He estado varios días dándole vueltas a este
texto. Buscando la manera de escribirlo. Lo he iniciado y lo he borrado entero
decenas de veces. Al final, he decidido que él salga solo, a su manera, yo
trato de controlarlo pero al final él será lo que le dé la gana. Como quienes
me lo inspiran y a quienes se los dedico: a mis alumnos. De mí, con suerte,
quedará apenas un rastro, un intento de orientación.
Vengo de un hogar de profesores. Lo fueron
mis padres, lo son mis dos hermanas. Yo era de los que quería ser astronauta,
futbolista, ingeniero o artista… lo de ser maestro, la verdad, no estaba en mis planes. Menos mal que me equivoqué.
Comenzaré por decir que la primera vez que
entré como profesor a un salón de clases, yo era apenas un chamo que le llevaba
pocos años a mis estudiantes. Fue un día terrible, desde el mismo momento en
que escribí sobre la pizarra mi nombre y el de la materia, se me nublaron las
entendederas, se me secó la boca como papel de lija. Durante una hora estuve
diciendo disparates –más que nunca-, se me hizo un corto circuito espantoso
entre el cerebro, las manos y la lengua, y hubo un punto en el que no supe bien
si vomitar sobre el escritorio o largarme a llorar de tanta incompetencia.
Para la segunda clase, además de una botella
de agua, me apertreché con fotografías, cómics, música, videoclips. Que por lo
menos eso, más la participación de los alumnos, me sirviera de balsa de
salvamento en caso de otro corto circuito. Afortunadamente funcionó. Funcionó,
sobre todo, porque a ellos les dio la gana de que funcionara.
Con el paso de los años fui estableciendo una
relación con mis alumnos, con un número creciente de ellos, algunos se
convirtieron en mis aliados, otros en mis amigos, otros en mis colegas. No sé
si la relación que logramos construir con algunos alumnos sea una variante
especial de la amistad; a veces –sobre todo para los que no tenemos la fortuna
aún de ser padres- me temo que hay casos en los que se parece un montón al
vínculo que se teje entre padres e hijos, o tíos y sobrinos, o hermanos mayores
con menores. Es una cosa muy rara, difícil de definir. Es como descubrir que
finalmente has encontrado interlocutores fuera de tu familia, amigos y colegas;
de pronto te encuentras con una gente para la que toda esa gama infinita de
pasiones y disparates que uno tiene para compartir también les hace sentido.
Resulta inevitable sentir, ya uno entrado en
la cuarentena, que de los mil millones de planes y proyectos personales que se tenían
no habrá tiempo para culminarlos o llevarlos a buen puerto. Pero poco importa,
porque están los alumnos, ellos recogerán el testigo, serán ellos los que al
final libren por ti. Ellos lo harán, a su manera, y aún mejor que nosotros.
Mis alumnos no lo saben, jamás se los he
dicho: yo tengo la fortuna de vivir gracias a ellos y por medio de ellos. Son
mi orgullo. De no ser por esa gente yo sería con seguridad un tipo más triste,
y me sentiría definitivamente más incompleto. Gracias a mis estudiantes he
logrado armarme una vida que me gusta. Me mantienen al día, me obligan
constantemente a estar buscando cosas e investigando en asuntos que jamás se me
hubiera ocurrido indagar. Sí, es verdad, también me sacan de quicio, me vuelven
loco, me dan ganas de estrangularlos. Todos los años sentencio que es el
último, que se busquen a otro, que este curso ha sido el más complicado de
todos jamás. No han sido pocas las veces que les he dicho: “me esperaba mucho
más de ustedes. A ver si se ponen serios. Que sepan que tanto talento sin
disciplina no sirve de absolutamente nada”. El hecho es que, entre las
poquísimas convicciones que tengo a rajatabla en la vida, una es que daré
clases y disfrutaré de mis alumnos hasta que el cuerpo aguante.
Por eso veo hoy a los estudiantes que
protestan en Venezuela y se me anuda la garganta con el estómago y con el alma
en el medio. Enfrentándose a inescrupulosos hombres armados que les disparan a
la cara, que les responden los gritos con plomo, que los patean, los golpean
con manoplas, los asfixian, los humillan, los torturan. Ya van varios muertos.
Como dice mi amiga Violeta Rojo: “Sueltan algunos estudiantes y comienzo a
escuchar de torturas, picana, electricidad, golpes. Todos los milicos estudian
en la misma escuela de infamia”. Me imagino que uno de esos muchachos pudiera
ser uno de mis alumnos y de nuevo me gana la náusea; recuerdo entonces en un
loop infinito e indetenible sus caras, sus intervenciones, sus trabajos, sus
inquietudes. Y recuerdo también que siempre fueron como un cuero seco: los
tratabas de pisar por un lado y se te levantaban por otro. Indetenibles, con
esa fuerza y ese espíritu indoblegable de los que a esa edad se creen
inmortales. Y uno, desde las canas, los trata de atajar: “que no hagan eso, que
es peligroso, que no se dan cuenta de que esos tipos están armados y llenos de
odio, que son unos malandros con licencia para matar, cómo se te ocurre
enfrentarte a eso”. Y los alumnos te responden: “Pero es que igual no tengo
vida. Igual si me quedo quieto me van a matar. Yo me juego la vida en este país
todos los días aunque me quede encerrado en mi cuarto. Por lo menos morir
peleando que vivir de rodillas”.
