Seguro que a todos nos ha pasado y no sólo una vez en la vida. Nos quedamos con la mente en blanco, o con un aluvión de posibles respuestas atascadas en ese recorrido (a veces infinito o intransitable) que nos separa el cerebro de la lengua. Y uno se va del lugar rumiando todo lo no contestado, intentando ponerle orden al ruido a ver si algo inteligible se deja caer. Pero eso no pasa nunca, nunca nada cae. Pasan los segundos, pasan las calles, pasa la vida y uno todavía nada que encuentra algo sensato ni coherente ni atinado para replicar.
Las respuestas sin respuesta son como manchas en la memoria. Diminutos agujeros negros, lunares no del todo benignos. Paréntesis o lapsus que, aún años después, uno se engancha en el intento siempre estéril de rellenarlos con algo útil.
Yo tengo tres o cuatro. Y como no sé qué hacer con ellos pues los cuento a ver si compartiéndolos los logro ir exorcizando. Acaso lo que pretendo es lanzar una botella al mar a ver si se me la devuelven llena, buscando indagar si hay otros náufragos por allí con otros mensajes por embotellar. O tal vez lo que pretenda es algo similar a lo que intentaron hacer los tripulantes del Apolo 13 cuando presionaron el botón de la radio y lanzaron la plegaria: Houston, we have a problem (lo que quiere decir, en esencia: “Si no nos ayudan nos jodemos porque este lío no lo podemos solucionar aquí”).
Dicho esto, pues aquí les van:
1) El primer día de clases del quinto grado, en medio de una clase de matemática, me toca al hombro mi compañero del pupitre de al lado y me dice: “Chamo ¿cuál es el apellido de Lusinchi?”.
Llevo décadas buscando una respuesta lo suficientemente feliz.
2) Alguien me dijo que en una de las librerías de Centro Plaza vendían cómics, que los tenían escondidos en un rincón secreto. Fui y me pasé horas buscando en los lugares más insólitos. Nada. Me harté a la hora y media, busqué al librero -todo cara y actitud de librero de Centro Plaza-.
—Disculpe… ¿tienen cómics?
—No —respondió indignado y solemne el librero de Centro Plaza—. Aquí sólo vendemos libros.
Allí supe que la próxima vez tenía que preguntar en el Sepentarium del Parque del Este. O en una tienda de fumigación.
3) Ella quería fumar pero en ese bar, por lo visto, sólo vendían Marlboro y ella fumaba Belmont.
—Pregunta al mesonero a ver si tienen Belmont.
Pasó el mesonero.
—Señor, disculpe, ¿tiene Belmont?
—¿De limón o de durazno?
—No, señor ¿que si venden Belmont aquí?
—Bueno, por eso, que si de limón o de durazno.
Apenas se dio media vuelta ese hombre nos paramos y nos fuimos.
4) Yo dejé de ir a la panadería de la esquina porque la viejita que atendía era muy hablachenta y además hablaba un catalán muy parecido al finlandés antiguo. Y cuando hablaba castellano era muy parecido al finlandés actual. Yo no entendía nada y siempre acababa vendiéndome el pan que a ella se le ocurría. Descubrí otra panadería cerca, el pan era malo pero la panadera estaba buenísima. Yo señalaba con el dedo, como los carajitos que empiezan a hablar, porque los modelos de pan eran tan distintos a un canilla, a un campesino, a un pan sobado, a una acema, y además tenían nombres increíbles como chapata, payés, flauta, bazo, hogaza, morena, libreta, mollete y manolete. Y yo nunca supe quién era quién. Así que una mañana, después de tener a mi guapísima panadera dando tumbos por toda la panadería: “no, ése no, el de la izquierda, pero el de abajo, no tampoco, el que está justo al lado, no, pero del otro lado, ése que es largo pero no tan largo, el que tiene como la punta cuadrada pero punta roma”, me envolvió de mala gana la barra de pan en un papel y me lo lanzó sobre el mostrador.
—Oye perdona, qué nombre tiene este pan— aventuré
La tipa tomó impulso, moduló muy lentamente, con toda la boca y todos los dientes, como quien está enseñando a hablar español a un marciano muy bruto.
—Se llama PAN.
Pasé años comiendo un pan distinto cada día, a gusto y antojo de mi anciana panadera de la esquina; sosteníamos largas conversaciones donde yo no entendí nunca una sola frase entera. Ni ella a mí.
Magistral. Al primero le hubiera dicho BRUTO. Los demás agujeros negros también los tendría en mi lista.
ResponderBorrarya quisiera yo comprar pan con nombres exóticos... yo solo sé comprar canillas!
ResponderBorrarChamo, hay que ver... tú por las buenas eres bueno como el pan (o como la panadera aquella); pero por las malas eres terrible.
ResponderBorrarG.G.V
Uno de mis grandes gustos es el de leerte, ahora celebro que lo estés haciendo con más frecuencia.
ResponderBorrarC. Casano.
que bueno mi chamo querido!!!!!
ResponderBorrarJAJAJAJAJA!
ResponderBorrarSe llama PAN.
Qué bueno, José...
Lo ricos que están los molletes, ¿verdad?
Un beso grandote!