lunes, 4 de julio de 2011

Los matices del nacionalismo


Cuentan que en una oportunidad, en medio de una conferencia que daba el peruano Alfredo Bryce Echenique en Barcelona, cuando llegó la ronda de preguntas y respuestas un joven barcelonés pidió el micrófono y le preguntó a Bryce –en catalán, claro está- qué opinaba del auge del catalanismo. Bryce (quien me imagino, fiel a sí mismo, que tenía unos tragos encima) se rió con todos los dientes, se acomodó los anteojos sobre la nariz y respondió: “Me parece muy bueno… porque el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando y conociendo gente”.

Ha pasado casi una década desde entonces y todavía hay un montón de gente que no se ha querido curar, abrazan su enfermedad con pasión febril e incluso miran con desprecio a quienes se han curado o no la padecen.

Los regímenes fascistas, del color y la tendencia que usted les ponga, son grandísimos inoculadores de la enfermedad nacionalista. Necesitan –y se sostienen sobre- un colectivo enfermo, ciego, enfebrecido. Los símbolos patrios se convierten así, a criterio de los grandes portadores y principales emisores de contagio, en símbolos de dimensiones religiosas a los que se debe venerar de rodillas, con el mentón hundido contra el pecho, con pasión y padecimiento de cruz que hemos heredado simplemente por haber nacido o crecido en determinado pedazo de tierra. Nos llenamos entonces el paisaje y la cotidianidad de banderas, de escudos, de himnos, de próceres, de monumentos, de imágenes, en la misma medida en la que los gaznates revientan de orgullo y furia al hablar -tono épico requerido- de Patria, de Bolívar, de Pueblo, de Nación (las mayúsculas, siempre en mayúsculas) y el nombre de Venezuela no puede ser pronunciado sin ponerle un epíteto rimbombante al lado.

El problema de los nacionalismos es que producen metástasis, se contagia hacia lo gastronómico (un verdadero venezolano no puede preferir al pan por encima de la arepa), hacia lo musical (ni se le ocurra decir que Bob Dylan o Leonard Cohen hacen letras que a usted le gustan más que las de Guillermo Dávila), hacia las artes plásticas (ser más sensible a un Rothko que a los cuadros de Michelena es un síntoma incuestionable de que usted es un apátrida) o hacia lo cinematográfico (Román Chalbaud, aunque haga un cine deleznable, estará siempre a la altura de un Scorsese o un Kurosawa). Las incongruencias en el cuadro sintomático del nacionalismo deben ser atacadas con cirugías y quimioterapias si uno no quiere ser acusado de ser un mal hijo de la patria. De la misma manera que alzar la voz para opinar que las cosas del país no están bien –cosa riesgosísima en estos contextos de delirio patriotero- ameritarían un tratamiento agresivo de piscofármacos, electroshocks, reclusión, destierro e, incluso, lobotomía.

El mundo ha estado plagado de grandes nacionalistas: lo fue Hitler, lo fue Mussolini, lo fue Milosevic, lo es Castro (el más cubano y más revolucionario de todos los cubanos de todos los tiempos), lo fue Franco (quien se empeñó en probar que la sangre de sus adversarios era buena para la mezcla del cemento con que construiría a su España robusta y unida), lo fue también Pinochet en Chile, así como la amplia gama de milicos que durante décadas secuestraron a Argentina. Pocos nacionalistas han sido de tan pura cepa, al otro lado del espectro, como Stalin y Tito. Los dictadores norcoreanos y la pandilla de asesinos que rebautizaron a Birmania exudan nacionalismo también.

En un planeta donde nos imaginábamos que con la globalización y el progreso se difuminarían las fronteras y los pasaportes pasarían a ser curiosos objetos para coleccionistas sigue existiendo un amplísimo número de nacionalistas que le piden a Dios que les permita levantar de una buena vez ese muro (que como la Gran muralla China también se podrá ver desde el espacio) entre los Estados Unidos y México. Y hay todavía presidentes que, cada vez que se sienten flaquear en las encuestas, se sacan de la chistera un conflicto internacional y le piden a sus compatriotas que se unan bajo la misma bandera para caerse a plomo contra los vecinos del país de al lado. Para eso han servido, y siguen sirviendo, los nacionalismos. Y hasta aquí nos han traído: éste es el mundo que nos han dejado.

No sé muy bien para qué servirá el progreso si ni siquiera hemos sido capaces -después de tantos milenios de estupidez y crueldad- de convertir a los nacionalismos en sinónimo de festivales culturales. Así de sencillo: en un intercambio de músicas y comidas, en un torneo de baile y fútbol.

