Grant Gee, director del documental sobre Radiohead
Eso fue una tarde de mayo del año 2000, en un lugar cuyo nombre tuve hoy que buscar en Internet porque no lo recordaba en lo absoluto: El Instituto de Arte Contemporáneo de Londres (ICA). Ocurrió, para ser exactos, en el descanso de la escalera que comunica la planta baja con el primer piso. Estábamos haciendo un documental sobre cine digital y ese día, en medio de un festival llamado onedotzero, acordamos vernos en el sitio para entrevistar al cineasta inglés Grant Gee.
Grant Gee, un flaco de 2 metros largura y de una palidez translúcida, había sido el director de un documental sobre Radiohead: “Meeting People Is Easy”, una de las películas más honestas y hermosamente fotografiadas que alguien pueda hacer jamás sobre una banda. Gee, con un ojo privilegiado, logra captar siempre con el mejor encuadre y en el mejor tiro de cámara posible todo un universo de tensiones, desencanto, soledad e incomodidad. No es la película que cuenta el viaje de los héroes, no es la oda cinematográfica a unas estrellas del rock. Es un vistazo preciosista pero urticante a toda esa tirantez que habita entre los miembros de un grupo que ya no aguantan un concierto más ni una sesión de fotos más ni una entrevista más ni una habitación de hotel más ni un viaje quién sabe a dónde (todos los lugares son el mismo lugar y todos son igual de aburridos) y sobre todo que no quieren saber nada de nadie, mucho menos de sí mismos. Grant Gee se subió a un avión en 1998 jurando que haría una obra épica sobre Radiohead de gira, en el clímax de su creatividad y de su carrera artística, pero acabó en 1999 encontrándose en la insospechada situación del hombre a quien le toca construir el retrato un grupo que está a un tris de mandarlo todo al diablo, de atomizarse sin mirar atrás o de estrellarse mutuamente las cabezas contra los amplificadores en mitad de un ensayo. Grant Gee creía que iba a hacer una película y terminó viéndose obligado a hacer otra, una que curiosamente terminó siendo más rara y (estoy convencido) mucho mejor.
Así que allí estábamos grabando esa entrevista con el cineasta para nuestro documental sobre cine digital, de pie todos, en el descanso de la escalera del ICA de Londres, en un espacio que se abría a mano derecha decorado con un gran espejo. Y Grant Gee nos contaba este cuentote sobre Radiohead y la película que él pensaba hacer y la película que al final tuvo que hacer, y lo contaba todo en un inglés superior que para modularlo necesitaba la cara entera y toda su dentadura y del que yo entendía dos de cada tres palabras (o a veces una sola o ninguna) y mientras hablaba el tipo se balanceaba sobre sus pies talla 50, largos como chapaletas de gamuza, y lentamente, oscilando, se dejaba caer sobre el brazo derecho que lo tenía apoyado contra el espejo, tomaba impulso como un bailarín clásico y se empujaba con todo el antebrazo para lanzar el peso del cuerpo hacia su pie izquierdo y de nuevo del izquierdo al derecho, de nuevo el espejo lo atajaba en suave caída y de nuevo se catapultaba contra su propio reflejo, como siameses albinos unidos por el codo meciéndose uno con otro. Y mientras Grant Gee bailoteaba, se balanceaba y hablaba, yo pensaba -varios decímetros más abajo- en que qué grande que eres Grant Gee, yo nunca voy a ser tan grande, mira cómo te ves reflejado en el espejo mientras bailas, mira qué inglés impecalbe el que hablas, mira qué película prodigiosa la que te lanzaste luego de un año acompañando a Radiohead por el mundo entero, yo nunca voy a llegar tan alto, sobre todo porque yo genéticamente no puedo, me faltan como 30 centímetros, que es el tamaño de una regla, de una de esas que uno utilizaba en el colegio, coño y yo tenía una regla de esas de 30 cm. que era verde