El primer día que reparé en el detalle se trataba simplemente de una cáscara de huevo cocido tirada allí al borde del camino. Un obrero se lo habrá desayunado mientras andaba rumbo a la construcción y dejó caer la concha dura, partida por la mitad, sobre la tierra -“esto sirve de abono para las matas”-. Al día siguiente, misma hora, pasé de nuevo por la curva del huevo y entonces descubrí que la cáscara ya no estaba vacía. La habitaba un lagarto. Un lagarto negro, pequeño, estilizado, con pinta de gente simpática que disfruta de la sombra bajo una tienda de campaña. Se puso un poco tenso cuando sintió mis pies levantando el polvo a pocos pasos, pero no se movió de casa. Su casa ocupada, su casa tomada.
Imaginé que la providencia me había regalado un guiño, una metáfora. Dos cosas que no tienen relación de pronto encajan en un espacio extraño y de esa unión curiosa surge algo hermoso. Peculiar, pero hermoso. El lagarto que juega a ser caracol ermitaño con una concha que no es de mar sino de huevo. El tipo que no pertenece, que es un permanente extraño, pero que afortunadamente cae en un sitio y se afana por convertirlo en su hogar para redimensionarlo todo. Recordé las películas de Stan Brakhage donde mezclando témpera con alas de polilla se construyen trepidantes bosques frondosos cuadro a cuadro. Pensé también en que nadie está exento de ser, aunque sea una vez en la vida, ese lagarto. Nos empeñamos en estar en un lugar al que no pertenecemos, de tomar posesión de aquello que supuestamente no nos va, de unirnos con gente y con cosas que “no son como uno”, y al final alguien te agradece el disparate. A veces, incluso, ese alguien tan agradecido es uno mismo. La casa del lagarto es como la vida, pensaba yo.
Pero la vida es una dama volátil que te vomita encima y no ha acabado la arcada cuando ya te clava un beso prodigioso, fresco, inolvidable (a veces es al revés, primero te da el besazo y luego te cubre de bilis). Porque al día siguiente, cuando ya estaba puliendo mi teoría sobre el lagarto en la cáscara del huevo de gallina, convencido de que esa era la historia que el destino me había obsequiado, me di cuenta de que el lagarto seguía en casa; pero muerto. El lagarto había ido allí para morir.
Me arrodillé y tomé la cáscara con el lagarto muerto, vuelto una espiral tiesa en su interior. Me dio un poco de pena. Tristeza por él, triste por mí que se me había ido al carajo mi teoría de las cosas que no van juntas pero que cuando encajan por accidente son aún más bellas. La belleza ahora pintaba seca, cubierta de hormigas y empezaba a heder.
Y fue allí que recordé sin recordar –es bueno esto de ser una especie de cleptómano de las ideas, pues te acuerdas de cosas que no sabes a quién se las escuchaste y a veces crees que se te ocurrieron a ti- un poeta sueco que decía que los hombres hacemos el amor porque es el momento más cercano que tenemos en la vida de volver al útero. Es nuestra máxima aproximación, nuestro más grande esfuerzo de meternos en ese espacio cálido del amor y la seguridad. Es como si algo primitivo nos impulsara a volver al vientre de la mujer amada. Buscamos en otra mujer, por otros medios, reinsertarnos en esa matriz de amor, cobijo y bienestar que sólo en el útero materno hemos conocido. Y como dice el gran Quino: deberíamos acabar la vida de la misma manera en que la comenzamos, con un orgasmo.
No tengo idea de cómo los homosexuales lidian con la pulsión de ese deseo primigenio. Le preguntaré a un amigo con quien puedo conversar de estos temas con absoluta desvergüenza a ver qué opina; aunque seguramente me dirá que los gay no tienen esa inquietud porque meterse en el vientre de la mujer amada es algo que sencillamente no les va ni interesa. Tampoco sé cómo solucionan el tema, o si acaso lo padecen, las mujeres. Creo que ni quiero saberlo, lo prefiero parte esencial de ese misterio intrincadísimo y fascinante que son ellas. Es probable que me lo expliquen, con paciencia y cariño durante la vida entera, y esa explicación estará siempre hilvanada con texturas y colores que no calzan con los matices que concibe mi espectro. Viviré condenado a no saberlo, menos mal.
Curiosamente, la vida -que es también una maestra muy extraña-, me ha regalado una teoría sobre cómo manejan el asunto ciertos lagartos.
Esta "Teoría sobre lagartos", se convierte en una bella y elegante página literaria. Delicada y fina metáfora, característica de tus trabajos, S. Giusti.
ResponderBorrarqué cosa tan bonita que eres tú.
ResponderBorrarJose que bien, me gustó mucho, muchos pasajes son tremendamente sublimes.
ResponderBorrarAbrazo,
IERL
Muchacho, eres un genio. Me quito el sombrero.
ResponderBorraraquí me quedo tiesa, como una lagarta alerta, con la cabeza alzada y un mínimo y protector autónomo movimiento de ojos
ResponderBorrares la teoría más bella y probablemte cierta que alguien ha escrito sobre los lagartos
y es mejor no entenderla nunca, así la disfrutarás hasta ese día en que ovillado entres en algún espacio que te proteja por siempre
Algun dia voy a encontrar algo que decir acerca de la profunda ternura que me inspiro' este texto.
ResponderBorrarMientras simplemente agradezco.
Un abrazo
Cinzia
Brillante.
ResponderBorrarBesos.
Acabo de releer un poema de Juarroz, que a propósito de un post en el que hablaba de casas y cosas, me dejarón en el blog. La casa se derrumba. Ahora tú y los lagartos me devolvieron a él, a esa sensación de arraigo, de pertenencia, de posesión.
ResponderBorrarTal vez sencillamente hay cosas que no van juntas pero cuando encajan nos permiten -si somos aguzados, como dirían los mexicanos- descubrir los infinitos secretos que habitan en los detalles, en lo distinto y hasta en el disparate. Quizá sí somos todos como tu lagarto y sabiamente sabemos cuándo regresar y sobre todo a dónde si el tiempo se agosta.
Qué ojo el tuyo, hombre!
OA
gracias por tus comentarios... estaré en tu 'casa' pronto
ResponderBorrarmaravilloso.
ResponderBorrarlo leo de nuevo y se muerde la cola.