La señora tiene dos perras labradoras, una negra y la otra rubia. La negra es de las que puede buscar el palito que le lanzan doscientas veces seguidas sin perder jamás la sonrisa ni la cara de absoluta felicidad. La rubia, en cambio, prefiere retozar entre las hojas secas y las bolsas negras de basura. Se arroja allí, da vueltas sobre su propio eje y goza un montón independientemente de lo que piense y grite su dueña. Uno pasa por allí y levanta la mano a manera de saludo y contestan las tres con idéntica cara, y diez pasos más tarde uno sigue preguntándose quién será que imita a quién. Me caen bien las tres. O me caían.
Hace pocos días me disponía a subir temprano por mi habitual senderito que se abre entre la maleza, un trayecto de una hora en el que si acaso me cruzo con tres ciclistas montañeros y un par de atletas que trotan aquella loma con la tranquilidad de quien se amarra las trenzas; en eso me interceptan las dos labradoras con la señora un poco más atrás que hace ejercicios de estiramiento al pie del cerro. La doña me hace gesto de que me quite los audífonos, que algo grave pasa.
— ¿Tú vas a subir esa montaña?
—…sí…
—Es que allí en el kiosquito hay alguien que tose.
Miro hacia donde señala la señora y lo que veo es una rampa de madera que han construido los ciclistas para hacer sus piruetas y cuyas bases están fijadas con unos sacos de arena.
—Míralo ahí, acostado en el kiosco —insiste la señora—. Y lo que hace es toser. Tose y tose. Yo tengo una hora oyéndolo.
—Señora, pero yo lo que veo son sacos de tierra debajo de la rampa para ciclistas.
—Pero tiene que ser un loco; porque quién se acuesta a dormir así en el monte, con este frío y mucho peor si está enfermo.
Los venezolanos podemos dar fe de que la única semilla que da cosecha instantánea es la paranoia.
Yo ya estaba comenzando a ver los sacos moverse y toser cuando en eso desde la montaña, moliendo piedritas y cortando a su paso la maleza, surge un ciclista con su casco a toda velocidad. La doña de un salto se ha puesto en su camino con los brazos abiertos y empezó a gritar.
—¡Tú estabas tosiendo! ¿Eras tú el que estabas tosiendo, verdad?
—¿Que yo estaba qué..?— dice el hombre sobre el sillín de la bici pero con la misma cara que tengo yo en tierra.
—Tosiendo, tú eres el que andas con una tosedera allá arriba desde hace una hora.
—No, señora, yo no tosía… y allí arriba no hay nadie. Yo vengo de allá.
—Pero y entonces ¿quién tosía?— lo regaña la doña mientras el tipo le da fuerte a los pedales y se pierde camino abajo haciendo el típico gesto de “vieja loca” con la cabeza—. Dime quién tosía, ¿Ah? ¿Quién era el que tosía?
Pero ya era tarde, no hubo respuesta. Yo tampoco la tenía.
—Mira las perras lo nerviosas que están —me hace ver la doñita— Ésta no hace nada (señalando a la negrita) pero esta otra (dedo índice apuntando a la catira) está a punto de lanzarse a morder porque es súper agresiva.
Y yo pensé: nos jodimos, adivinen quién es el pendejo a quien va a morder la rubia. Pero antes de que eso ocurriera (que seguro faltaba muy poco) decidí seguir el ejemplo que el ciclista dio. Me puse los audífonos, le subí mucho el volumen y me lancé a subir mi montaña. “¡Cuidado puede ser peligroso, seguro que ese indigente es peligroso!” sonaba la voz de la doña por debajo de Radiohead. Pero no me importó.
Claro, me pasé todo el bendito ascenso en un verdadero descenso a los infiernos. Cada raíz que se asomaba era un brazo que me quería agarrar un pie, cada pájaro que se movía entre las ramas era un loco que me saltaba encima para arrancarme la cabeza. Me pasé más de mil pasos buscando un palo, una piedra, algo con qué defenderme del abominable hombre de las toses. Hasta que me olvidé media hora más tarde. Me olvidé por completo, primero porque desde arriba se ve el Planetario del Parque del Este y esa es una de las imágenes más hermosas de esta ciudad. Estoy seguro que el día en que nos invadan los marcianos en Caracas la resistencia se va a refugiar en el Planetario y desde allí, unidos todos otra vez, los mandaremos a casa. Me olvidé también porque más adelante pasó un pájaro muy raro, a medio camino entre una paraulata, un gavilán y una guacharaca, y el biólogo infantil que llevo por dentro no puede ver a un animal curioso –siempre y cuando no sea humano- porque necesita acercarse para verlo mejor. Finalmente me olvidé porque recordé que mi padre siempre decía que en su Guanare natal todo eran espantos y aparecidos hasta que llegó la luz eléctrica. Cuando el pueblo se llenó de cableado y bombillos la gente fue descubriendo que más la mitad de muertos sin cabeza que les susurraban los nombres en mitad de la noche eran ramas de limoneros que el viento hacía rozar contra las paredes.
Si bien es cierto -cosa que aplica a vivos y muertos- que de que vuelan, vuelan; tampoco es menos cierto que a cada uno de nosotros se nos ha olvidado un poco encender la luz interior antes de pegar el grito.
Así que venía yo pensando en lo bien que le va al bosque la música de Radiohead, en que la próxima vez seguro voy a ser biólogo, en los marcianos a los que les echamos al espacio desde el Planetario del Parque del Este, en el Guanare antes de la luz eléctrica y en eso me salta enfrente un policía, lleno de barro, cubierto de hojas y trocitos de mata, con el casco mal puesto sobre la cabeza, la cara forrada con una película de sudor resplandeciente y su pistola desenfundada apuntando al aire.
—Disculpe, suidadano… ¿Jefe, usted vio allí arriba alguna novedad? — me dijo en perfecta jerga policial.
—Coño, no, yo no vi un coño— respondí en perfecto caraqueño chorreado, con la vista clavada en el arma al sol.
—Pero es que supuestamente aquí hay alguien que tose —dice el policía acomodándose el casco y enfundando.
—Pues yo tengo una hora caminando aquí y no he visto ni oído nada.
Ponemos la misma cara de “pero qué vieja tan loca, ¿no?” y seguimos bajando en silencio. Una vez subido a su moto el policía llama por radio a la central y dice que aquí se reporta 67 para informar que el 43 que se sospechaba en la zona 12 resultó sin novedad y que regresa en 6. Enciende el motor y arranca como quien se dispone a salvar al mundo de los malos.
Yo me calzo los audífonos para oír otra vez mi favorita del Kid A. Y, antes de que cante con su voz de felino lastimero Thom Yorke, un sonido se cuela a mis espaldas. Una tos.
Pobres ciclistas.
4 comentarios:
Que buen relato, y que mal momento con cuádruple susto.
La perra catira, el indigente que tose,o el policia con su arma vengadora, más la Sra de los perros, nos matan a nuestro
"suidadano" Urriola .Y esa si hubiera sido una desgracia, para nosotros los lectores de Rostros de Viento,C.Casano
Eres genial :)
Saludos.
Qué cuento tan bueno. Y vaya cosas las que te pasan, aunque uno imagina que la realidad siempre viene un poco sazonada por la fantasía del escritor. ¿O no?
Que bueno!!!!
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