transparente, como de kriptonita, una belleza, o sea que si yo me pusiera la regla esa en la cabeza yo sería más o menos como de tu tamaño, pero eso sería trampa y además ridículo, imagina tú que nos pusiéramos a hacer la prueba de quién es más alto aquí frente a este mismo espejo, con mi regla verde en la cabeza; dónde estará esa regla, será que sigue en casa de mis viejos, porque yo me acuerdo que cuando me falseé el pie jugando fútbol y me enyesaron (te imaginas si hubiera sido futbolista, a lo mejor esa era mi verdadera vocación y por culpa del Pollo me lesioné el tobillo a los 12, el coño de su madre, estaría metiendo unos golazos de media bolea en vez de andar pensando, escribiendo y grabando güevonadas) yo me rascaba con ella, una delicia, no se me calmaba con nada la piquiña y yo agarraba mis 30 centímetros de kriptonita y los metía por el espacito entre la pierna y el yeso y era lo único que me calmaba, qué placer, loco, no tienes idea del alivio, seguro que debe andar por allí porque nadie bota una regla verde así…
Y en eso Grant Gee desapareció. No estaba. Hubo un estruendo, un estallido de cristales y el hombre ya no estaba ni en la vida real ni en el reflejo.
Nos quedamos varios segundos con la cámara prendida enfocando al vacío, al lugar donde hasta hace poco estaba aquella humanidad enorme hablando de cosas maravillosas pero inentendibles, hasta que nos dimos cuenta de que, en su último balanceo contra el espejo, el cristal se había roto y el tipo había caído por un hueco que había detrás. Un agujero enorme, tan grande como el espejo que antes lo tapaba, se abría en la pared y de allí salía, más pálido que nunca (hay que echarle bolas, se los juro) un Grant Gee ileso pero aterrorizado. Lo ayudamos a salir y a limpiarse las ropas de los pedazos de espejo roto, no tenía ni un rasguño (yo creo que los espejos ingleses están hechos de un material que no corta o los milagros de verdad existen). El gran Grant estaba aturdido, no pegaba ni un artículo con medio sustantivo, balbuceó cualquier excusa y dio por terminada la entrevista. Además ya había llegado la gente de seguridad y los encargados del ICA a ver qué había pasado y nos pidieron desocupar el lugar (claro, tenían que ser los venezolanos los que nos rompen este espejo que lo colgó aquí la reina misma cuando era niña).
Antes de correr escalera abajo Gee nos hizo señas de que miráramos al hueco que se había abierto en la pared. Metimos la cabeza y nos asomamos a un oscuro mundo paralelo de túneles, galerías, pasillos, vigas. El verdadero documental, la verdadera película que teníamos que hacer, no era sobre Grant Gee ni sobre Radiohead ni sobre los albores del cine digital; era la de ese hueco detrás del espejo.
Al día siguiente volvimos a ICA dispuestos a colarnos al mundo que se abría al otro lado del espejo pero la zona estaba acordonada. Con eficiencia británica habían puesto una cinta amarilla de Peligro, prohibido el paso y habían levantado una pared provisional que tapaba el gran agujero que ayer había abierto la humanidad de Grant Gee (y no nosotros como de seguro anda pensando todavía la inteligencia británica).
Detrás de aquella pared quedaba tapiado un documental que nunca filmé. Otro más que no existió y sin embargo su imagen se me instaló en la memoria. “Son más las películas que nunca se hacen que las que se terminan” dicen. Y, agregaría, por más que se hable y se escriba siempre son más las historias que no se pueden ni se saben contar.
No sé para qué cuento esto. Eso tampoco se sabe casi nunca. Pero si alguien llegara a acercarse hasta el ICA de Londres, por favor que rompa el espejo del descanso de la escalera, que se asome al hueco que encontrará detrás y se adentre un poco. Que libre por mí y por todos. Será –como diría Bioy Casares- un acto piadoso.
