domingo, 21 de mayo de 2006

Abajo hay un cuerpo. (mención de honor Premio Vórtice de relato fantástico 2005)


Siempre tiene que haber alguien que recoja los cuerpos. Porque la gente piensa en el suicida, en por qué se lanzó a las vías del metro, la gente piensa en el equipo de forenses que levantan el caso, hacen las investigaciones de rigor, toman las muestras necesarias. También piensan en lo engorroso que es el asunto para los que viajan dentro de los vagones, para toda esa gente que ahora llegará tarde, o para los que se quedaron esperando en la estación por ese metro que ahora no podrán abordar. Pero nadie piensa en quien recoge los pedazos. Tú sí que lo piensas. Claro, es tu trabajo. Tú eres el encargado de recoger los cuerpos desintegrados y entregarlos a la morgue.

En el metro, estadísticamente, se presentan de dos a tres casos de suicidio al mes. Gente que decide lanzarse a las vías justo cuando el tren está entrando al andén. Luego hay que recoger sus restos. Un torso quebrado por la mitad a cincuenta metros de una mano a la que le faltan dos dedos, una cabeza sin mandíbula, una nariz partida en cuatro, separados en un radio de varias decenas de metros.

Sabes que hay que apresurarse, pues en las oscuridad húmeda de las galerías y túneles del metro los cuerpos se descomponen a velocidad trepidante o se convierten en alimento de ratas. Tú tratas de que no se escape el mínimo detalle. No puede faltar una falange, no se puede descuidar el mínimo pedazo de diente triturado, ni un párpado mutilado. Pero por más que te esfuerces sueles toparte, varios días después, con un hueso quebrado, un segmento de labio superior, alguna articulación irreconocilbe regada por allí, quizá oculta por semanas debajo de los rieles oxidados. Ya no sa sabe a qué cadáver corresponden esas piezas olvidadas. Un ojo suelto no tiene dueño, no se puede precisar si perteneció a un viejo o a un adolescente. Si acaso fue aquella mujer hermosa que mató a su marido y a sus niños y luego se lanzó a las vías del metro, o si fue aquel amigo cuarentón que no soportó la idea de seguir viviendo el resto de sus días con un SIDA diagnosticado hace poco y adquirido en un instante de infidelidad.

Tu vida es la permanente reconstrucción del cuerpo de otros. Un rompecabezas orgánico que con más estómago que paciencia debes ensamblar. Hueso contra hueso, piel con piel, adivinando si ese trozo de cuero cabelludo encaja con estas cejas partidas, si esas uñas sin dedos se acoplan con esa punta de meñique, si ese anillo mellado vuelto una espiral con el impacto podría encajar en ese anular suelto que tal vez, mirándolo con más detenimiento, es un índice o un dedo medio.
Los inspectores de la policía técnica no se mojan mucho. Levantan la escena del crimen sin que les salpique mucho la sangre, dicen las cuatro tonterías que ya sabes hasta el hastío. Camuflan la cruda realidad con sábanas de tecnicismos, con voces engoladas que simulan imperturbabilidad. La verdad es tan fría como contundente, tan sencilla como asquerosa. Allí hay un cuerpo molido, atomizado, irreconocible. Alguien desesperado se ha machacado contra el tren, le ha entregado su último suspiro a las vías metálicas de alta tensión. Y cuando el circo ha acabado, cuando los que dicen saber ya han cumplido con el teatro, te toca a ti. A arremangarse la camisa, a respirar hondo, a buscar los pedazos. Para que siempre falte alguno. Para que a nadie le importe.

Te conoces ese laberinto subterráneo como pocos, eres una suerte de Asterión del subsuelo. Y aunque tienes un hogar arriba, con una mujer que te espera, esas galerías, esos túneles, esas estaciones fantasma que ya ningún vagón ha vuelto a visitar en lustros, esos escondrijos entre el hormigón y las aguas emposadas, esas luces esporádicas de bombillas mortecinas, las cabillas filosas que no sostienen nada, esa es tu verdadera casa. Esos son tus dominios.

