios entonces la cosa se hacía colectiva e incluso amistosa. Cuando manaba la sangre o cuando alguno de los contendientes levantaba las manos en gesto de “no más” se acababa la pelea y hasta se ofrecían unos a otros sus pañuelos o toallas con hielo para paliar la hinchazón. Creo que es una alternativa que los peleones virtuales deberían considerar. Cítense en las afueras de un bar e inviten a quienes se quieran sumar para darse golpes de los de verdad, como caballeros en una justa.

Tengo entendido también, como segunda opción a barajar por los camorreros online, que en varias partes del mundo se están organizando eventos de poetas y narradores boxeadores. Los contendientes –debidamente apertrechados como los boxeadores amateurs de las Olimpiadas- se leen un poema y se replican con un microrrelato en el primer round. En el segundo se van a las manos. En el tercero más poesía y más cuentos. En el cuarto salen dispuestos a propinar un KO. Y así van alternando la poesía, la narrativa y la coñaza hasta que alguno de los dos tira la toalla.  Me dicen los que han participado que son de una catarsis prodigiosa estos pugilismos poéticos y que, inclusive, han nacido de ellos amistades formidables entre rivales que antes se la pasaban lanzándose puntas por Internet.