jueves, 3 de septiembre de 2015

La frivolización del horror.


Hoy estaba escribiendo una historia de ciencia ficción en la que llevo atrapado más de un año. Iba tecleando muy contento, muy animado, curiosamente inspirado, porque esta mañana -mientras limpiaba a fondo la cafetera que me regaló de cumpleaños mi esposa- había tenido una especie de revelación, como si una voz del más allá me ensamblara mentalmente las piezas sueltas. Por fin creía saber qué quería decir, ahora me faltaba solamente la parte en que uno se pone a prueba a ver cómo es capaz de escribirlo. Pero entonces irrumpió la realidad en medio de la escritura de ficción, quise tomar una pausa, hacerme un café, revisar esa caja de Pandora llamada Twitter mientras ordenaba algunas ideas y pulía ciertas frases; entonces vi en la pantalla del celular la foto de un niño sirio ahogado en una playa turca. Venía huyendo de la guerra junto con su hermano y otros adultos, en una pobre embarcación, el mal tiempo la volcó anoche, murieron doce, uno era él.

El horror que se desprende de la realidad es muy distinto al de la ficción, tiene un poder insoportable para enmudecer, abofetear, paralizar y desinflar. Hacía segundos creía saber qué quería contar, ahora estaba seguro de no querer decir nada. Ese niño sin vida, bocabajo, ahí aplastado contra la arena de la playa, se me había convertido en la imagen del fracaso estrepitoso del futuro. La imagen más lejana y contradictoria a lo que todos solemos (y queremos) imaginar que es un niño en la playa. Se me sumaba esa estampa, claro está, a las imágenes demoledoras de los niños colombianos obligados por los miliares venezolanos a cruzar un río fronterizo entre Colombia y Venezuela, con sus morrales a cuesta, sus juguetes, sus cuatro cositas que habían podido salvar antes de que les demolieran las casas. También se me sumó a otras imágenes compartidas en las redes sociales donde unos efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana golpeaban con ensañamiento y paroxismo (puñetazos, patadas, rodillazos, insultos y bofetadas de por medio) a unos chamos de Ureña que no llegaban ni a los 13 años.

El futuro que estamos escribiendo es con F de fracaso y F de fatalidad. Y con F de falsedad también.

Con bastante frecuencia me pregunto, porque de verdad no lo sé, no tengo la respuesta, qué sentido tiene la publicación de una foto como esa del cadáver del niño sirio en las costas de ese país en el que se suponía encontraría una mejor vida. Quisiera pensar que este tipo de imágenes sensibilizan, alertan, movilizan. Que se convierten en catalizadores para que las personas que tienen poder real de decisión y acción acaben por hacer algo al respecto de una buena vez. Y también el poder para que se forje verdaderamente un clima de opinión masivo y favorable para la resolución de estos problemas que insisten en recordarnos que el siglo XXI tiene tantísimo de barbarie.

Pero no sé, tampoco tengo la respuesta, si se trata simple y nefastamente de una manifestación más de la espectacularización de la tragedia, la pornografía de la muerte y la banalización del dolor. A veces llego a pensar que, precisamente porque habitamos en el seno de una sociedad sedienta de acontecimientos y espectáculos a raudales, donde todo está codificado como si se tratara de una superproducción cinematográfica, quizás sólo podemos llegar a sensibilizarnos por medio de esas imágenes contundentes, el escándalo superlativo que tanto circula y vende, y de noticias que desvelen el horror de la manera más cruenta para hacérnoslo estallar en la cara.

Pero la sombra de la frivolización ronda siempre. Como si todo estuviera condenado a caer en la espiral del famoseo instantáneo y fugaz: es famoso el que genera la noticia, famoso el que la recoge, se siente famoso el que la difunde, la repite y la retuitea, se quiere sentir famoso el que opina al respecto (aunque solamente haya leído titulares y visto un par de fotos, eso le basta).

La frivolización es omnipresente en los tiempos que corren, para lo sublime o lo patético, para lo insignificante también. Nos estamos acostumbrando a mezclarlo todo, a saltar frenética y esquizofrénicamente de un asunto al otro, a que el espanto y el asco se nos hagan cotidianos o incluso necesarios. Y a que los desplazados, los refugiados, los asesinados, los torturados y todos los que murieron por estar buscando desesperadamente otra vida, compitan por nuestra atención en la misma categoría que las nalgas de la Kardashian.