Eso fue una tarde de mayo del año 2000, en un lugar cuyo nombre tuve hoy que buscar en Internet porque no lo recordaba en lo absoluto: El Instituto de Arte Contemporáneo de Londres (ICA). Ocurrió, para ser exactos, en el descanso de la escalera que comunica la planta baja con el primer piso. Estábamos haciendo un documental sobre cine digital y ese día, en medio de un festival llamado onedotzero, acordamos vernos en el sitio para entrevistar al cineasta inglés Grant Gee.
Grant Gee, un flaco de 2 metros largura y de una palidez translúcida, había sido el director de un documental sobre Radiohead: “Meeting People Is Easy”, una de las películas más honestas y hermosamente fotografiadas que alguien pueda hacer jamás sobre una banda. Gee, con un ojo privilegiado, logra captar siempre con el mejor encuadre y en el mejor tiro de cámara posible todo un universo de tensiones, desencanto, soledad e incomodidad. No es la película que cuenta el viaje de los héroes, no es la oda cinematográfica a unas estrellas del rock. Es un vistazo preciosista pero urticante a toda esa tirantez que habita entre los miembros de un grupo que ya no aguantan un concierto más ni una sesión de fotos más ni una entrevista más ni una habitación de hotel más ni un viaje quién sabe a dónde (todos los lugares son el mismo lugar y todos son igual de aburridos) y sobre todo que no quieren saber nada de nadie, mucho menos de sí mismos. Grant Gee se subió a un avión en 1998 jurando que haría una obra épica sobre Radiohead de gira, en el clímax de su creatividad y de su carrera artística, pero acabó en 1999 encontrándose en la insospechada situación del hombre a quien le toca construir el retrato un grupo que está a un tris de mandarlo todo al diablo, de atomizarse sin mirar atrás o de estrellarse mutuamente las cabezas contra los amplificadores en mitad de un ensayo. Grant Gee creía que iba a hacer una película y terminó viéndose obligado a hacer otra, una que curiosamente terminó siendo más rara y (estoy convencido) mucho mejor.
Así que allí estábamos grabando esa entrevista con el cineasta para nuestro documental sobre cine digital, de pie todos, en el descanso de la escalera del ICA de Londres, en un espacio que se abría a mano derecha decorado con un gran espejo. Y Grant Gee nos contaba este cuentote sobre Radiohead y la película que él pensaba hacer y la película que al final tuvo que hacer, y lo contaba todo en un inglés superior que para modularlo necesitaba la cara entera y toda su dentadura y del que yo entendía dos de cada tres palabras (o a veces una sola o ninguna) y mientras hablaba el tipo se balanceaba sobre sus pies talla 50, largos como chapaletas de gamuza, y lentamente, oscilando, se dejaba caer sobre el brazo derecho que lo tenía apoyado contra el espejo, tomaba impulso como un bailarín clásico y se empujaba con todo el antebrazo para lanzar el peso del cuerpo hacia su pie izquierdo y de nuevo del izquierdo al derecho, de nuevo el espejo lo atajaba en suave caída y de nuevo se catapultaba contra su propio reflejo, como siameses albinos unidos por el codo meciéndose uno con otro. Y mientras Grant Gee bailoteaba, se balanceaba y hablaba, yo pensaba -varios decímetros más abajo- en que qué grande que eres Grant Gee, yo nunca voy a ser tan grande, mira cómo te ves reflejado en el espejo mientras bailas, mira qué inglés impecalbe el que hablas, mira qué película prodigiosa la que te lanzaste luego de un año acompañando a Radiohead por el mundo entero, yo nunca voy a llegar tan alto, sobre todo porque yo genéticamente no puedo, me faltan como 30 centímetros, que es el tamaño de una regla, de una de esas que uno utilizaba en el colegio, coño y yo tenía una regla de esas de 30 cm. que era verde transparente, como de kriptonita, una