Hay días, pero sobre todo noches, en los que
uno realmente no sabe qué pasa. Culpemos a las malas/buenas juntas, culpemos a
una desquiciada convergencia de factores emocionales y astrológicos, culpemos
sobre todo a la Luna, porque la Luna debe tener la culpa de todo (especialmente
de lo bueno). El punto es que en octubre de 2010 ocurrió una de estas noches
que acabó en intoxicación y luego en foto con Pelé.
La noche en cuestión comenzaría con una
invitación a ver una pelea de boxeo en un local ubicado por los lados de La
Condesa. Era una noche de puños de esas patrocinadas por HBO y donde los tragos
iban por cuenta de la casa. Mi esposa estaba un poco renuente porque aquello de
la salvajada que le significaba ver a dos tipos en pantalones cortos
enguantados y partiéndose las
respectivas madres. A mí me interesaba tibiamente; digamos que sentía eso
que llama Roland Barthes “studium”, refiriéndose a la capacidad que tienen
algunas imágenes de gustarnos o disgustarnos pero sin llegar a los niveles del “to
love” o el “to hate”. Para el resto del grupete de amigos y colegas del trabajo
de mi mujer ya la cosa rayaba en el “punctum” (para seguir con Barthes): algo
que te punza, que adoras o aborreces con una pasión que sí va por los
derroteros del amar o el odiar. Mi esposa acabó la sesión pugilística recostada
de la barra de seguridad, gritando cosas como “¡Dale, remátalo, aplícale el
uno-dos, noquéalo, coño!”, mientras todos los demás librábamos nuestra propia
batalla personal enfrentando la amplia gama de cervezas, mezcales y tequilas
que nos ofrecían gratuitamente mientras algo de menor importancia pasaba allá
sobre el ring. Salimos de ese local tambaleándonos como si los boxeadores al
borde del knock-out hubiéramos sido nosotros.
En las afueras nos esperaba Carlos Roberto,
un compañero de trabajo de mi esposa que había venido a trabajar en ese evento
del boxeo y se volvía a Caracas junto con nosotros al día siguiente. Y creo que
fue por culpa de Carlos Roberto (la mezcla de tequila con mezcal y birras nubla
un poco la memoria) que acabamos metiéndonos “unos toques” de electricidad, a
15 pesos la descarga, que ofrecía un individuo provisto de una batería de esas
para autos y unas pinzas metálicas que la víctima debía sujetar a la vez con
ambas manos.
La experiencia de los toques es realmente
marciana, al principio uno siente un ligero cosquilleo, la electricidad que
amablemente le va a uno hormigueando desde las manos hasta la coronilla y las
plantas de los pies, pero entonces el dueño de la batería comienza a girar una
perilla y le mete potencia al asunto: el cuerpo comienza a crisparse, a
contorsionarse, literalmente se te ponen los pelos de punta y comienzas a
gritar ante la angustia de que algo por dentro se te esté chamuscando. Lo
terrible es que, ni que lo intentes con todo ímpetu, te puedes soltar de esas
pinzas; son parte de tu organismo, estás conectado a la fuente de poder y de
allí no te saca nadie a menos que te desenchufen.
Pero lo peor del toque eléctrico (o lo mejor,
según se mire) sobreviene después de la desconexión: una especie de euforia
vibrante, un gusano de inmortalidad que posee al electrocutado.
Con los pelos de punta y con una sensación de
que la descarga eléctrica había alterado químicamente los efectos del alcohol
(para bien, piensa uno en esos momentos) nos fuimos a cenar media vaca cada uno
a un restaurante argentino y le metimos vino tinto mendocino a la ecuación.
Presos aún de la euforia y con la barriga llena (en exceso) decidimos comprar
más vino, más cervezas, e irnos a casa de Genaro que vivía no muy lejos del
restaurant. Allí Genarito nos puso una música fabulosa, la gente bailó, bebió,
fumó, se deprimió, iba cayendo como barajitas, se despertaban, se sumaban de
nuevo a la euforia colectiva, volvían a desfallecer. Y hubo un momento en el que
Felipe, mirando al vacío desde el balcón, sumido en su propio barranco personal
dijo una frase para la historia: “Chamo, es que yo soy tan de los 90 que a
veces me dan ganas de morirme”. Dicho esto, con el vértigo que da a esas horas
de la madrugada saber que se está acabando el alcohol, salió con mi esposa a
comprar más cervezas, más tabaco, más de todo, volvieron a los pocos minutos
con 40 cervezas más y no sé cuántas cajas de Camel. Yo no los acompañé porque
le tenía miedo a bajar las escaleras… bueno, y también a perderme en esa
ciudad-planeta en esas condiciones y a esas horas.
Cuando empezaba a amanecer pedimos un taxi y
volvimos al hotel. Hubo gente que no volvió, gente que se fue a otra parte,
gente que se quedó a vivir con Genaro, gente que desapareció. La hermandad del
desorden quedaba disuelta hasta que la resaca se encargara de recordarnos que debíamos
volver a ser personas.
