Llegué a Barcelona a finales de aquel verano espantoso del 2003. Me traía fresquito el recuerdo lapidario de un divorcio, una renuncia a 8 años de trabajo y una relación a distancia signada por el vértigo y la incertidumbre que, especialmente, me estaba machacando los nervios. La verdad es que me vine corriendo, más bien estaba huyendo de una cosa espantosa que me estaba matando de a poquito, a los 31 años ya tenía pinta de cuarentón. A la fuga le puse excusa, con el rimbombante nombre de: “Máster en teoría y práctica del documental creativo”. La verdad es que me venía de año sabático. A pasear por estas calles, a tratar de poner por fin sobre el papel una novelita modesta que tenía unos cuantos años rumiando, a perderme un rato a ver si de tan perdido reencontraba algo debajo del mierdero.
Fue en las primeras semanas cuando descubrí mi banquito en el Parque de La Ciudadela. Un banquito modesto y medio escondido, poco cotizado, en la parte de atrás de la fuente, viendo los cuartos traseros de las estatuas enormes, dando la espalda a la sección de aves del zoológico de Barcelona.
El banquito fulano estaba siempre a la sombra. Un denso manto verde de árboles altos donde los periquitos hacen de a centenares sus nidos le servía de techo. Apenas se colaban algunos rayitos de sol; y si allá afuera hacían unos buenos 35 grados, en el banquito el asunto pintaba unos cuantos grados más fresco. Yo me sentaba allí a ver el mundo pasar; me leía algo ligero, escuchaba a Cerati, pensaba en lo afortunado que era y a pesar de ello lo tristísimo que me sentía. Me le quedaba horas viendo a los periquitos anidar. Y me enamoraba cada treinta segundos de las mujeres hermosísimas que paseaban distraídas por allí.
Me habré sentado en el mismo banquito, religiosamente, durante meses. Allí supe lo nostálgico que se pone uno con el otoño, lo frío que es quedarse en un banquito a la sombra los días de invierno. La felicidad de reencontrarse con la luz, los colores, las ropas playeras con la llegada de la primera primavera. No importaba la estación, no importaba la hora, el banquito seguía allí para mí. Me esperaba mi banquito y casi estoy seguro de que la maderita se le erizaba y me movía la cola como un perrito cuando me veía aparecer por el camino de tierra, andando hacia él, con un libro en la mano y los audífonos siempre en las orejas. Lo saludaba con una palmada en el lomo y le decía pasitico: “Qué hubo, amigo. Cómo estamos”.
Resulta que pasó la vida. Pasó la vida y el tiempo. Pasaron dos años y medio; y en ese tiempo pasaron muchas cosas sin que yo pasara nunca más a ver al banquito. Seguro que me extrañó. Se habrá sentido el pobre abandonado, más escondido y menos cotizado que nunca. Yo eventualmente lo recordaba y me prometía: tengo que pasar por La Ciudadela a sentarme en el banquito como en los viejos tiempos. Pero mentía, no volví. No hasta ayer.
Y ayer no encontré al banquito. El Parque está siendo remodelado, hay tractores por doquier, gente que levanta la tierra, la amontona en otros sitios, ponen bardas para que ni gente ni perros puedan pisar la hierba. Todo está cerrado con tela metálica verde de dos metros de altura. Quedaron los caminos de tierra seca cercados por tubos y vallas impenetrables. Y justo detrás de la fuente, a espaldas de las estatuas, allí en el rinconcito de la sombra eterna donde estuvo siempre mi banquito muy cerca de la sección de aves exóticas del Zoo de Barcelona, allí hay un espacio enrejado, con maquinarias y bolsas enormes de cemento. Detrás de ese montón de cosas acumuladas, debajo de aquel depósito improvisado, aplastado por los sacos de cemento y las herramientas pesadas, allí está el banquito. Pero ahora no se ve. Ahora hasta a mí me cuesta reconocerlo.
Me di cuenta con esa imagen del banquito que mi sitio en Barcelona ya no estaba. Ya no. Aquél que fue mi lugar y refugio había sido tomado; no me podía sentar más allí, ya no podría ver desde allí a la vida pasar, ni los nidos de los pericos, ni las espaldas de las estatuas. Ya no habría más lectura de Quiroga con música de Cerati. Ya no habría más fotocopias sobre el cine de Van Der Keuken para poder llegar con un par de ideas claras a la clase de la tarde.
Me acerqué al banquito y le di un cariñoso par de palmadas en el lomo: “Hola, mi banquito… te he extrañado, mi pana. Tú, qué tal”. Estaba frío. A lo mejor le costó también reconocerme, acaso movió la cola pero tímidamente. Hacía frío y alguien podría pensar que estábamos escondidos allá atrás haciendo algo indebido. Me senté 30 segundos y aunque me invadió la nostalgia feroz y lacrimosa, la verdad es que no me hallé.
Le di las gracias –creo que en voz alta, pues se las merecía por tantas cosas- me paré y me fui sin voltear. Entendí que la vida ya estaba en otra parte; que era inútil empecinarme en estar allí, cuando ya ni siquiera había banquito donde sentarse. La vida te regala cada ironía en cosas tan simples; y uno aún se sorprende de la capacidad que tienen ciertos banquitos de la ciudadela para armarte grandes metáforas.
Ahora me voy a buscarme otro banquito, de nuevo al otro lado.
José Urriola C.
Barcelona, 1 de Diciembre 2005.
Yo me acuerdo pero de un banquito de La Carlota por donde usted me paso buscando una vez, mi pana.
ResponderBorrarEs bueno que este de vuelta.
Salud y sigo debiendo los acentos.
Qué bonito lo cuentas, qué bonito. Logras trasmitir a los ojos lectores esa nostalgia, esa camaradería, esa "amistad" que se establece a veces, así, porque sí...
ResponderBorrarCuán cierto eso de que queriéndolo o no, debemos continuar.
Un saludote que se prolonga,
OA
No sabe aquel banco cuán agradecida le estoy. Saber retirarse a tiempo fue, sin duda, un regalo para mí.
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