Yo te conozco Sean Penn. Lo que pasa es que tú no te acuerdas, claro, qué te vas a acordar de un periodista pendejo como yo. Y la verdad, para serte sincero, es que yo tampoco me acordaba; porque la memoria que guardo de nuestro encuentro es de esas tibias, una memoria obstinada en quedarse en la mitad del espectro de los grises, ¿sabes? de las que ni frío ni calor, que no te traen ni una sonrisita ni un susto. Estabas perdido, Sean, entre el montón de chatarra, en la caja etiquetada con “mariqueras sin importancia a las que uno no suele volver ni acordarse”. Pero cuando te volví a ver, ahora de visita en Venezuela, detrás de tu lentes de sol y al lado de Chávez, luciendo tu semisonrisa de galán maldito (la de siempre, la misma que llevas cuando haces el papel de exnovio de Madonna que golpea a fotógrafos, o de síndrome de down, o de preso condenado a muerte, o de padre histérico que llora la desgracia de un hijo –que siempre te va bien una gritadera neurótica, la verdad es que es no sales del mismo papel-) entonces se me vino a la mente el recuerdo de aquella mañana en Cannes.
Perdona, Sean, no fue precisamente en Cannes, porque Cannes está muy atestado de gentecita de medio pelo y es demasiada la merienda de negros para alguien como tú. Tú te hospedabas en Antibes. En el Hotel Cap d’Antibes, para ser más precisos. Una especie de palacio blanco de roca y cristal al lado de la Cote d’Azur, a una media hora del Palais du Festival donde tiene sede Cannes. Mientras esperaba una buena hora y cuarto a que me dejaran pasar para entrevistarte le pregunté al chico de la recepción que cuánto costaba una habitación allí, le mentí, dije que me casaría en noviembre. Me dijo que alrededor de 1200 euros la noche. Pero que en temporada baja –me lo dijo con guiño cómplice-, si reservaba desde ya, me podría conseguir una en 850. Yo apreté el billetito de 20 euros que tenía en el bolsillo para pagar el taxi de vuelta –tendría que comer, de nuevo, un sandwich de jamón y queso de pie- y le dije que lo iba a consultar con la novia. Ya le avisaría.
Por fin me llamaron, que Monsieur Penn esperaba por mí. Y la publicista me comentó, mientras recorríamos un senderito armado con tablas de madera pintadas de blanco que serpenteaba sobre un césped impecable de campo de golf en dirección al mar, que tú habías amanecido de muy mal humor, que querías cancelar todas las entrevistas, que sugerías mejor agrupar a todos los periodistas pautados para esa mañana y así hacían una única entrevista colectiva para salir de eso y que te dejaran descansar. Al final del camino había una lomita verde coronada con una silla blanca. Y sobre la silla, vestido de negro, con tus mismos Ray-Ban de siempre y con la mueca de sonrisa que ya sabemos, estabas tú. Nos presentaron, me sentaron en otra silla frente a ti, pero donde la lomita declinaba, y durante cuatro minutos contados por reloj intenté hacerte unas doce preguntas que con esmero había anotado en mi libreta. A todas y cada una de ellas contestaste exactamente los mismo, como si tuvieras un sampler dentro de la cabeza, como si te presionaran una tecla interna y con ella se disparaba una secuencia milimétricamente grabada y ecualizada: “Que había sido un gran reto ser director de The Pledge, que afortunadamente contaste con un gran actor, amigo y maestro como Jack Nicholson, y con tu mujer, Robin Wright Penn, a quien amabas y respetabas tanto”. Ah, y que “It was so fun”, eso lo dijiste como 10 veces con un entusiasmo acartonado que no te creíste ni medio segundo. Yo salí por la puerta de servicio con mi cinta de Betacam en las manos donde quedaría grabado nuestro encuentro. Fue lo único que me llevé. Y no utilicé ni medio segundo, palabra que no, principalmente porque no había nada útil ni digno allí que me sirviera para algo.
Menos mal que la vida te da regala unas de cal y otras de arena, Sean, porque quiso el destino que volviera yo a sortear otras veces ese mismo caminito blanco del Cap d’Antibes y que me sentaran de nuevo en una de esas lomitas junto al mar. Allí conocí a un caballero de verdad y a un actor de verdad llamado Gene Hackman. Y allí mismo, dos años después, pude conversar diez minutos con un tal Lars Von Trier (que eso sí que es un director, Sean, deberías buscártelo en el Blockbuster). Ah, Sean, y con una tal Nicole Kidman, que es dama como ella sola y a quien si la sometes a un “divismómetro”, un medidor de divismos, no te llegaría ni a los tobillos. Ninguno de ellos vestía de negro, ninguno llevaba gafas de sol, porque esos son de lo que te ven a la cara y se esfuerzan por responder de la mejor manera a las preguntas. Son de los que respetan el trabajo de ese pendejo que para ti es un periodista.
Qué ironía, ahora has venido tú, Sean Penn, “como periodista” a Venezuela. Y te has ido contento después de que Chávez te sirviera de anfitrión, de bufón tragicómico, de chofer y te mostrara todo eso que tú de antemano querías ver. Ha sido un encuentro de monarcas, dos reyes que se encuentran y se pavonean en lo más alto de la loma donde sus egos los tienen encumbrados. En tu cabecita maniquea estás convencido de que para estar en contra de Bush hay que aliarse con Chávez; y que todo el que se opone a Chávez es pro-Bush. Para llegar a un conclusión así hay que ser muy tonto e ignorante, compadre. Y todavía algunos esperan saber qué vas a escribir después de esta experiencia de gringo comprometido con las revoluciones socialistas de una república bananera. Y me perdonas, Sean, pero yo no confío ni un poquito en ti. No te creo, brother. Qué vas a saber tú de periodismo. Qué vas a saber tú de lo que realmente pasa en Venezuela. Seguro que si te hubiera invitado el genocida de Idi Amín Dadá a su Uganda, te hubiera parecido una nota y hubieras salido “como periodista” a contarle al mundo la verdad de lo bien que estaba todo en esa merienda de negros africanos. Igual que esta vez. Claro, lo harás en los ratos libres que te deje la prensa, durante las sanas pausas –mirada perdida en el Mediterráneo- que te permiten esas molestas entrevistas pautadas en el hotel más exclusivo de la Rivera Francesa.