Acaba de ocurrir en la calle Newton: ante
los ojos de todos los presentes en el lugar, a las 9:45, una bolsa plástica
levantada por el viento se le fue directo a la cara a un tipo. Fueron largos
segundos de batalla, confusión y angustia. Casi lo asfixia. El hombre tuvo que
luchar con todas sus fuerzas y toda su desesperación. Cuando finalmente logró
arrojar la bolsa asesina al suelo tenía la cara roja y en los ojos se le
dibujaba el pánico en su forma más pura. Él lo sabía. Lo sabíamos todos. La
rebelión de los objetos inanimados había comenzado. Quién sabe, a lo mejor
ellos lo saben hacer mucho mejor que nosotros.
(Por favor, acompáñenme a hacer un experimento: vayan al video que
está debajo de estas líneas y pónganlo a reproducir, luego prosigan la lectura
mientas suena Then The Quiet Explosion de
Hammock, música que servirá de banda sonora a este post).
Me he pasado los últimos meses investigando y reflexionando sobre
temas estrechamente vinculados pero sin aparente conexión: que Venus es el
único planeta que gira en sentido horario, al revés que todos los demás del
sistema solar, y también el que tiene los días más largos: 243 de los nuestros
en cada vuelta que da sobre su eje, por lo que en Venus los días son más largos
que los años y las semanas tienen tantos años comprimidos dentro que
literalmente son eternas; también he estado pensando en que si bien los anillos
de Saturno son los más famosos, Urano tiene sus propios anillos, son 13 para
ser exactos y además cuenta con 27 satélites girando a su alrededor, satélites
que tienen nombres de mujeres, los de las protagonistas de las obras de William
Shakespeare y Alexander Pope; también he estado buscando información sobre
Kepler 438B, conocido como La Otra Tierra pues es el planeta más parecido al
nuestro en el universo conocido, con un índice de similitud del 88%, lo que
pasa es que está a 470 años luz y un año luz equivale a 9.460.730.472.580 km.,
lo que equivaldría a una distancia tan larga y aplastante que ni siquiera
podríamos nombrarla, y también sucede que es un 20% más caluroso que nuestro
planeta y tiene los cielos rojos en vez de azules dada su cercanía a la
estrella enana blanca que le sirve de sol; imaginen que la sonda Voyager 2,
lanzada al espacio en 1977, pasará junto a Sirio (la estrella más brillante en
nuestro cielo nocturno) para el año 296036… bueno, Kepler 438B queda bastante
más lejos que eso, muchísimo más, y todavía ni hemos salido para allá; por otra
parte leí –es una especulación porque esto nadie lo ha podido medir, pero es
una especulación hermosa que me da la gana de creerme, es mi libertad– que la
onda sonora del Big Bang, ese estallido originario que dio inicio al universo,
es idéntica en su curvatura y longitud de onda a la del sonido que hace un
espermatozoide al momento de penetrar la pared del óvulo para fecundarlo, son
sonidos espejo, lo que ocurre en el espacio exterior a grandísima escala se
replica a niveles atómicos en el universo interior, tan vasto y tan poco
conocido como el otro; ah, por cierto, se asume –otra especulación con cierta
base científica– que el sonido molecular que emiten las células al dividirse en
los procesos de mitosis y meiosis son explosiones también idénticas pero en
versión miniatura de la Gran explosión, así que es cierto: todo se origina –en
lo grande y en lo minúsculo– con un estallido silencioso, desapercibido e
inmensurable; y también he estado leyendo un libro poco conocido de Herman
Melville (el mismo que escribió Moby Dick)
que se llama Pierre o las ambigüedades
donde en un momento de grandísima lujuria y romanticismo contenidos Pierre le
susurra a su amante al oído la frase más libidinosa y extraña que recuerde: “tú
me fertilizas”; cosa que me hizo recordar, y buscar para leer de nuevo, ese
maravilloso cuento de Ana María Shúa, qué cosa tan prodigiosa, por favor,
llamado Octavio, el invasor donde la
autora argentina sostiene que milenariamente los extraterrestres han intentado
invadir nuestro planeta por medio de nuestros embriones, lo que quiere decir
que todos hemos sido invasores extraterrestres alguna vez, nos pasamos meses
dentro del vientre materno y luego otros meses más después de nuestros
nacimientos, preparando la invasión, maquinando la venganza, dispuestos a
aniquilar a esa especie humana que no se merece ni lejanamente el planeta que
habita… pero toda la invasión fracasa una y otra vez en ese momento de amor y
rendición cuando pronunciamos por vez primera la palabra que nos une al ahora
adorado enemigo y nos hace reconocer que ya somos miembros del otro bando:
“mamá”.
Muy bien, y ahora mismo ustedes se deben preguntar cómo se me
ocurre pensar que todas estas cosas que me tienen obsesionado se conectan, y
además de manera estrecha y armoniosa, y la respuesta es muy sencilla: porque
voy a ser papá. Y desde que me enteré que esta bendición que pensaba me estaba
vetada ha tocado a mi puerta, he sentido como nunca antes un nuevo temor, una
preocupación insólita trastocada en súplica: necesito vida, un poco más de vida,
por favor, para mi minúscula e insignificante existencia. Sí, soy como Roy,
aquel entrañable replicante de Blade Runner que confiesa: necesito más vida.
Y no la pido para mí, no es un acto de soberbia, mezquindad ni procuras
de inmortalidad; yo quiero vida, la necesito, pero no es para mí, es por mi
hija. Necesito tiempo y salud para poder intentar la más difícil y hermosa
misión que cualquier hombre pueda encarar: tratar de ser el mejor padre
posible. Eso es todo, poder ganarse a pulso, a lo largo de toda la vida restante,
esa palabra que con suerte nos tocará oír en delicioso doble estallido –también
como muestra de amor y mutua rendición– de la voz de un pequeño: papá.
Ayer, a las 4.25 pm, en la esquina de
Orizaba con el Parque Río de Janeiro, me crucé con un “viene-viene” que se
disponía a lavar un coche.El tipo
agarra un balde de agua oscura mezclada con jabón y tomando todo el impulso del
mundo la lanza sobre el coche que será víctima de la limpieza. Pero es tal la
fuerza con la que arroja el agua que ésta dibuja una curva imposible, le pasa
por encima al auto y va a caer del otro lado justamente sobre la cabeza de un
joven que pasea a su perro. El muchacho, muy educado –se nota que está en esas
edades de la adolescencia en la que absolutamente todo nos da pena-, se hace el
desentendido: “aquí no ha pasado nada” a pesar de que está escurriendo litros
de agua de la cabeza a los pies. El “viene-viene” asume una actitud idéntica:
“¿quién aventó ese balde de agua sucia? ¿Yooo?”. El único que ha reaccionado es
el perro, tiene todo el pelo aplastado contra el cuerpo y del hocico le cuelga
una baba jabonosa que se lame con la lengua enorme. El joven y su perro siguen
su camino, el lavador de coches continúa su tarea sobre un auto absolutamente
seco. Yo también sigo de largo, imperturbable, hasta que el perro decide
sacudirse con furia justo cuando me pasa al lado. Me rocía de eso mismo que
hasta hace segundos tenía chorreando del hocico… pero yo sigo derecho, como si
nada. Es que es muy feo eso de ser el único que rompe con la armonía del lugar.