En una de esas galerías subterráneas que ya ni siquiera recuerdan los hombres que la construyeron has construido tu espacio. Y allí has gestado una idea. A partir de ahora te quedarás con una pieza para ti. Te has pasado la vida construyendo cuerpos desintegrados para otros, ahora te tomarás la licencia -mejor aún, te darás el gustazo- de integrar un cuerpo sólo para ti. Será tu criatura, hecha de retazos que tú has encontrado en la vía. Seleccionarás los mejores cabellos, los dedos más fuertes, la rodilla mejor contorneada, el codo más flexible, los ojos más vivaces, la nariz mejor perfilada, la mandíbula mejor recortada, las cejas pobladas en la justa proporción, los labios mejor dibujados, la frente amplia, el corazón macizo. Será como armar a un hijo con los mejores materiales que has hallado para él.

A quién le importa ya que falte una pierna, que ese cuerpo entregado hoy a la morgue venga sin tobillo, o que a este cuerpo de ayer le falte medio párpado y al de la semana anterior le faltaba otra mitad. A quién le importará que ese torso del suicida de mañana le falte el torso. Y en el cadáver de pasado mañana nadie notará que ese cráneo fracturado viene sin contenido, que falta un cerebro completo. Incluso bromeará algún forense inescrupuloso cuando bautice como Adán a aquel miserable que le faltó una costilla. Meros detalles, de detalles está hecha la vida. Detalle a detalle se forma un cuerpo, y se arma un individuo.

Afuera tu mujer te espera. Mecánicamente llegas noche a noche a casa. Te desvistes con pereza, le haces el amor como quien se masturba con una vagina prestada. Te ha parecido escucharla llorar, justo después, noche tras noche. Pero la mente debe descansar, el cuerpo pide descanso. Mañana probablemente haya otro cuerpo por recoger. Seguro habrá un cuerpo por armar.

Ya hasta te emociona el llamado de emergencia por los altavoces del metro. La alarma porque otro infeliz se ha inmolado sobre los rieles. Quizá de aquí salga ese huesito de muñecas que aún te falta. Puede que hoy sea el día en que aparezca ese premolar que definitivamente haga juego perfecto con el resto de los treintaitantos dientes que ya tienes ensamblados en su boca cosida con paciencia de dioses.

Y llega por fin el día en que la criatura está completa. Hermoso, congelado en el laboratorio clandestino. No te sorprende descubrir al final de la obra que esa criatura hecha con tanto esmero sea idéntica a su creador. Que sus facciones son idénticas a las tuyas. Que la boca dibuja con precisión milimétrica la misma curva que la tuya. Pero esa boca no sonríe, al igual que la tuya, aunque por otras razones.

La criatura está completa. Pero al estar completa se hace aún más evidente el fracaso. A tu criatura ahora conformada en un cuerpo absoluto le falta algo, le falta el todo, carece de vida.

Y ya no te emociona la voz de alarma, porque ya no hay piezas que buscar. Recoger los cuerpos desintegrados vuelve a ser tan absurdo y rutinario como lo fue siempre antes de inventar a la criatura. Te pasas horas observándolo en silencio, inmerso en la contradicción de admirarlo al tiempo que lo odias. Lo acaricias con pasión, tan sólo para comprobar que ese cuerpo está tan muerto como todas las piezas que lo conforman, tan muerto como todos los muertos que han contribuido a darle origen. Lloras amargamente, de noche y de día. Y cuando vuelves a casa ya no hay ni siquiera la gana mecánica de amar a tu mujer. Ni la gana mecánica de preguntarle qué pasa, el por qué de ese llanto desconsolado contra la almohada. Ahora son dos los llantos asfixiados contra las plumas de ganzo. Sabes que ella tiene algo importante qué decirte, pero no se atreve, tú no indagas, estás demasiado triste por ti mismo.