Ojo, que no se diga que desde aquí los estoy
enviando a la calle, que no se piense que quiero que esos muchachos den la cara
por mí y se expongan a la tragedia… sólo digo que la experiencia de casi dos
décadas me ha enseñado que, cuando se les mete una idea en la cabeza, son
incontrolables. Que la rebeldía en la juventud es la única prueba que haga
constar la existencia de la generación espontánea en la vida real. Y mientras
más se les reprima, se les encierre y se les intente castigar, más serán los
que encontrarán un sentido en la rebeldía. Mis alumnos han sido mis mejores maestros
en esa materia.
A estas horas, mientras escribo estas líneas,
sigue habiendo muchachos cuyo paradero se desconoce. Siguen filtrándose por las
redes sociales las imágenes y testimonios de la tortura. Ronda en el ambiente
una palabra horrible que los venezolanos pensábamos erradicada de nuestro
léxico común: Desaparecidos.
Hago un llamado desde aquí a todos los que hemos tenido,
por una razón u otra, alumnos en nuestras vidas: no podemos olvidar a esos
muchachos que atraviesan el horror ahora mismo en manos de los infames. No
podemos abandonarlos ni perderles la pista. Tenemos que hacer todo lo que esté
a nuestro alcance para que regresen a sus casas y salones de clases, sanos y
salvos, cuanto antes. Es, quizá, la razón de mayor peso que exista en estos
instantes para actuar y protestar sin descanso.
9 comentarios:
José Santos, como siempre, tienes las facilidad de comunicar, lo que a muchos de nosotros, profesores como tu, se nos queda agotado en la garganta, como mudos, imposibilitados de dejar escapar la protesta... Nos duele al alma al ver tantos vídeos y fotografías donde las víctimas son chicos indefensos, a quienes les roban su juventud, su vitalidad, pero lejos de alejar, de silenciar la protesta colectiva, la anima, le da ánimos, la motiva para unirnos y decirles : muchachos, no están solos, hoy les toco a ustedes, pero por favor, cuídense, la patria los necesita VIVOS!!!
Muchas gracias José, gracias por compartir tu sentir. Soy docente universitaria igualmente y sé las motivaciones que tienen tus ideas. El nudo en el estómago y la garganta, es uno solo cuando enfrentamos un salón de clases y no encontramos las palabras más adecuadas entre los valores que pretendemos inculcar y lo que expone impúdicamente el gobierno de turno, contradiciendo totalmente la ética de la convivencia y el deber ser ciudadano.
Todo un desafío ser docente en estos tiempos.
Un fuerte abrazo
Tus alumnos tienen dos caminos, el que tu a traves del tiempo le has enseñado y el que comienzan a hacer ellos con su lucha por un futuro mejor,, ya que sin la vida que hacemos.
Me emociona tu escrito, dices lo que sentimos todos: padres, abuelos , profesores ,amigos y familiares de estos muchachos valientes, que se enfrentan a la barbarie de los desalmados que nos gobiernan,sólo con banderas y consignas en sus pancartas. ¿Cuál era el peligro? mientras los delincuentes impunemente se adueñan del pais, C. Casano.
Primo, desde Mérida, desde esta ciudad, y digo al mismo tiempo universidad, que quieren convertir en cuartel, como estudiante y al mismo tiempo profesor, aplaudo y agradezco tus palabras. Te mando un abrazo con la fuerza que me dan los estudiantes cuando los acompaño en sus protestas y me convierto en uno más.
Lo que usted escribe lo siento desde mi alma y ademas he estado dentro de los estudiantes sintiendo el grito que sale de su mas adentro rebelde guerrero sincero y aleccionador porque me siento apenado y me disculpo por habrlos abandonado tanto tiempo peeo aqui estoy con ellos
Lo que usted escribe lo siento desde mi alma y ademas he estado dentro de los estudiantes sintiendo el grito que sale de su mas adentro rebelde guerrero sincero y aleccionador porque me siento apenado y me disculpo por habrlos abandonado tanto tiempo peeo aqui estoy con ellos
Que te puedo decir, cuando se es profesor desde el alma, a nuestros alumnos los llamamos "nuestros hijos" y así será siempre, por lo que me siento muy identificada con tus palabras...Gracias por tus comentarios....
Gracias por ordenar en palabras tantos sentimientos encontrados estos días... no puedo dejar de recordar que hace varias décadas cerraban la UCV por disturbios precisamente de estudiantes, y se que siempre serán la piedra en el zapato de los sistemas obsoletos y de las viejas estructuras que no sirven... y ya superada la etapa de la juventud creo que ese ímpetu debe reconocerse, valorarse y porque no? apoyarse, porque no queremos solo sobrevivir sino vivir... es nuestro derecho
Publicar un comentario