Nos juntamos de nuevo a la noche siguiente
para una última cena antes de irnos al aeropuerto. Había gente que
sencillamente no había vivido ese día, que a esas horas no eran más que muertos
vivientes guiados por la memoria mecánica. Comimos japonés. Los más incautos –Víctor
Hugo y yo- pedimos una aberración descomunal llamada “El roll del pirata” en
cuyo interior se mezclaban todos los monstruos marinos imaginables (comestibles
o no). Cuando acabamos la cena y llegó el taxi que nos llevaría al aeropuerto,
Víctor Hugo comenzó a toser de una manera extraña, se rascaba la garganta y el
paladar, carraspeaba como un perro al que se le ha quedado algo atascado en el
gaznate. Bróder, qué te pasa, ¿te sientes mal?. Coño, creo que me cayó medio
mal la comida. Tranquilo, pana, tómate este antialérgico que eso se te quita en
15 minutos. ¿Sí, tú crees? De bolas que sí, en un cuarto de hora estás
perfecto. Dale, pues, gracias. Mejor tómate dos que te veo medio hinchado. Ah,
mejor, me tomo dos entonces.
Pero cuando llegamos al aeropuerto y
estábamos en el trámite de entrega de pasaportes en el mostrador de Aeroméxico,
ya Víctor Hugo había mutado a su versión Mike Tyson. Tenía la nariz el doble de
grande, rosetones por el cuello, los brazos y la cara, y algún monstruo cruel
lo estaba soplando desde adentro con aire caliente. Chamo, yo creo que mejor te
tomas dos antialérgicos más y un Tafil para que se te quiten los nervios. Coño,
yo creo que me intoxiqué, me siento rarísimo. Tranquilo, métele más
antialérgicos y una pastillita de estas para calmarte, ya verás que dentro de
nada vas a estar fino…
Y en eso Carlos Roberto, ajeno a los nobles intentos
por salvarle la vida a Víctor Hugo, exclamó: “Marico, mira a Pelé”. Y yo juraba
que era un tipo que se parecía a Pelé, que en medio de aquella resaca
anchilarga que aún cargábamos encima el pana se había alucinado que alguien era
Pelé. Coño, pero cuando vi al sujeto en cuestión no me cupo dudas: ese carajo
era el Rey Pelé. Fuimos invadidos en ese instante por el varoncito inconsciente
que todo hombre lleva por dentro y que se activa inexplicablemente con pendejadas
como “mira, ahí está Pelé”. Soltamos absolutamente todo, Carlos Roberto sacó su
cámara, se la colgó al cuello a mi esposa: tómanos una foto con Pelé. Pelé, ¿te
importa si nos tomamos una foto contigo? Sí, ya sabemos que el vuelo está a
punto de dejarte, que tienes un lío de mil demonios porque necesitas estar en
Sao Paulo mañana mismo; sí, también sabemos que este pana que se llama Víctor está
a punto de morirse por una intoxicación con mariscos por andarse tragando rolls
del pirata; pero nada de eso importa, lo único que importa en este momento es
que nos digas que sí y te tomes una foto con nosotros.
Claire toma la foto y no sale el flash. Pelé
se tiene que ir, realmente está a punto de perder el vuelo. Víctor Hugo
carraspea y ensaya algo que se parece a una sonrisa pero los músculos faciales
ya no dan. Carlos Roberto y yo abrazamos a Pelé (qué va, mi negro, usted no se
va para ningún lado sin que antes tomemos esta foto). Claire carga el flash y
vuelve a presionar el obturador.
Ahí queda para la posteridad la imagen,
Víctor Hugo mutando progresivamente hacia otra cosa. Él aún no lo sabe, pero
esa noche el único que perderá el vuelo será él. Gracias a la insistencia de Claire
-quien a la larga le salvará la vida- acabamos buscando a la doctora de guardia
del aeropuerto. La mujer, apenas ve al intoxicado, se niega en redondo a
permitir que se suba en un vuelo de 5 horas. Es en serio, hay que atenderlo ya
porque se puede morir. Víctor pasará la noche en un hospital y con un coctel de
fármacos en una vía hacia la vena. (Lástima, yo era partidario de más
antialérgicos y más Tafil). Claire lo soluciona todo y calma a eso que
conocíamos como Víctor Hugo con una mano en la frente.
Nosotros nos quedamos agitando las manos en
gesto de despedida mientras los paramédicos se lo llevan en camilla, con suero
y respirador. “Bróder, tenemos una foto con Pelé. Qué belleza”.
Que foto tan buena, lástima que no salió la fotógrafa y salvadora del intoxicado, el cual debe ser el serio, pues el sonriente no tiene cara de enfermo . Los dos restantes si son conocidos por mi: el footbolista famoso y el narrador que nos alegra con su simpático relato.
ResponderBorrarQué historia tan buena, me encantó eso de que a la que no le gustaban las peleas terminó disfrutándolas más que los supuestos fanáticos. Y esa foto... hay fotos cuyo valor se iguala al de los diamantes.
ResponderBorrarSaludos José.
Urriola pero qué es ésto? Miedo y aversión en el Dé-Efe (feat. Pelé)
ResponderBorrarinvitada especial: Claire salvándolos a todos ^^
Gracias al Anónimo, a Deyanira y a Germán pos sus lecturas y comentarios.
ResponderBorrarMenos mal que estaba Claire allí para ponerle un poco de orden al desmadre.
Abrazos,
Jose