Esta semana recibí la noticia de la muerte de
mi prima, Sofía Ugueto Casanova, luego de una larga enfermedad. Y claro, como
suele suceder en estos casos, uno piensa en el consuelo de que descansó, que
seguramente estará mejor y que allá donde esté ahora seguro se encuentra muy
bien acompañada por el comité de recepción de los que se fueron antes. Pero las
muertes de los afectos siempre duelen y paradójicamente sirven de oportunidad
para pensarse la vida en general y también la particular.
Siempre he pensado que las alianzas musicales
son una variante peculiar de la amistad. Los aliados musicales no abundan –o al
menos no en mi caso-, es esa gente a la que hay que descubrir, cuidar y
cultivar con esmero; porque es prácticamente un milagro que otro también sienta
como propio ese mismo universo íntimo de sonidos que lo constituye a uno. Eso
fue lo que me unió a Sofía. Atesoro el recuerdo vívido de una reunión familiar
en Santa Paula, en la casa de mi tía Evita, por allá en los años 80, cuando
Sofía tomó posesión del equipo de sonido y puso a sonar una cassette TDK de 90
minutos con una selección alucinante de temas de Depeche Mode. Algunos ya los
conocía, otros eran un descubrimiento absolutamente novedoso para mí. Me
acerqué a Sofía y a sus amigos, a quienes había visto a la distancia durante
horas, tímidamente apartado desde el refugio del rincón, y empezamos a hablar
de música, de lo que nos gustaba, de las joyas extrañas que cada quien tenía en
su repertorio y que de buena gana estábamos dispuestos a compartir.
A partir de ese momento surgió una
complicidad entre nosotros, el vínculo de los aliados musicales. Y gracias a eso
tuve la oportunidad de doblegar mi timidez crónica; conocí a los amigos de
Sofía, compartí con las amigas de Sofía (algún día debería llevarse a cabo un
estudio de qué es lo que hace que en Santa Paula se produzca semejante
concentración de mujeres guapas), coincidimos en varios conciertos de la
llamada movida underground de la
Caracas de esos años, fuimos también al cine, y cada vez que nos encontrábamos,
luego de los saludos de rigor, inevitablemente surgía una pregunta cargada de
emoción reprimida: “Mira, y qué has oído de nuevo y de bueno por ahí, qué me
recomiendas”.
El tiempo pasó, crecimos, lamentablemente nos
fuimos viendo con menos frecuencia. Luego enfermó. Se hicieron cada vez más
escasas las oportunidades para compartir. Hace pocos meses mi madre me contó
una anécdota. Mi madre -que también es mi aliada musical, la primera de todas
desde aquellos tiempos en los que me enseñó estando yo en pañales que el Pata
Pata de Miriam Makeba era una de las cinco mejores canciones de la historia-
tenía en el reproductor de su carro un CD con los temas del 2012 que había
seleccionado para ella. Sonaba ese disco de fondo mientras mamá llevaba a tía
Evita y a Sofía a hacer unas diligencias, entonces Sofía rompió el silencio en
el que estaba sumida y dijo algo que mamá no entendió pero que mi tía Evita se
encargó de traducir: “Margarita, que Sofía dice que le encanta la música”.
Tengo aquí sobre mi escritorio del D.F.
mexicano un CD que le grabé a Sofía. Lo grabé hace un par de meses y no
encontré la manera de enviarlo a Caracas para que lo recibiera. Es una
selección en mp3 de casi 200 temas que seleccioné para ella, a manera de compensación
por el vacío de tantos años sin cultivar nuestro nexo musical.
Sí, lo sé y me pesa, ya es tarde. Ya no lo
escuchó. Aunque, quién sabe, quizá sí que lo oye. Allí donde esté tiene que
haber una manera de escuchar toda la música del mundo sin necesidad de ponerla
a sonar en reproductor alguno. Sofía seguro eligió, y se merece, esa versión del más alla.