-¿Y qué hay en Buenos Aires en estos días que me puedas recomendar?- le pregunté al joven botones del hotel mientras me arrastraba la maleta por el pasillo.
La pregunta era más bien retórica, para romper el hielo. De esas preguntas que uno hace porque el silencio puede volverse más incómodo que el verbo, cuando quedarse callado da aún más vergüenza que decir cualquier tontería. Pero al joven porteño con pinta de sueco se le iluminaron los ojos, se le pusieron aún más claros, se ancló en el medio de la alfombra, tragó grueso y me contó:
-Conozco de un lugar por el barrio de Flores donde un fotógrafo loco tiene en su casa una reproducción de Buenos Aires idéntica a la real pero chica. Se puede visitar, gratis, pero de uno en uno.
En un instante mágico me contó el botones –mientras me ensañaba el cuarto y cómo utilizar la caja fuerte- sobre un mito urbano del que yo había leído en un libro de Ricardo Piglia. El de un artista loco, ermitaño, que se ha dado a la tarea durante años de reproducir la ciudad en escala mínima. Están todas las calles, cada monumento, cada árbol, cada niño que se columpia. Dicen que cada vez que un barrio crece o se anega no es porque lo hace en la realidad, sino porque así ha ocurrido en el salón de la casa del artista. La realidad es la maqueta, la que nosotros vivimos es la imaginaria que intenta imitarla. Cada vez que algún accidente ocurre es porque los dedos temblorosos del fotógrafo hacen tropezar un auto con otro, su codo se lleva por delante una azotea, su aliento de hombre cansado hace tambalear un semáforo.
No fui jamás a la casa de Flores para ver la otra ciudad. No tuve tiempo, por no decir que no me atreví. Pero tampoco fueron pocas las veces que al caer la tarde me fui caminando sin mapas y a la deriva: “llévame a un lugar fantástico en el que no haya estado”, le pedía al fotógrafo. Y me imaginaba al amigo que con punta de uñas me tomaba por la parte de arriba de la chaqueta y me iba llevando a su capricho –y sin decepcionarme jamás- por calles, edificios, plazas. Se le ocurrió al tipo ponerme al muñequito a buen resguardo dentro de una zapatería aquel día que cayó una de las tormentas más violentas que haya visto nunca. Una tempestad que durante dos horas hizo colapsar al subterráneo, inundó las avenidas, hacía caer decilitros de agua horizontalmente sobre la ciudad. Veía semejante palo de agua caer sobre Buenos Aires y me imaginaba que en, en la realidad, dentro del salón donde yacía la verdadera ciudad se habían roto las tuberías del techo, que algo se había descontrolado en la casa del artista y la maqueta se le estaba inundando.
El día que me fui de Argentina pensé de nuevo en la maqueta. La recordé con cierto vértigo pero también con un ápice de tristeza. Imaginé al fotógrafo de Flores sacándome de su obra haciendo una pinza con su pulgar y su índice sobre mi cuello. Sentí cómo me sacaba al muñeco de escena y a través de un túnel que comunica ciudades a escala se lo entregaba a otro fotógrafo loco que tiene también su ciudad microscópica en los sótanos de un ministerio público de Caracas. Un fotógrafo criollo desquiciado, que con pintura de uñas roja se dedica ahora a pintar paredes, a escribir pensamientos delirantes en las vallas, que gusta de armar trifulcas entre sus muñequitos, que juega como un niño cruel a la guerra, para que las figuritas se maten con pequeñas pistolas y metrallas. Hace rato que no recoge las migas de pan que salpican desde su boca la ciudad. Hace ya décadas que se olvidó de pasarle un trapito a la urbe miniatura a la que usa más bien como cenicero. Se divierte viendo cómo las cenizas del cigarrillo llueven como hojuelas metálicas sobre su obra.
Y así se le van pasando los días. Hasta que su propia desidia acabe por aplastarlo, por hacer colapsar su ministerio miniatura con todo lo que habita dentro, incluyéndolo a él mismo. O hasta que uno de los visitantes, de esos que también aquí deben entrar de uno en uno, se le ocurra secuestrar la maqueta, llevársela a su casa que de seguro será un lugar más luminoso. A partir de las ruinas –casi lo puedo adivinar avocado sobre la obra tras una lupa con la misma expresión radiante del botones bonaerense- se amparará bajo una locura mucho más noble para levantar (levantarnos, quiero pensar) sobre el viejo trazado una nueva ciudad más amable con nuevas calles, otros monumentos, árboles que retoñan, niños sin miedo que se columpian. Eso sí, que al Ávila no nos lo toque.
Hola
ResponderBorrarparece que aterricé desde la isla en mi avioncito fisher price de primera en esta maqueta de post.
Como siempre un relato delicioso, me encanta como lo tramas.Y será que soy romántica y quiero ser poeta, lo humano de tus historias es lo que más me gusta.
No comento sobre lo obvio.
Quisiera mucho ir a Buenos Aires, hablaré con tu botonés.
saludos
PD: Insisto en cursos virtuales, y me anoto de primera
¿Será que nuestra maqueta fue vendida a un fotógrafo loco que, frustrado, trabaja en una oficina y necesita esconder en un rincón olvidado de su ministerio nuestra ciudad, para que no lo boten por descuidar su trabajo?
ResponderBorrarEso explicaría por qué tanta dejadez. En cuanto a lo rojo... creo que su secretaria escondió su barniz de uñas justo en el mismo sitio y, apurada, olvidó cerrarlo bien.
Esperemos que los del inventario vengan pronto, para terminar en el basurero y luego ser rescatados por un niño compasivo, ordenado y generoso... una especie de reencarnación de Villanueva...
Me gusta mucho cuando nos cuentas las experiencias de tus viajes, es como si nos invitaras también a disfrutar esos lugares y personas,a través de tan gratos y descriptivos relatos.
ResponderBorrarJosé, yo estoy convencido de que esa maqueta de BsAs la está fabricando César Aira desde hace tiempo en su casa (escondite) del barrio de Flores.
ResponderBorrarUn abrazo.
Más allá de lo delicioso que resulta siempre leer tus relatos, en este me quedó en el fondo una profunda tristeza, lo cual por supuesto no le quita méritos. Es siempre un placer leerte...sigue así
ResponderBorrarPorque
ResponderBorraresto le andría bien a este relato.
Y si le regalamos al fotógrafo loco un frasco de acetona, unos Q tips y una aspiradora miniatura?
ResponderBorrarSi es de los que saben limpiar la cámara, también sabrá limpiar la maqueta... el peo es que tenga ganas, por lo visto anda deprimido.
Excelente relato, como siempre. Al menos en eso no se ha metido el loco. Digo, en tu cabeza y en tu teclado.
José
ResponderBorrarEs increíble como puedes hacer de una realidad tan espantosa algo profundamente conmovedor.
Luego de leerte no puedo dejar de pensar que el dueño de esta maqueta es el visitante que “mira-flores”.
A pesar de que leerte me ha dejado una enorme tristeza existencial, queda abierta una ventana dónde se ve la luz, dónde se cree en los sueños, dónde la ciudad transforma sus sentidos y significados, dónde simplemente intentamos recuperar nuestra humanidad.
Hola José, desde hace ya varios días soy una miniatura más en tu ciudad que se une al clamor de la voz y espera esos "amables" cambios.
ResponderBorrarAbrazos,
Ophir
José U., no escapamos a la tentación de los finales felices y ¡qué bueno!. Qué bueno que sigamos confiando en el poder creador y transformador de la palabra.
ResponderBorrar...relato claustrofóbico....por aquello de lo pequeñuelo...!
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