Se fue ayer Nelson Mandela. A donde sea que
se vaya la gente buena lo mandaron a llamar. Y somos un montón los que nos
quedamos en esta Tierra con una sensación rara, como de orfandad, como si al
gran abuelo que siempre había estado en la foto de familia de pronto le llega
el día en que no está más. Este mundo
sin Madiba amaneció siendo un lugar aún más extraño. Como si hubiéramos perdido
a nuestro Yoda particular de este pedazo de la galaxia y por lo tanto hoy se
siente un desbalance importante en la fuerza.
Sin embargo, Roland Barthes -en esa belleza
de cien páginas titulada La cámara lúcida- insiste en que sólo con la muerte
del sujeto la imagen fotográfica alcanza su verdadero sentido. Es decir, la
memoria que tenemos hoy de Mandela, la imagen que queda registrada en sus fotos
y en nuestras mentes, vale incluso más que ayer. Mandela se hizo aún más
poderoso y significativo ahora con su ausencia física. La muerte lo
inmortalizó.
La partida del gran Madiba es una oportunidad
dorada para ponernos a pensar en el necesario replanteamiento de la figura del
héroe. Porque es bastante probable que hayamos ayudado a edificar el mundo que
tenemos precisamente por estar empeñados históricamente en catapultar al
estrellato a los héroes equivocados. Ese héroe tradicional con todos sus
muertos a cuesta, con su épica que no es más que el vacío hiperinflado por el
séquito de aduladores, el héroe que no debió pasar de ser un pobre diablo o un
payaso trágico pero que no hemos sabido ponerlo en su justo lugar (que casi
siempre debió ser el ridículo o la cárcel, o a veces un par de líneas escuetas en
los textos históricos, pero no más). Nos hemos llenado de estatuas y de próceres
y de fantasmas pesadísimos cuyos méritos no aguantarían ni cinco minutos de
revisión detenida. Así ha funcionado la historia.
Y, a
pesar de todo, a veces irrumpe una flor extraña en medio del lodazal, un héroe
que no se parece en nada a los otros. Son los diferentes, esos héroes que a
veces no nos explicamos cómo se colaron allí. Hay uno que se llamó Gandhi, otro
que se llamó Nelson Mandela. No son muchos. La verdad es que son poquísimos. Pero
seguramente hay más, muchos más de los que sabemos. Lo que pasa es que son
héroes ocultos, mínimos, de a pie. No están elevados a la bóveda celeste, tampoco
tienen constelación propia; hasta que alguien los rescata del olvido y los pone
en un buen sitio dentro del propio mapa personal. Es importantísimo irse
construyendo a lo largo de la vida un panteón a escala de los héroes propios,
un canon particular donde los grandes no tienen sables ni fusiles ni
charreteras ni medallas, sino buenas obras, grandes discos, películas
maravillosas, libros entrañables, actos de grandísima dignidad y valentía ante
los atropellos del poder. Son los héroes que no han echado un tiro. Símbolos de
un mundo alterno que no supimos reproducir en éste.
Desde que me enteré de la muerte de Mandela
he estado pensando en que, vaya curiosidad, varios de los héroes de mi humilde bóveda
celeste particular son sudafricanos. Algo muy profundo me conecta con esa
nación y su gente. No sé, quizás sea esa metáfora de la belleza más rotunda que
irrumpe en medio del horror. Porque resulta que cuando los sudafricanos son
buenos, son demoledoramente buenos. Como si el lado luminoso de la fuerza
necesitara lanzar a estos prodigios del bien para intentar neutralizar los excesos
de la oscuridad y el miedo. Así pues, descubrí la música gracias a la
sudafricana Miriam Makeba (su Pata Pata es mi himno personal, debe ser la
canción que más he escuchado en la vida. Cada vez que oigo el Pata Pata me
debato entre las ganas atroces de bailar sin vergüenza o lanzarme a llorar como
un crío). Uno de los grandísimos culpables de que se me haya ocurrido intentar
escribir es también sudafricano, J.M Coetzee, porque cuando leí su novela
salpicada de autobiografía, “Juventud”, me invadieron unas ganas prodigiosas de
echar mi propio cuento condimentado por mis propias exageraciones y
caricaturizaciones. Sudafricano es también Neill Blomkamp, responsable de la
mejor película de ciencia ficción que haya visto el mundo en varias décadas: “District
9”. Blomkamp, hablando del apartheid pero en un contexto de humanos que
desprecian a extraterrestres, hizo esa película que cada tanto aparece en el
panorama para hacernos retomar la confianza en un género maravilloso y de
grandísimo poder simbólico pero que ha sido asquerosamente vapuleado por la
carencia de ideas, los efectos especiales vacíos de todo contenido y el dineral
a caudal roto al servicio de la nada más absoluta. Sí, llegó Blomkamp y nos mostró su District 9
y nos quitamos el sombrero y nos dieron ganas de volver a creer en la ciencia
ficción, la de verdad. Tuvo que venir un sudafricano a dar un golpe en la mesa
y a poner orden (y seso) en este desmadre.
Me detengo un momento en District 9 porque
necesito hablar de Christopher Johnson, ese extraterrestre con aspecto de
langostino moreno que se convierte en protagonista de la película. Christopher
Johnson (su nombre verdadero lo desconocemos, porque los humanos somos
incapaces de pronunciarlo y, sobre todo, no estamos interesados en hacerlo; “así
que te quedas Christopher Johnson y más te vale que lo aceptes y los pronuncies
bien”) es un alienígena especialmente inteligente, especialmente sensible; sólo
él y su hijo son capaces de reactivar y tripular la nave que ha traído a los
extraterrestres hasta Johannesburgo. Los extraterrestres viven miserablemente en
un gueto, son los nuevos negros discriminados por el apartheid, la historia se
repite pero ahora no es el hombre blanco el que somete al de piel oscura, sino
es la humanidad la que segrega a los no humanos. En ese contexto, la vida de un
“langostino” vale menos que una bala. Pero entonces surge la alianza entre un
humano y Christopher Johnson. El humano se está “langostinizando” mientras que
Christopher Johnson evidencia en cada acción una calidad humana que los humanos
hemos prácticamente olvidado. Al final, Christopher Johnson logra escapar en su
nave junto con su pequeño, pero promete volver: “debo salvar a mi gente, no los
puedo dejar así”. Y a pesar de que
cuenta con armas poderosísimas para fulminar a quienes han maltratado a su
pueblo, un arsenal suficiente como para aplastar a los humanos como insectos,
Christopher Johnson se niega a hacerlo; él no quiere más sangre ni más
violencia, él lo que quiere es liberar a su gente, perdonar a quienes lo
odiaron y respetar el compromiso adquirido con el único humano que ayudó a
salvarles la vida.
No es difícil pensar que Christopher Johnson es una suerte de Mandela. Una metáfora
del Madiba intergaláctico. Y sí, se ha ido, pero de alguna manera volverá. Es
más, estará siempre.
Me gusta este día pensar recurrentemente en dos imágenes infantiles pero que hoy tienen todo sentido para mí. En la primera están Mandela y Miriam Makeba cantando y bailando el Pata Pata en uno de los comités de recepción más felices del universo. En la otra imagen está el gran Obi Wan Kenobi -con su pinta de monje franciscano de la orden de los capuchinos-, se está dirigiendo al Consejo de los Jedis y anuncia: “La sesión de hoy la presidirá, finalmente, el más sabio y poderoso de los caballeros Jedis jamás: recibamos a Master Madiba”.