martes, 18 de diciembre de 2012

El lenguaje como virus


William Burroughs ilustrado por Charles Burns.


“Language is a virus” (William S. Burroughs)

El lenguaje es un virus, así en pocas palabras el escritor William Burroughs logró expresar una de sus máximas, el que quizás sea el más lúcido y contundente de sus pensamientos. Wittgenstein, en la misma línea, decía: “al final, quizás, no seamos otra cosa que monstruos hechos de palabras”.

El lenguaje, visto bajo esa luz, se convierte entonces es un reactivo que se nos inocula en el torrente sanguíneo y se nos hace correr entre las dendritas cerebrales para transformarnos y así ayudar a constituir esa enorme fórmula química de la que estamos hechos. Somos el lenguaje que nos rodea, que asimilamos y metabolizamos, ese mismo que –al final- nos apoderamos y hacemos nuestro.

Llevamos años, son 14 (y contando), inmersos en un caldo lingüístico altamente tóxico. Son los tiempos del lenguaje como veneno. No son las ideas, ni mucho menos las ideologías, lo que nos ha ido transformando a lo largo de este lamentable lapso de la historia nacional. La culpa de la mutación desfavorable que padecemos está, sobre todo, en el lenguaje. En el “rodilla en tierra”, en el “los vamos a aniquilar”, en el “no se equivoquen”, en el “mucho cuidado que la revolución es bonita pero está armada”, en el uso de “enemigos” en vez de “adversarios”, en la insistencia de que el presidente es más “comandante” que cualquier otra cosa. Está en esos titulares como el de Telesur del día de ayer que rezaba: “Cómo el 16-D se asesinó a la oposición venezolana”.

Es inevitable que una sociedad sumida y formada dentro de ese contexto del lenguaje-oprobio, el lenguaje-odio, el lenguaje-guerra acabe siendo víctima de una enfermedad. El lenguaje como virus en este caso nos está enfermando, y pareciera que la mayoría no contara con los anticuerpos para defenderse de semejante infección.

El lenguaje de los militares es el que se ha ido inoculando en nuestra sociedad. El lenguaje de quienes no conocen otra manera de nombrar al mundo que no sea la de la guerra, los cuarteles, la sumisión o supresión del enemigo; es el verbo enfebrecido de la batalla, la muerte, las balas, la sangre, la aniquilación de todo aquel que “no esté con nosotros y por lo tanto no es de los nuestros, ése es el enemigo a arrasar”. Forma ya parte de nosotros ese virus sistemáticamente sembrado, que se ha venido inyectando una y otra vez en cada comunicado, en cada cadena, en cada oportunidad que se nos recuerda que la diferencia y la disidencia no están permitidas en la estructura jerárquica de los militares. Y ese lenguaje-enfermedad nos está sometiendo a una condición de minusvalía: nos convence de que necesitamos a un militar que nos ordene (no simplemente en el sentido de organizarnos sino, lo que es más grave, en la acepción donde se nos gire órdenes e instrucciones). De esa manera: estamos huérfanos sin el comandante. De eso nos quieren convencer. Que Venezuela es un cuartel donde los civiles deben estar supeditados a los lenguajes, pensamientos y maneras de los milicos. Como si no existiera otra opción, como si todos estuviéramos condenados a exactamente las mismas dolencias.

Tal vez esa sea una de las lecciones más contundentes que podemos extraer del último proceso electoral del domingo pasado: la mitad de los gobernadores electos son militares. El mapa, se equivocan quienes juzgan por la apariencia, no quedó pintado de rojo, su corazón es verde oliva, lleva bajo la epidermis el uniforme de los militares. Y esa combinación de rojo con verde oliva resulta, ya lo sabemos, en el color típico de la materia fecal. Y eso no es una metáfora, eso es literal.

Muchas veces nos preguntamos qué podemos hacer los civiles, los que no queremos ni usamos uniformes, los que pensamos distinto, los que no sabemos utilizar las armas ni nos interesa, para enfrentar esta situación donde la casa nos ha sido tomada y arrebatada por los malandros y los milicos (o peor aún, por la proliferación de híbridos nefastos resultantes del cruce de milicos y malandros), y la respuesta –no es menor ni descabellada- está en el lenguaje. El lenguaje como anticuerpo, como vacuna, como cura, el lenguaje como sanación.

O bien el lenguaje como un virus noble. Una sustancia digna que se logre colar por nuestros organismos para provocarles un contagio más feliz. Tenemos una responsabilidad enorme en el cultivo, la inoculación y la difusión de ese otro lenguaje que contrarreste y le quite espacios al que se nos está imponiendo. Un lenguaje que con su transmisión nos ayude a nombrar otra Venezuela, que nos permita edificar otro modelo de mundo. El lenguaje, en fin, como materia prima para la autoconstrucción de otros  monstruos de palabras.