Surge entonces el ansia por acabar con el sin sentido. Cenizas a cenizas, polvo al polvo. Si la criatura tuvo origen a partir de los fragmentos regados por las vías del metro, pues allí habrá ese cuerpo de convertirse de nuevo en pedazos mutilados, en un reguero inherte de vísceras, carnes, fluídos, atomizados sobre los rieles, aplastados contra los túneles penumbrosos, regado otra vez entre las cabillas, la piedra, las aguas infestas y el hormigón.

Con el dolor de quien sacrifica a su propio hijo lo alzas en brazos y lo colocas sobre las vías. En pocos minutos habrá de pasar el metro en su instante de máxima aceleración precipitado hacia la próxima parada. Allí lo depositas y te ocultas en un nicho oscuro a esperar que se consume el acto.

Pero ese metro embalado no llega a arrollar a la criatura porque otro cuerpo, poco antes se ha atravesado en el camino. Ha sido una mujer. Tú no lo sabes, sólo sabes que el metro se ha detenido, que alguien se ha suicidado. Se escucha un grito, el golpe seco, un frenazo de chirrido metálicos y chispazos eléctricos. Y una onda enorme, poderosísima que se desprende de la muerte de una suicida que se inmola por causa de un terrible dolor. Tú mujer se ha lanzado al metro, lo ha hecho por una pena de amor. Y esa energía que se desprende a la hora de su muerte, justo en el instante en el que el bólido impacta con su cuerpo, es lo que ha dado vida a tu criatura.

Tu criatura se levanta con cara de pánico, como un niño adulto perdido en el inframundo. Es idéntico a ti. Ahora aún más que tiene vida.

Te acercas hastas él con una emoción febril. Corres para abrazarlo, para tocarlo. Lo aferras con cariño, con el mismo cariño del padre orgulloso que intenta sostener en sus brazos por vez primera a su primogénito. Él también te abraza, pero su abrazo es excesivo, progresivamente se hace más y más fuerte. Un abrazo poderoso que te quita el aliento, te revienta los pulmones, te hace añicos. En ese abrazo se unen todo el amor y todo el odio, el tuyo, el de él, y también el amor partido de tu mujer que al final es quien realmente le ha dado vida.

Ya tú no estás más. La criatura a imagen y semejanza de su creador mecánicamente toma un trozo de ti. El primero de muchos otros que sabe, por mero instinto -sin que nadie se lo haya enseñado-, que tiene que ir coleccionando. Esa criatura está condenada a repetir el ciclo.

Se repetirá tu historia. Una criatura que armará un cuerpo, al tiempo que está condenado a encontrar una mujer, para amarla, para romperle el corazón. Descubrirá en su paciente trabajo de dioses que ese nuevo cuerpo no hace más que repetir al de su creador. Pero que al no tener vida carecerá de todo sentido, que habrá de ser devuelto a las vías del metro para ser sacrificado. Sin embargo cobrará vida, justo en ese instante en que la mujer desesperada infinitamente en su pena de amor decida lanzarse a las vías del metro. De nuevo se desprenderá una ola gigantesca de amor frustrado. El nuevo cuerpo cobrará vida sobre los rieles y sobre los rieles dará muerte a su creador. Tomará su puesto, que fue el tuyo. Recogerá entonces su primer pedazo para armar una nueva criatura. Habrá también para él otro amor destrozado, otro cuerpo despedazado que sin sospecharlo habrá de donar la primera pieza para este rompecabezas que se repetirá a sí mismo, eternamente, al infinito.


José Santos Urriola Casanova.
Barcelona, 21 de junio de 2004.

2 comentarios:

  1. demasiado bueno

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  2. Excelente historia, tu forma de escribir en verdad es magnífica y atrapa a uno de principio a fin. Felicidades.

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