Mi amigo Roberto Echeto escribió una vez que la lluvia en Caracas no era como la lluvia en Estocolmo, que en Caracas llueve con un grito y mientras cae la tormenta una muñeca se despeña cerro abajo por la quebrada crecida. Me pareció una verdad como una piedra, una metáfora de vértigo.
Hubo un tiempo en que esos aguaceros tropicales me remitían a una memoria de lluvia feliz. Cuando éramos niños en mi familia aprovechábamos los aguaceros para bañarnos bajo la lluvia. En esta ciudad siempre ha habido un racionamiento de agua feroz, así que la lluvia era buen pretexto para que los cinco montáramos un carnaval particular en el lavandero de casa sin sacrificar el hilo de agua que aún resistía en el tanque de reserva. Todo comenzaba cuando mis padres, sin decir nada a nadie, salían de su cuarto en traje de baño, con una toalla en una mano y la pastilla de jabón en la otra y se lanzaban hacia el patio. Mis hermanas y yo veíamos aquello y salíamos corriendo a buscarnos nuestros trajes de baño y nuestras toallas. El agua que caía desde el techo inclinado del lavandero era helada y una vez enjabonados costaba un mundo sacarse aquella baba aromatizada de encima. Yo lo que más recuerdo era que por espacio de quince minutos hacía mucho frío, se gritaba un montón –aunque no se dijera absolutamente nada porque nada se escuchaba bajo el aguacero- y uno acababa con un dolor brutal en las costillas después de tanta risa y tanto ahogo.
Mucho se habla -y sobre todo en estos tiempos de migraciones criollas a grifo abierto combinadas con el alarido desgañitado de los patrioteros- de cuáles son las cosas que caracterizan a los venezolanos; si es posible, acaso, de hablar de las esencias de la venezolanidad. Se dice que los venezolanos somos comedores de arepas y de Diablitos Underwood (bebedores de Toddy y de Frescolita también), que no podemos pasar una navidad sin las hallacas de mamá, que somos gente amigable y de sangre caliente que se sabe reír de sus desgracias, que todos en algún momento de la vida hemos agradecido a la providencia por las canciones de Tío Simón. Eso y mucho más. Cosas por el estilo, todas discutibles, todas vulnerables, todas desmentidas con cuantiosas excepciones a la regla.
Estoy convencido esta tarde de que sí hay una cosa que nos hermana a todos los venezolanos, algo nos caracteriza en lo más profundo, somos amigos de la lluvia, nos gusta callar un rato para ver por la ventana al cielo desmoronarse en eso que llamamos “un tremendo palo de agua”. Pero inmediatamente ese disfrute se ve oscurecido por un sentimiento culposo, un agobio porque nos acordamos –nos acuerda la lluvia que a tanta gente se ha llevado- que en este país llueve con un llanto y un grito. Es inevitable pensar que alguien en este instante debe estar perdiendo su casa, sus cuatro cositas, una abuela, un vecino, un hijo.
Cuando los venezolanos vemos llover algo por dentro se nos arruga y en silencio levantamos una plegaria: Dios, pobre gente, por favor haz que escampe.
Y quien no lo hace es porque no es de aquí. O será que el cuerpo lo tiene aquí pero el alma se le quedó en otra parte.
Hubo un tiempo en que esos aguaceros tropicales me remitían a una memoria de lluvia feliz. Cuando éramos niños en mi familia aprovechábamos los aguaceros para bañarnos bajo la lluvia. En esta ciudad siempre ha habido un racionamiento de agua feroz, así que la lluvia era buen pretexto para que los cinco montáramos un carnaval particular en el lavandero de casa sin sacrificar el hilo de agua que aún resistía en el tanque de reserva. Todo comenzaba cuando mis padres, sin decir nada a nadie, salían de su cuarto en traje de baño, con una toalla en una mano y la pastilla de jabón en la otra y se lanzaban hacia el patio. Mis hermanas y yo veíamos aquello y salíamos corriendo a buscarnos nuestros trajes de baño y nuestras toallas. El agua que caía desde el techo inclinado del lavandero era helada y una vez enjabonados costaba un mundo sacarse aquella baba aromatizada de encima. Yo lo que más recuerdo era que por espacio de quince minutos hacía mucho frío, se gritaba un montón –aunque no se dijera absolutamente nada porque nada se escuchaba bajo el aguacero- y uno acababa con un dolor brutal en las costillas después de tanta risa y tanto ahogo.
Pero llueve hoy sobre Caracas con una ferocidad que estruja el estómago. Brama el cielo, los perros aúllan, todo sonido se confunde bajo el ruido blanco que provocan millones de gotas inmolándose contra la tierra. Nos arropa hoy una luz extraña, como si desde las dos de la tarde el tiempo se hubiera congelado en un ocaso blanquinegro permanente y cruel.
