martes, 6 de marzo de 2012

Será hasta otra.



A veces, cuando tengo un rato libre, las mañanas con sol, me gusta darme un paseo por el parque de Bosques de Chapultepec. Camino unas cinco cuadras por Reforma y ya estoy en la entrada, paso por la puerta del zoológico donde huele siempre a rinoceronte, bordeo la casa del lago Juan José Arreola (dicen que las aguas de ese lago de un verde radioactivo son las más contaminadas de México, imagino que tienen que estar exagerando aunque algo de cierto puede haber porque –cómo explicarlo- suelen haber estudiantes con sus batas blancas de laboratoristas subidos a los botes recogiendo muestras con pipetas y matraces). Camino rápidamente, con el paso apurado, entre la nube de vendedores ambulantes con sus gritos de 5 pesos les cuesta 5 pesos le vale. Sigo el recorrido por la Calzada de los Poetas, saludo al busto de la monja poetisa, Sor Juana Inés de la Cruz, y más adelante me detengo ante la estatua de El Quijote en las nubes, una belleza verde (de un verde distinto al del lago, pues este verde sólo lo da la oxidación del bronce) y lo saludo con un gesto reverencial como si se tratara de un santo milagroso. Tomo entonces el camino hacia la Placita de El Quijote, siempre cerrada bajo cadena y candado, donde se encuentra a la izquierda un Quijote hecho a imagen y semejanza de Salvador Dalí y a la derecha un Sancho Panza inspirado en la voluminosa figura de Diego Rivera. Sigo por el camino que se abre a mi izquierda y paso frente al lugarcito donde un viejo alquila bicicletas a 25 pesos la media hora de pedaleo. Ese viejecito sabe más de Chávez y de la situación de Venezuela que muchos de mis coterráneos, siempre lleva gorra de pelotero y siempre se la quita para saludarme con un gesto que parece calcado de un caballero del siglo XIX. Sigo derecho por la Calzada del Rey y me cruzo con un pelotón de la Guardia Presidencial que, con sus uniformes deportivos negros, juegan al fútbol o trotan mientras se animan con esos cánticos que sólo los militares saben y pueden cantar a coro. Doy vuelta de nuevo a la izquierda y me interno por un bosque poblado de ardillas (enormes, de las que no sienten miedo sino que lo inspiran), con unos árboles generosos y gigantescos a los que provoca abrazarse del tronco y quedarse el resto de la mañana allí. Me llego hasta una fuente monumental la cual, después de decenas de visitas y con mucha imaginación, he decidido que está dedicada a David y Goliat. David está unos metros más adelante, es pequeño y tiene una honda con piedras, Goliat está de pie al fondo custodiando la fuente desde las alturas, un coloso soberbio que no imagina aún la que se le viene encima. Subo las escaleras y paso frente a un lugarcito cerrado donde puedes tomar un libro gratis y leerlo tumbado en sillas de extensión mientras escuchas música clásica. Continúo el paseo bordeando la cerca que delimita la colina donde se levanta el Castillo de Chapultepec, emprendo el regreso a casa, vuelvo a saludar a Sor Juana, miro a los estudiantes de batas blancas que recogen muestras del agua del lago, paso de nuevo frente al zoológico y me sobrecoge una vez más el olor a rinoceronte que habita allí.

Salgo del parque y decido caminar por Reforma, por una acera distinta a por donde me vine antes. Descubro, entre los barrotes, que hay un sector del parque especialmente hermoso al que nunca he visitado. Un grupo de ancianos, hombres y mujeres, juegan voleibol. Hay uno, debe rondar ya los 75, que es el terror de los mateadores. No salta, apenas se levanta con punta de pies, pero se saca el brazo desde la cintura, describe un arco de ensueño, golpea la pelota en su altura justa y dispara unos mates prodigiosos que no hay defensa en este mundo capaz de levantársela del suelo. Me les quedo viendo desde el otro lado de la reja largos minutos y entonces me imagino a mí mismo, desde el lado de adentro, jugando al voleibol y mirando la cara de tonto que tiene el asomado entre los barrotes, sufro un ataque súbito de vergüenza y retomo mi camino. Qué pena con esa gente. Pero cuando estoy a punto de cruzar por el paso de cebra, cuando el semáforo de peatones se pone en verde con su cuenta regresiva de exactamente 37 segundos (¿quién habrá calculado que para atravesar los 6 canales de Reforma uno tarda un promedio de 37 segundos?) doy vuelta sobre mis pasos y me encamino hacia la entrada de ese sector del parque donde nunca he estado. Miro la placa de la entrada que dice “Pabellón Coreano” y abajo en letras doradas una leyenda que reza algo de que es un regalo del pueblo coreano al mexicano como muestra de la hermandad que los une y otras cosas más que me dan una pereza enorme detenerme a leer. No avanzo ni diez pasos cuando un vigilante de unos 65 años, impecablemente uniformado, me llama: “Joven, disculpe, no puede entrar aquí” “¿Y por qué no?” “Porque este sector del parque está reservado para los visitantes de la tercera edad”.

Me acompaña hasta la entrada y respetuosamente me señala al letrero cuyas letras pequeñas confirman lo que me está diciendo: Reservado exclusivamente para las personas de la tercera edad.

-Ah, bueno, yo entonces vuelvo más tarde- le digo a manera de chiste.

-Y yo espero estar aquí dentro de 30 años para recibirlo y decirle entonces que sí puede pasar.


3 comentarios:

  1. Que bello mi V---, cuando tengas 70,cuantas cosas habrás escrito y tal vez estés celebrando un nobel de esa literatura, que nos alegra y hace tanto bien en el presente ....
    Felicitaciones futuro caballero de la tercera edad.

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  2. Qué lindo paseo me lo imaginé todito. En 30 años nos vemos en el parque koreano :)

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  3. Hermoso e impecable estilo narrativo. Disfruté mucho las imágenes, yo caminaba contigo sin saberlo tu, te acompañaba como si fuese tu sombra.
    Felicitaciones por tan bello relato.

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