Ese Festival de Cine Fantástico de Sitges estuvo
signado, valga la obviedad, por el género fantástico. No tanto por las
películas que allí se proyectaron, ni siquiera por la pandilla de locos que entrevistamos
en aquella ocasión, sino por esas cosas peculiarísimas y prácticamente
inenarrables que nos pasaron detrás de cámaras.
El punto de inflexión, donde la realidad se
desdobló y sin darnos cuenta comenzamos a deambular por un universo paralelo
con vista al mar, ocurrió durante una entrevista a Ian McKellen. Sir Ian
McKellen, el gran actor inglés, esa especie de dandy entrado en años que más
tarde sería Magneto en la saga de los X-Men y también, nada menos y nada más,
que Gandalf en la de El señor de los anillos. El asunto es que el gran Ian
McKellen, como búho que se antoja de un ratoncito blanco, le puso el ojo a Arturo,
el otro productor que me acompañaba en la cobertura del festival. Y sin muchas
vueltas, mientras le acomodaban el micrófono para iniciar la entrevista, le soltó
la propuesta: “¿A qué hora terminas de trabajar? Me gustaría que nos viéramos a
solas en mi habitación esta noche a las 9.30. Está en este mismo hotel, es la
513”. De manera que este escrito podría
haberse llamado: “Yo tengo un pana que se acostó con Magneto” o “Mi amigo el
que tuvo algo con Gandalf”; y sería una belleza y aquí se acabaría el post y
hacemos todos la ola y punto final.
Pero Arturo –vamos a decirlo en criollo
porque no hay otra- se cagó. Le dio miedo. Le flaquearon las piernas. Estuvo
todo el día dándole vueltas a la propuesta de McKellen pero al final decidió
que mejor no. Ni siquiera cuando a las 9.00 p.m. llamaron desde la recepción
para recordarle al Señor Arturo que tenía una cita en la 513 y que lo iban a estar
esperando. Se negó en redondo, dijo qué va, que ni de vaina se metía en ese
paquete, así que se inventó cualquier plan sacado de bajo la manga y se fue a
comer con unos amigos y luego a bailar en una discoteca de Sitges y dejó a Sir
Ian entendiendo en su suite. Justo allí, en esa noche de marcha, nos contaría
al día siguiente, conocería a Stefan en la pista de baile, un holandés que,
cómo negarlo, tenía pinta de galán de cine de los años 60. Tal como lo describió
Octavio, el camarógrafo, al conocerlo: “Bróder, imagínate la felicidad de Arturo,
es como si uno se encontrara a un clon de Scarlett Johansson y te parara bolas,
igualito pero en versión masculina”. Bueno, el punto es que se entendieron y
partir de ese instante Stefan, que hablaba el español castizo que le enseñaban
en su escuela de Barcelona, se integró a la producción como un miembro más del
equipo.
Dejamos en este punto a Arturo y a Stefan inmersos
en su affaire internacional y nos ocupamos ahora de Richita. El gran Richita,
de Guarenas, el asistente de cámara, que es el otro protagonista de esta
historia. Richita que desde el primer día de festival había encontrado una
forma de treparse por el balcón para saltar desde la terraza de su habitación
hasta la terraza contigua, la de la habitación asignada para los productores.
Cuando Richita quería buscar cigarros, cerveza, hacerse un sándwich, o
simplemente hablar pistoladas, se subía por un tubo, pasaba una pierna hasta el
otro lado, desafiaba al vacío de cuatro pisos a su espalda, tomaba impulso, daba
un brinco y caía como un gato en nuestra terraza, abría la puerta deslizante y
se metía dentro de la habitación: “Coño, papá, aquí hace hambre. ¿No tienen una
vainita ahí pa’ comé?”. Richita entonces nos hacía la visita, fumaba, bebía,
comía, dejaba todo hecho un reguero y se iba por donde había entrado. “Richita,
sal por la puerta, pana. Deja de estarte trepando por la terraza”. “No, el mío,
es que ando en piyama y me da pena con la jeva de la limpieza, además por aquí
es más fácil”. Dicho esto lo veíamos desaparecer tras la endeble estructura de
separación entre ambas terrazas.
