Si Cassius Clay la hubiera conocido seguro que se replantea aquello de “vuela como una mariposa y pica como una avispa”. Se hubiera dado cuenta de que hay otros como él, que quizás boxean pero lanzando otros golpes, y que incluso se puede volar y picar mientras se vende el loto en las colas de Caracas. Y aunque el gran Muhammad Ali no jugara a la lotería en su vida, seguro que a ella la veía un minuto y sí que le compraba dos o tres.
La avispa se mueve entre los carros, sortea a los motorizados, revolotea con sus tarjetas abiertas en abanico, suelta unas carcajadas inauditas que se me cuelan por la ventana tres pisos más arriba. La gente baja las ventanillas para saludarla y piropearla. Ella seduce, se contornea, vende, muerde. Porque La avispa se viste de libélula incandescente cuando está de buenas pero si alguien amenaza con atropellarla o le dice que se quite de en medio porque está atravesada, tengan por seguro que a la morena se le despierta la tarántula que lleva por dentro. Y lo que suelta aquella boquita a cientos de decibelios es una cosa innombrable, sólo confesaré que -aún refugiado en las alturas y tras la persiana, y sin que sea contra de mí aquel camión verbal- me sonrojo y se me espeluznan los vellos de la nuca, y diré también que creo que si alguna vez lo transcribo capaz y se nos arruga la pantalla.
Resulta que cien metros más arriba, casi a la altura del semáforo, se paró hace unos meses otro vendedor de loto. El hombre, eso sí, vendía bastante menos. Quizás por una razón meramente geográfica: ya la gente había pasado por los predios de La avispa una cuadra más abajo. O quizás porque la sonrisa y las curvas de la morenita lograban mover mejor las billeteras que el seño fruncido y la barriga del recién llegado. El punto es que el hombre día a día fue bajando por la calle unos pasos más. Y en las últimas semanas ya estaba vendiendo codo a codo con La avispa. Ella en los canales de la derecha, él en los de la izquierda.
El otro día volvía yo a la oficina con mi almuerzo a cuestas y me los encontré sentados en la acera frente al edificio. Se estaban dando, bajo el sol del mediodía, unos besos prodigiosos de esos que la gente ya no se da jamás. Yo, ahí parado, con mi bolsita plástica en la mano, era menos que una estatua, sencillamente no existía. Aquellos dos estaban sumergidos en cuerpo y alma en ese universo privado que sólo son capaces de construir los que se gustan de verdad. Perdidos estaban en su trinchera invisible, en su reducto íntimo donde todo lo demás está ausente y borrado.
En eso el hombre del loto se despegó de aquel beso absoluto, un beso del tamaño del mundo, se enfiló hacia la calle repleta de autos y le dijo a su novia: “Ya vengo, mi amor, que tengo que irme a trabajar”. Y La avispa, qué cosa hermosa, le ha contestado desde la acera: “Vaya, pues, papito… pero no vuelvas tarde”.
Aquel hombre sonriente se internó entre el caos de carros, humos, motos, gritos. “Ahí va un hombre con suerte” pensé. Porque, definitivamente, hay varias maneras de sacarse la lotería.
La avispa se mueve entre los carros, sortea a los motorizados, revolotea con sus tarjetas abiertas en abanico, suelta unas carcajadas inauditas que se me cuelan por la ventana tres pisos más arriba. La gente baja las ventanillas para saludarla y piropearla. Ella seduce, se contornea, vende, muerde. Porque La avispa se viste de libélula incandescente cuando está de buenas pero si alguien amenaza con atropellarla o le dice que se quite de en medio porque está atravesada, tengan por seguro que a la morena se le despierta la tarántula que lleva por dentro. Y lo que suelta aquella boquita a cientos de decibelios es una cosa innombrable, sólo confesaré que -aún refugiado en las alturas y tras la persiana, y sin que sea contra de mí aquel camión verbal- me sonrojo y se me espeluznan los vellos de la nuca, y diré también que creo que si alguna vez lo transcribo capaz y se nos arruga la pantalla.
Resulta que cien metros más arriba, casi a la altura del semáforo, se paró hace unos meses otro vendedor de loto. El hombre, eso sí, vendía bastante menos. Quizás por una razón meramente geográfica: ya la gente había pasado por los predios de La avispa una cuadra más abajo. O quizás porque la sonrisa y las curvas de la morenita lograban mover mejor las billeteras que el seño fruncido y la barriga del recién llegado. El punto es que el hombre día a día fue bajando por la calle unos pasos más. Y en las últimas semanas ya estaba vendiendo codo a codo con La avispa. Ella en los canales de la derecha, él en los de la izquierda.
El otro día volvía yo a la oficina con mi almuerzo a cuestas y me los encontré sentados en la acera frente al edificio. Se estaban dando, bajo el sol del mediodía, unos besos prodigiosos de esos que la gente ya no se da jamás. Yo, ahí parado, con mi bolsita plástica en la mano, era menos que una estatua, sencillamente no existía. Aquellos dos estaban sumergidos en cuerpo y alma en ese universo privado que sólo son capaces de construir los que se gustan de verdad. Perdidos estaban en su trinchera invisible, en su reducto íntimo donde todo lo demás está ausente y borrado.
En eso el hombre del loto se despegó de aquel beso absoluto, un beso del tamaño del mundo, se enfiló hacia la calle repleta de autos y le dijo a su novia: “Ya vengo, mi amor, que tengo que irme a trabajar”. Y La avispa, qué cosa hermosa, le ha contestado desde la acera: “Vaya, pues, papito… pero no vuelvas tarde”.
Aquel hombre sonriente se internó entre el caos de carros, humos, motos, gritos. “Ahí va un hombre con suerte” pensé. Porque, definitivamente, hay varias maneras de sacarse la lotería.
4 comentarios:
jajaja!
Siempre es un gustazo leerte, José...me devuelves atmósferas!
Besos!
Y,"mi loto", lo acabo de ganar al leerte. Sofía Giusti.
Una vez viví en un estanco durante 6 meses. Yo dormía en la trastienda y por la mañana desayunaba con los primeros clientes que, curiosamente, eran de loto. No tocó en todo ese tiempo y nunca supe por qué.
Ahora ya sí sé. Después de leerte, claro. Ya sé por qué no les tocaba.
Tú escribe ¿vale?
Escribe mucho.
Hola José, hacía días que no pasaba por aquí y qué grato es volver y deleitarme con tu prosa fácil, con la sonrisa que me sacas, con los pensamientos que vuelan y casi llegan a La Avispa y a su hombre con suerte.
Gracias, siempre es un gustazo.
Abrazos,
OA
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