Hoy a las 12.15 P.M. en un vagón de la línea rosada, en el trayecto
entre Sevilla y Tacubaya, me tocó sentarme junto a un señor al que creí
reconocer. De unos 75 años bien llevados. Elegantemente vestido con su traje gris
y corbata negra. El pelo canoso engominado hacia atrás. Los ojos claros fijos
al frente como si pudiera asomarse al vagón de más atrás. Me le quedé mirando
sin disimulo hasta que logré incomodarlo, tanto que en un punto me tuvo que
decir: “Espero que no se le haya perdido un viejo feo como yo”. Le dije que
disculpara, que se me parecía mucho a alguien: “¿Nunca le han dicho que se
parece mucho a Borges?”. El señor me mira con cara de tener la menor idea de
qué estoy hablando, así que caigo en balbuceos para explicarme más de la cuenta:
“Borges… Jorge Luis Borges… el escritor argentino, era así, más o menos de su
estilo…” (logro arrepentirme a último segundo antes de soltarle que era ciego y
embarrarla todavía más). Me sigue mirando con la misma cara de no entender nada
y yo me quiero morir de la vergüenza. Me callo, paso el resto del trayecto
regañándome mentalmente por estar mirando a la gente con semejante descaro y
además intentar darles explicaciones.
El metro se detiene en la estación de Juanacatlán, el señor me
hace señas de que se baja aquí. Cuando le cedo el paso, todavía con mi sonrisa
avergonzada, el viejo me dice: espero que llegue usted a su casa bien, no se
vaya a perder en las ruinas circulares o en el laberinto de Asterión.
Se abren las puertas, el hombre se aleja por el andén. Le miro
apenas la nuca pero sé, lo sé, que se va riendo.
Hoy me subí con Borges en el
metro.
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