Mi amiga Janeth me escribe ayer desde Barcelona un mail tan sencillo como contundente: “Chamito, se murió Jordà…”
No hacía falta que dijera más. Hay momentos en que las palabras sobran. Yo aprovecharé la ocasión para despedirme de Joaquín Jordá como no me atreví a hacerlo en persona.
No me despedí, Joaquín, quizá por tímido, tal vez por no encontrar la ocasión, seguro que no lo hice por cobarde. No me quise despedir de ti viéndote entubado en una cama clínica, detestando a la humanidad por someterte a una quimioterapia a la que te negabas. Preferí recordarte con aquel abrazo de oso polar que nos dimos en la frontera con Francia después de pasar tres días imborrables juntos en los que no te dejamos ni siquiera dormir en paz. En ese instante, diminuto entre la inmensidad de tu humanidad, sentí que la vida me había regalado un amigo y que seguramente no se repetiría la ocasión para volver a conversar. Y no se repitió.
Te confesaré Joaquín que me gustabas más como persona que como cineasta. Que me parecía delirante que alguien con un ACV como el que sufriste, a quien se le olvidaron los colores, a quien se le tuvo que enseñar de nuevo a leer y escribir, alguien que sintió ese rayo en la cabeza que le apagó todas las luces y a partir de allí ya nada fue igual… decidiera que de todas maneras prefería seguir haciendo cine. Hacer cine a toda costa, sencillamente porque no sabías, ni querías, hacer otra cosa. Y eso es hermoso, además de fascinante. Te diré, también, que tus películas me parecían extrañas, más allá de la tiranía del gusto habrá que reconocerles que estaban tocadas con una rareza perturbadora de esas que hoy no te matan pero algo sí que siembran, un no sé qué inquietante que seguramente te hará recordarlas mañana.
Recuerdo especialmente el brindis que hiciste el primer día de rodaje, en tu piso de El Raval, descorchaste el cava, serviste cuatro copas y dijiste: “Porque lleguemos al final de esta película”. A lo que yo me apresuré en responder: “Claro que llegaremos”. Y me replicaste como un abuelo sabio: “Nos podemos fastidiar en el camino. Vosotros o yo. Nadie tiene que sentirse obligado a acabarla”. Chocamos copas y brindamos en silencio.
Tenías razón, Joaquín, la película no la terminamos. Culpemos a la vida, culpemos a los maleficios de la codirección, culpemos incluso al amor. Digamos que yo quería hacer un documental sobre ti, modesto y sincero, quería invitarte a comer un arroz con pollo a la Jordá, casero pero con un toque de maldad, con una pizca de íntima complicidad, una vaina sencilla para pasarla sabroso entre amigos, para divertirnos en tertulia hogareña. Otros, en cambio, quisieron hacerte algo así como un “Rissotto Giordano”, un platillo elaborado y ambicioso como para mostrar las artes de un chef exótico y salir coronados de la gesta con un Goya. Y cuando las cosas son irreconciliables alguien tiene que abrirse, allí alguien tiene que tener el olfato para renunciar. Renuncié yo. Me fui sin decir adiós, sin contarte que sí, que las cosas con aquella chica venezolana -aquella flaca que te conté que había venido a visitarme- resultaron aún mejores de lo que esperábamos. Me fui sin decirte que me hubiera gustado que vieras la película lista; pero mucho más que eso me hubiera gustado verla contigo y que me dijeras con esa franqueza tuya tan catalana: “No está mal, pero me la esperaba mejor”. Me hubiera gustado preguntarte: “¿Joaquín, por fin te leíste mi novela o no?”. Me hubiera gustado llamarte un día simplemente para enviarte un abrazo transoceánico y escucharte la voz, oírte esa manera de respirar, esos chasquidos de lengua.
Me hubiera gustado, amigo, pero ya no podrá ser. Es tarde. Qué dolor.
Buenas noches, Jordà. Duerme bien, viejo oso, descansa un buen rato. Algún día nos cruzaremos por allí y te llamaré: “Don Joaquín”. A lo que tú responderás con el característico “¡Hombreee, joder, tú por aquí!” Compartiremos entonces una copa de cava, tal vez le entremos después al licor de serpiente… y a un paquete de Camel. Porque cuando estemos allá seguro que volveremos a fumar.
No hacía falta que dijera más. Hay momentos en que las palabras sobran. Yo aprovecharé la ocasión para despedirme de Joaquín Jordá como no me atreví a hacerlo en persona.
No me despedí, Joaquín, quizá por tímido, tal vez por no encontrar la ocasión, seguro que no lo hice por cobarde. No me quise despedir de ti viéndote entubado en una cama clínica, detestando a la humanidad por someterte a una quimioterapia a la que te negabas. Preferí recordarte con aquel abrazo de oso polar que nos dimos en la frontera con Francia después de pasar tres días imborrables juntos en los que no te dejamos ni siquiera dormir en paz. En ese instante, diminuto entre la inmensidad de tu humanidad, sentí que la vida me había regalado un amigo y que seguramente no se repetiría la ocasión para volver a conversar. Y no se repitió.
