viernes, 21 de marzo de 2014

El viejo lector de la plaza.


El horror enmudece. Llevo días cautivo en la mudez. Incapaz de escribir algo congruente, rebotando entre mis intentos fallidos al tratar de convertir en palabras esa madeja de espanto que llevo hecha remolinos entre el pecho y la cabeza.

Venezuela duele. Duele un montón. Duele a la distancia y duele tan adentro a la vez. Duele también a tiempo completo.

A veces no soporto más -no me soporto a mí mismo- y me obligo a salir a caminar. A respirar otro aire, que me pegue un poco el sol (el mismo del que mi padre decía: donde entra el sol no entra el médico), alejarme aunque sea por una hora de la pantalla donde se empeñan en correr a caudal roto las noticias terribles provenientes del país. Cada día más. Cada día otras nuevas. Cada día aún peores que las del anterior.

Me encajo los audífonos y camino sin rumbo definido. Debo parecer un muerto en vida, un sonámbulo que exuda angustia: “ahí va otra vez ese tipo mirando al suelo”; así dirán. Qué le vamos a hacer, ya poco me importa.

Sin embargo, hay una imagen se me luminosa con la que me topo en esas caminatas. La encuentro en la placita que está en la intersección entre Horacio y Edgar Allan Poe, esa misma en cuyo centro hay una fuente a la que no hemos visto encendida jamás. En esa pequeña plaza circular suele sentarse un viejo lector. Es un hombre moreno de pelo blanco. Debe rondar los 80 años. El hombre siempre está leyendo un libro de esos de segunda mano, a saber de dónde los saca. Levanta su libro -con la espalda muy recta y las piernas cruzadas- hasta la altura de la cabeza con una mano; con la otra sostiene un cigarrillo que se fuma con gozo en lentas caladas.

Hace unos meses el viejo estaba metido de cabeza en un libro llamado La cuarta dimensión. Hace unas semanas lo encontré con El corazón de las tinieblas de Conrad. El otro día estaba leyendo Duna de Herbert (y yo casi lo abrazo). Esta mañana estaba enfrascado en Fundación e Imperio de Isaac Asimov. Es que además tiene buen gusto para la lectura el abuelo.

Nunca me he atrevido a hablar con ese señor, no lo quiero interrumpir en su lectura, además me da vergüenza acabar cometiendo la torpeza de pedirle que me adopte como nieto (perdonen, yo nunca conocí a mis abuelos, ni a Santos ni a Augusto, ellos murieron cuando mis padres estaban muy niños, así que me he visto obligado a inventarme una memoria fantástica a partir de los pocos retazos que he logrado unir a partir de lo que me cuentan de ellos). El hecho es que le estoy profundamente agradecido a ese caballero. Ese señor simboliza, así con su librito usado y su cigarro fumado sin miedo, una imagen que bien quisiera para mí y los nuestros.

Confieso que deseo, con ansia infantil de nieto que nunca fue, que ese viejo sea todos nuestros viejos. Que cuando el horror ceda –porque tiene que pasar y ojalá sea pronto- haya una proliferación de viejos lectores en nuestras plazas. Viejos tranquilos que ocupen sus banquitos con libertad y sin miedo. Que se fumen su cigarrillo con calma y placer porque están claros en que lo peor ya pasó. Se quedó tan atrás. Tienen en su haber la misión cumplida de  una vida ya vivida y que además se vivió bien. Ahora es tiempo de leer y fumar (y al carajo con los consejos del médico). Se me antoja que es una imagen de una calma y una felicidad prodigiosas.

Muchos hablan de que el futuro es de los niños y los jóvenes. Que vale la pena luchar por la libertad para que ellos la tengan garantizada. Y eso está muy bien, pero a mí el viejo lector me ha cambiado un poco el discurso y la mirada: ojalá quienes aún no han llegado a esas edades les pasaran por al lado a los viejos lectores de la plaza, se vieran proyectados a futuro en ellos, y decretaran “cuando yo sea grande voy a querer una vejez como ésa”.

martes, 4 de marzo de 2014

La neutralidad sobrevalorada.


Mucho se habla en estos días de la importancia de la sensatez, del valor de la ecuanimidad, del prestigio que otorga considerarse –y que te consideren– una persona juiciosa y ponderada. Eso está muy bien, en teoría (y hasta que la teoría aguante) pero el problema está en tratar de encajar esa fantasía ecuánime en un contexto real donde no aplica. No tiene cabida. Forzarla, maniatarla, doblegarla hasta la caricatura: “sí, el mundo se está cayendo a pedazos pero yo sigo incólume en mi neutralidad a ultranza”.

El asunto es de sumo cuidado, porque hay momentos en los que la máscara de lo neutral se resquebraja especialmente y donde el defensor de la hiperneutralidad (asumido más en personaje que en persona) corre ese riesgo que asomaba Wittgenstein: “les quitas la máscara y les arrancas el rostro también”.