belleza, o sea que si yo me pusiera la regla esa en la cabeza yo sería más o menos como de tu tamaño, pero eso sería trampa y además ridículo, imagina tú que nos pusiéramos a hacer la prueba de quién es más alto aquí frente a este mismo espejo, con mi regla verde en la cabeza; dónde estará esa regla, será que sigue en casa de mis viejos, porque yo me acuerdo que cuando me falseé el pie jugando fútbol y me enyesaron (te imaginas si hubiera sido futbolista, a lo mejor esa era mi verdadera vocación y por culpa del Pollo me lesioné el tobillo a los 12, el coño de su madre, estaría metiendo unos golazos de media bolea en vez de andar pensando, escribiendo y grabando güevonadas) yo me rascaba con ella, una delicia, no se me calmaba con nada la piquiña y yo agarraba mis 30 centímetros de kriptonita y los metía por el espacito entre la pierna y el yeso y era lo único que me calmaba, qué placer, loco, no tienes idea del alivio, seguro que debe andar por allí porque nadie bota una regla verde así…
Y en eso Grant Gee desapareció. No estaba. Hubo un estruendo, un estallido de cristales y el hombre ya no estaba ni en la vida real ni en el reflejo.
Nos quedamos varios segundos con la cámara prendida enfocando al vacío, al lugar donde hasta hace poco estaba aquella humanidad enorme hablando de cosas maravillosas pero inentendibles, hasta que nos dimos cuenta de que, en su último balanceo contra el espejo, el cristal se había roto y el tipo había caído por un hueco que había detrás. Un agujero enorme, tan grande como el espejo que antes lo tapaba, se abría en la pared y de allí salía, más pálido que nunca (hay que echarle bolas, se los juro) un Grant Gee ileso pero aterrorizado. Lo ayudamos a salir y a limpiarse las ropas de los pedazos de espejo roto, no tenía ni un rasguño (yo creo que los espejos ingleses están hechos de un material que no corta o los milagros de verdad existen). El gran Grant estaba aturdido, no pegaba ni un artículo con medio sustantivo, balbuceó cualquier excusa y dio por terminada la entrevista. Además ya había llegado la gente de seguridad y los encargados del ICA a ver qué había pasado y nos pidieron desocupar el lugar (claro, tenían que ser los venezolanos los que nos rompen este espejo que lo colgó aquí la reina misma cuando era niña).
Antes de correr escalera abajo Gee nos hizo señas de que miráramos al hueco que se había abierto en la pared. Metimos la cabeza y nos asomamos a un oscuro mundo paralelo de túneles, galerías, pasillos, vigas. El verdadero documental, la verdadera película que teníamos que hacer, no era sobre Grant Gee ni sobre Radiohead ni sobre los albores del cine digital; era la de ese hueco detrás del espejo.
Al día siguiente volvimos a ICA dispuestos a colarnos al mundo que se abría al otro lado del espejo pero la zona estaba acordonada. Con eficiencia británica habían puesto una cinta amarilla de Peligro, prohibido el paso y habían levantado una pared provisional que tapaba el gran agujero que ayer había abierto la humanidad de Grant Gee (y no nosotros como de seguro anda pensando todavía la inteligencia británica).
Detrás de aquella pared quedaba tapiado un documental que nunca filmé. Otro más que no existió y sin embargo su imagen se me instaló en la memoria. “Son más las películas que nunca se hacen que las que se terminan” dicen. Y, agregaría, por más que se hable y se escriba siempre son más las historias que no se pueden ni se saben contar.
No sé para qué cuento esto. Eso tampoco se sabe casi nunca. Pero si alguien llegara a acercarse hasta el ICA de Londres, por favor que rompa el espejo del descanso de la escalera, que se asome al hueco que encontrará detrás y se adentre un poco. Que libre por mí y por todos. Será –como diría Bioy Casares- un acto piadoso.