Te confesaré Joaquín que me gustabas más como persona que como cineasta. Que me parecía delirante que alguien con un ACV como el que sufriste, a quien se le olvidaron los colores, a quien se le tuvo que enseñar de nuevo a leer y escribir, alguien que sintió ese rayo en la cabeza que le apagó todas las luces y a partir de allí ya nada fue igual… decidiera que de todas maneras prefería seguir haciendo cine. Hacer cine a toda costa, sencillamente porque no sabías, ni querías, hacer otra cosa. Y eso es hermoso, además de fascinante. Te diré, también, que tus películas me parecían extrañas, más allá de la tiranía del gusto habrá que reconocerles que estaban tocadas con una rareza perturbadora de esas que hoy no te matan pero algo sí que siembran, un no sé qué inquietante que seguramente te hará recordarlas mañana.
Recuerdo especialmente el brindis que hiciste el primer día de rodaje, en tu piso de El Raval, descorchaste el cava, serviste cuatro copas y dijiste: “Porque lleguemos al final de esta película”. A lo que yo me apresuré en responder: “Claro que llegaremos”. Y me replicaste como un abuelo sabio: “Nos podemos fastidiar en el camino. Vosotros o yo. Nadie tiene que sentirse obligado a acabarla”. Chocamos copas y brindamos en silencio.
Tenías razón, Joaquín, la película no la terminamos. Culpemos a la vida, culpemos a los maleficios de la codirección, culpemos incluso al amor. Digamos que yo quería hacer un documental sobre ti, modesto y sincero, quería invitarte a comer un arroz con pollo a la Jordá, casero pero con un toque de maldad, con una pizca de íntima complicidad, una vaina sencilla para pasarla sabroso entre amigos, para divertirnos en tertulia hogareña. Otros, en cambio, quisieron hacerte algo así como un “Rissotto Giordano”, un platillo elaborado y ambicioso como para mostrar las artes de un chef exótico y salir coronados de la gesta con un Goya. Y cuando las cosas son irreconciliables alguien tiene que abrirse, allí alguien tiene que tener el olfato para renunciar. Renuncié yo. Me fui sin decir adiós, sin contarte que sí, que las cosas con aquella chica venezolana -aquella flaca que te conté que había venido a visitarme- resultaron aún mejores de lo que esperábamos. Me fui sin decirte que me hubiera gustado que vieras la película lista; pero mucho más que eso me hubiera gustado verla contigo y que me dijeras con esa franqueza tuya tan catalana: “No está mal, pero me la esperaba mejor”. Me hubiera gustado preguntarte: “¿Joaquín, por fin te leíste mi novela o no?”. Me hubiera gustado llamarte un día simplemente para enviarte un abrazo transoceánico y escucharte la voz, oírte esa manera de respirar, esos chasquidos de lengua.
Me hubiera gustado, amigo, pero ya no podrá ser. Es tarde. Qué dolor.
Buenas noches, Jordà. Duerme bien, viejo oso, descansa un buen rato. Algún día nos cruzaremos por allí y te llamaré: “Don Joaquín”. A lo que tú responderás con el característico “¡Hombreee, joder, tú por aquí!” Compartiremos entonces una copa de cava, tal vez le entremos después al licor de serpiente… y a un paquete de Camel. Porque cuando estemos allá seguro que volveremos a fumar.
2 comentarios:
Me conmoviste con tu texto, carajito. Cómo es posible que en un año que vivimos juntos nunca me hablaste de Jordà como el Oso. Y mira que me encantan tus nombres, del estilo Fatricia o Maria Risa (muy a pesar de los nombres horrendos que escogiste para mí).
Me encataría sacarte de la melancolía ahora mismo con mis cuentos surrealistas que tanto te gustan.
Ahí te va uno que podría dar risa pero no da. Si te ríes imaginandome en la situación, con Claudia P. en un antro en Gràcia en el que Jorge ponía música, entonces ta bien! No te rías.
El otro día me fui de marcha y conocí a un chico guapísimo, Jose, estuvimos hablando y hablando y poco a poco me fui dando cuenta de que algo no iba bien! Jose, el chico tenía un ligero retraso mental y una tartamudez que se iba acentuando a medida que hablaba. Pues le dijo a Claudia que él había tomado clases de hip-hop y que por lo tanto creía que sabía bailar salsa. Pues ella, quizás por lástima, bailó con él. A mí me quiso enseñar a bailar hip-hop y que hace uno ante una petición así sino bailar. Me dijo: hay solo un paso y se hace con las manos. Es como si repatieras fliers usando las dos manos, uno y otro, uno y otro. Y no reirme de eso, Jose, tan absolutamente surrealista porque la vaina en el fondo era super triste. Además de todo, era su cumpleaños y había un amigo que nos insistía en que lo felicitáramos.
Confieso que me reí de mí misma y de las vainas que me pasan y lo que más desee en el planeta fue encontrarte en la casa al volver pa echarte ese cuento y me dijeras una de esas tuyas como: Jáneth, seguro que él es más feliz que tú y que yo.
Anímate mi Jose! Esta vida está loca y Jordà sabrá estar contigo a su manera!
Por aquí ando Urriola, jorungándole la vida.
Ando en la búsqueda de un texto, para ahorrarle el favor ;)
Ya tengo varios.
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