Asumir una posición determinada en los momentos críticos es crucial, es un acto de responsabilidad, de congruencia, me atrevería a decir que incluso de dignidad. Me tomaré la licencia de establecer una metáfora futbolística para explicar mi punto: asumirse como aficionado a un equipo no te convierte en miembro de su barrabrava.

Hay fanáticos de fanáticos (sí, en el fútbol como en la política, así como en todos los asuntos que despiertan emociones extremas, se puede hablar de aficiones y de fanaticadas sin ninguna vergüenza). Los hay muy serios y autocríticos, también los que juegan a ser directores técnicos y analistas deportivos, los hay los que siguen el juego desde su casa, otros que van al estadio como quien cumple con un ritual, los hay los que se lanzan a la cancha y los hay “ultras” que no están realmente tan pendientes de lo que haga su equipo como de partirle la cara a los aficionados contrarios. Todos tienen en común la afición por el mismo equipo, se sienten miembros de la hinchada, pero cada uno interpreta su pasión a su manera.

Vamos a suponer ahora –como de hecho es en realidad– que se trata de una final, se está jugando un partido decisivo que bien podría definir nuestro destino como equipo y afición. Intentar establecer un diálogo sesudo, razonado y ponderado con la barrabrava (la propia y la del rival) no sería un acto de sensatez sino de ridiculez o inmolación. Similar a intentar explicarle a un mandril con mal de rabia que para jugar ajedrez no puede destruir el tablero ni arrancarle a mordiscos la cabeza a la Reina sino comenzar siempre necesariamente con el delicado movimiento del peón cuatro Rey. Ese mandril está ciego de furia, mejor emplee su sensatez en distanciarse de él.

Bien podría usted intentar establecer esa posibilidad de diálogo con un aficionado del equipo rival, pero con la consciencia de que jamás logrará convencerlo de que hinche por su equipo como él tampoco podrá convencerlo de saltar a la otra afición. El diálogo es un camino, pero recuerde que se hallan en el medio de una final, no estamos aquí para conversar y argumentar mientras transcurren los 90 minutos de vértigo y hay gente que se está jugando el alma dentro y fuera del terreno de juego. Cuando el partido tenga un desenlace entonces sí habrá tiempo, y quizás ganas, para sentarse a debatir calmadamente con una cerveza en la mano, evaluar los puntos de encuentro y darse un abrazo de despedida.

Lo que resulta inconcebible es que en medio de esa final usted se tope con un “neutral”. Un tipo que le va al árbitro, al espíritu del deporte, a la belleza abstracta de la pasión por el fútbol y que desea que ojalá y ganaran los dos. No, viejito, si estás aquí en medio de la final y a ti te duele el fútbol tienes que asumir una posición. Esto es Brasil contra Argentina, no se vale ser un aficionado “albicelestecanarinho”. Respeta a los verdaderos aficionados, respeta el juego, juégatela tú también o al menos permite -con respetuoso silencio y dando un paso atrás- que disfruten de la final a quienes de verdad les duele el juego.

Ser imparcial e intentar ser objetivo es responsabilidad de los árbitros, no de la afición ni de los jugadores. Encumbrarse en todo momento y circunstancia hasta las alturas de la objetividad neutral es un acto no solo de soberbia sino también de desfachatez. Es un acto de falsedad, tan idiota y mezquino que incluso pretende demostrar que se es aún más sabio que René Descartes: la percepción de la realidad es un acto subjetivo, la objetividad tan cacareada y sobrevalorada no existe porque el mundo está siendo filtrado constantemente por nosotros y nuestra personalísima e imperfecta subjetividad. Bienvenidos al mundo real: no existe otra opción, así que siéntase libre de ejercer su subjetividad. 

Es lastimoso y descarado que en pleno siglo XXI un “analista político” o “periodista serio” insista en aquello de: “yo soy objetivo, soy neutral, mi ecuanimidad y mi rigor profesional no me permiten tomar partido por ninguno de los bandos en pugna”. Argumentar semejante despropósito sólo tiene dos explicaciones: sientes culpa o complejo por asumir tu verdadera posición, o a ti de verdad no te importa lo que está ocurriendo; te da exactamente igual porque a ti no te interesa el juego. Sea cual sea el caso, en ambos se está disfrazado y temeroso de salir del armario. Es un disfraz, además, al que se le notan las costuras y que acaba aburriendo un montón.

Mucho cuidado, cuando esto pase –que pasará- si los disfrazados de hiperneutrales no sólo queden desnudos (que ya sabemos que lo están) sino que al quitarles el disfraz se les arranque el cuerpo entero también. Quedará simplemente el vacío. La nada.