Mucho se habla -y sobre todo en estos tiempos de migraciones criollas a grifo abierto combinadas con el alarido desgañitado de los patrioteros- de cuáles son las cosas que caracterizan a los venezolanos; si es posible, acaso, de hablar de las esencias de la venezolanidad. Se dice que los venezolanos somos comedores de arepas y de Diablitos Underwood (bebedores de Toddy y de Frescolita también), que no podemos pasar una navidad sin las hallacas de mamá, que somos gente amigable y de sangre caliente que se sabe reír de sus desgracias, que todos en algún momento de la vida hemos agradecido a la providencia por las canciones de Tío Simón. Eso y mucho más. Cosas por el estilo, todas discutibles, todas vulnerables, todas desmentidas con cuantiosas excepciones a la regla.
Estoy convencido esta tarde de que sí hay una cosa que nos hermana a todos los venezolanos, algo nos caracteriza en lo más profundo, somos amigos de la lluvia, nos gusta callar un rato para ver por la ventana al cielo desmoronarse en eso que llamamos “un tremendo palo de agua”. Pero inmediatamente ese disfrute se ve oscurecido por un sentimiento culposo, un agobio porque nos acordamos –nos acuerda la lluvia que a tanta gente se ha llevado- que en este país llueve con un llanto y un grito. Es inevitable pensar que alguien en este instante debe estar perdiendo su casa, sus cuatro cositas, una abuela, un vecino, un hijo.
Cuando los venezolanos vemos llover algo por dentro se nos arruga y en silencio levantamos una plegaria: Dios, pobre gente, por favor haz que escampe.
Y quien no lo hace es porque no es de aquí. O será que el cuerpo lo tiene aquí pero el alma se le quedó en otra parte.
Bellísimo , como corren lágrimas, también....Que poder tienes para conjugar recuerdos gratos de tu niñez; para luego culminar con tus reflexiones, sobre las penurias de nuestra gente, cuando llueve.
ResponderBorrarComencé riendo y disfrutando tu baño familiar, para luego sentir tristeza con tu impactante final, C. Casano.
Es así.
ResponderBorrarCualquier otro comentario que haga, daña lo que escribiste.
Simplemente, es así.
Conmovedor...
ResponderBorrarEs así, poca gente lo comprendería.
ResponderBorrarBesos.
Que maravillosa historia la de tu familia bañandose bajo la lluvia, me los imagino a todos y una sonrisa enorme se me dibuja en la cara. Sin embargo, es cierto lo de la lluvia, mi padre dice: "Cuando el pobre lava, llueve...." . Abrazo.
ResponderBorrarDemasiado bello tu escrito!!! El otro dia estuve a punto de lanzarme a la lluvia, pensando precisamente en romper paradigmas de la adultez y lo necesario que es para mantenerse auténtico.
ResponderBorrarPero es tan cierto, nada más ver la gente caminando por la calle, luchando entre lo que cae de arriba, lo que empapa al pasar los carros y el suelo innundado. Que duro.
Sí, José.
ResponderBorrarVenezolanos de lluvia.
Y ahora, que estoy aquí, la extraño como no imaginas.
Evoco un palo de agua con loros que gritan.
Y detrás del recuerdo, siempre siempre, llega ese silencio, ese pensamiento, ese dolor.
Un beso
Pues que siempre que llueva, al menos tú, estés dentro.
ResponderBorrarse me emparamó el corazón leyendo esto Jose, menos mál que llueve y escampa.
ResponderBorrarQue belleza. Me trasladé al lavandero, volví a escuchar las carcajadas y se me salieron las lágrimas con una emoción absolutamente infantil. Más adelante los recuerdos fueron arropados por esa inmensa parte de nuestro pueblo que tanto me preocupa. Comparto tu sentimiento: me encanta ver la lluvia pero cuando llueve no puedo evitar pedirle a Dios que escampe...
ResponderBorrarHoy no lluve, quiere
ResponderBorraraquí en Caracas
nuestra aventura era acostarnos en la cama de mis padres, más de 8, dejar abierto el ventanal de 4 metros de alto por 3 de ancho (en Petare, El Toboso)acurrucarnos todos debajo de la colcha y ver esa película de miedo con los pinos haciendo rápidas reverecias, y el placer de presagiar grandes peligros, los gritos se mezclaban con el ruido de la lluvia sobre el vidrio y los techos, y las gotas muriendo en las ollas dispersas por el piso... eran momentos ricos con ese olor a lluvia tan indescriptible
y siempre, al terminar la aventura, todos rezábamos por nuestros vecinos petareños con mucha menos suerte que nosotros.
la luz de hoy es triste..
Tengo la misma escena de mis papas, pero ya nosotras adultas y grandes, bajo un palo de agua, en nuestra casa de Margarita, como niños, los gritos, los trajes de baño y mi papá echandole jabon a mi mamá...
ResponderBorrarTome fotos de ese instante con mi camara reflex... pero no he revelado el rollo, o si pero nunca lo copie...
Ya mi papa no esta y me encantaría descubrir por las fotos de nueva su sonrisa...
Gracias por hacerme recordar ese hermoso momento...