Ayer la Vinotinto le empató a Brasil en la Copa América. Primera vez que los chamos criollos le juegan de tú a tú a una selección canarinha en un certamen de tanto prestigio y con la dicha de que el marcador final refleje con justicia lo que ocurrió en el campo. Y, más allá de ponernos a debatir si el director técnico de la escuadra venezolana es un chambón o un prodigio, más allá de ponernos a discutir si los jugadores de la Vinotinto son de tal o cual tendencia política, la conclusión que podemos (y debemos) sacar es que el verdadero nacionalismo debería reducirse a esa metáfora que es el fútbol. Que ver a esos once locos jugarse el honor como lo hicieron ayer los muchachos de la Vinotinto nos agrupa y nos reconcilia como ninguna bandera, como ningún discurso, como ningún símbolo. Que Venezuela, al final, es eso: un conglomerado de jodedores amigos del bochinche pero que de pronto se dan cuenta de que son capaces de ponerse serios y alcanzar lo sublime. Que Venezuela no es una bandera tricolor con ocho estrellas y con un escudo cuyo caballo mira hacia la izquierda, que Venezuela no es (ni se parece) al mandatario de turno con su discurso patriotero o a los nombres barrocos con los que se pretende rebautizar y refundar a absolutamente todo; sino que somos ése híbrido loco y entrañable de arqueros como Renny Vega (coño de su madre, atajando cabezazos que van directo a gol con una sola mano, pero así es y así somos), de hijos de inmigrantes como Maldonado, Miku Fedor y Cichero, de mediocampistas que escasamente pasan el metro setenta como Rincón y Lucena pero que a la hora de enfrentarse a un Robinho o un Nyemar se vuelven gigantes, de despelucados y chivudos como Vizcarrondo que –contrario a lo que muestra la estampa- no pierden la compostura y juegan como caballeros. Los venezolanos nos parecemos a Salomón Rondón, sí, pero también al Maestrico González con su pinta de muchachito gocho o al morenito Rosales que con su zurda prodigiosa le hace el pase de la muerte a Arango para que con su propia zurda tire a gol. Todos y cada uno de nosotros ha conocido alguna vez, por lo menos una en la vida, a uno que se parece a alguno de ellos. Han sido nuestros compañeros de escuela, a veces nuestros vecinos, nuestros amigos, quizás nuestros colegas del trabajo o acaso el primo tal hijo de la tía fulana. Y nunca nos ha importado un carajo si el tipo es chavista o de oposición, se le gusta más The Cure que Reynaldo Armas o si se come las arepas con mermelada de frutos del bosque o la baguette rellena con carne mechada de chigüire. A nosotros lo único que nos importa es que esos locos tienen el talento para demostrarnos que a veces, diga lo que diga la historia y la geografía, nosotros podemos ser del tamaño de Brasil.

No dejemos que nadie -comenzando por el iluminado del abismo, el rey del madrugonazo, el autoproclamado dueño de la nación- nos sabotee este momento de sano nacionalismo futbolero. Uno de los poquísimos nacionalismos que deberían existir y al que deberíamos tener total derecho. Querrán algunos robarse el show, entre otras razones, porque están envidiosos de que la Vinotinto en 90 minutos haya logrado lo que otros en varios años no pudieron ni podrán.


9 comentarios:

  1. *comentario casi con lágrimas en los ojos* Así mismo!

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  2. Felicitaciones, por este escrito lleno de orgullo venezolano. Sin duda un "golazo literario" al estilo Urriola.

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  3. Que bueno mi chamo querido! un fuerte abrazo

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  4. Excelente josé, la perra

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  5. sabes Jose, yo tenia pensado escribir algo de ese juego, pero me dio flojera, pero no me puedo dejar de acordar de una copa america de hace unos años, cuando empezaban contra brasil y muchos hablaban de que el futbol venezolano iba subiendo y se podia jugar uno a uno con Brasil... en un programa de radio, vino uno y le echo pestes a ese argumento... y coño esa vez Venezuela le dieron 7 pepazos cortesia de los verde- amarillos y ese tipo se rio y se rio... me pregunto hoy que estara pensando hoy de ese juego, tu sabes Dios a veces se tarda pero al final cumple, aunque ya no lo veas... yo no es que sea muy fanatico de la vinotinto, pero a veces hay que recordar que ese equipo, que a veces esta sobrevalorado, a veces coñaceado, y a veces zarandeado por lo misma gente que dice que le va fervientemente... ME REPRESENTA, así que hay que apoyarlo, como lei una vez "así pierdan 15 a 0 yo seguiré apoyando a mi vinotinto" yo a veces no llego a eso, pero si esos tipos hacen lo que hicieron, hay que alegrarse pues...
    y lo de la cita de Echenique... epico!!!!!!
    saludos Mister, sublime como siempre

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  6. Diana Higuera07 julio, 2011

    Hola Jose, te leo de vez en cuando, me encantan tus articulos. Besos,

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  7. Impecablemente escrito, divertido, entretenido y lleno de verdades! Los disfruté muchísimo!

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  8. A-plau-sos!
    Bravo!

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