Cierta noche, faltando ya poco para que
acabara el festival y tuviéramos que recoger todo para volver a casa, Arturo me
pidió un gran favor: “Vete con Octavio y Richita esta noche por ahí, coman en
uno de los restauranticos de la playa, dense una vuelta larga, beban hasta que
cierren los bares, lo que sea, pero por favor permitan que me quede a solas en
la habitación con Stefan”. Le dije que sí, por solidaridad, porque Arturo es buen
amigo, en fin, porque los enamorados tienen derecho a sus despedidas. Fui
entonces a buscar a Octavio y a Richita en la habitación de los camarógrafos pero
no los encontré. Para hacer tiempo mientras aparecían me senté en el bar del
lobby y me dispuse a tomar una copa, en caso de que llegaran me iban a pasar
por las narices y entonces los interceptaría y les explicaría el plan para
irnos por ahí los tres y dejar a Arturo en las suyas.
Me ubiqué en la barra, en un asiento con vista
a la entrada del hotel, me fijé en la bartender que estaba ligeramente guapa
con su uniforme blanquinegro, su corbata de lacito, su delantal abierto por detrás.
No estaba mal, no era mi estilo, pero tampoco estaba mal. “Quivasvoler” (o algo
así me preguntó con el tono de quien le ordena a un perro que se siente). “¿Cómo?”.
“Quequi vas abeber”. “¿Que qué voy a tomar?”. “Sí” (tono de: éste ya está irrecuperable
y eso que todavía ni ha bebido). “Una copa de vino tinto, por favor”. “¿Vinetinte?”
(cara de “pero qué trago es ése, primera vez en la vida que alguien me pide semejante
cosa en un bar”). “Sí, vino tinto, es decir el rojo, el otro que no es blanco…
ni rosado… sino más oscurito…” (me va arrugando la cara mientras hablo y yo
siento lo que se siente cuando uno sobrexplica una estupidez: 1. Está pensando que la considero idiota o 2.
Lo que estaba claro ahora está realmente confuso). Finalmente me pone la copa,
saca la botella de vino tinto, me llena hasta tres cuartos, se va. Me quedo
pensando que ojalá dentro de un rato entienda sin problemas el término “otra”.
Pasan dos copas de vino tinto, pasan cuatro,
pasan siete. Richita y Octavio nada que aparecen, ya todo el mundo se está
yendo a dormir, está muy entrada la madrugada y solamente quedo yo en ese bar.
Pido la octava y la bartender (joder, qué guapa es, creo que me he enamorado,
es que de verdad que nos saldrían unos cachorros preciosos) ya se sonríe -se
sonríe y todo, viejito, qué belleza- y
me dice que no, que mejor me pone media copita porque ya llevo casi dos
botellas y tengo la mirada vidriosa (es que se me metió una catalana entera
justo aquí en la córnea, mira de cerca para que me soples), pero que ésta va por
cortesía de la casa (guiñito de ojos, yo quiero que la hembrita nos salga con
esos ojos de su mamá), y yo pienso en Arturo, el coño de su madre, Arturo de
mierda con su holandés de mierda en mi habitación de mierda, que yo lo que
quiero es hacerle una invitación realmente indecente a esta catalana, mucho más
indecente que la de Ian McKellen, que ya ni siquiera podré contar que tengo un
pana que se enrolló con Gandalf… Y en eso irrumpe Richita y me grita desde el
otro extremo del bar: “¡Coño, papá, el coño de tu madre, eso no se hace!”.
Cambio de ángulo, hago foco, paso de la mirada plácida y mediterránea de mi
hermosa novia catalana a la de Richita inyectada por el odio. “¿Qué te pasa,
güevón?, ¿qué es lo que no se hace, de qué estás hablando tú?”. “Coño, que no
me avisaste, papá, tremenda ecsena la que acabo de ver”. “No entiendo nada,
Richita, nada de lo que me hablas… y se dice escena, la s viene antes de la c”.
“Bueno, como sea: el coño e’ tu madre, papá”.
No puedo escribir las cosas que me dijo
Richita –entre otras razones porque este blog lo lee mi señora madre, mi
querida esposa y otras respetables damas- sólo diré que hacía ya rato, muchas
copas de vino tinto atrás, que Octavio y él habían vuelto al hotel. No me
vieron ni yo a ellos (seguramente porque tenía la atención concentrada en
alguna parte de la anatomía de la bartender). Subieron a la habitación, vieron
el letrerito colgado en la manilla de nuestra puerta: “No molestar”, llamaron
por teléfono pero nadie respondió, se quedaron dormidos, Richita despertó con
hambre en medio de la madrugada, ni siquiera se puso pantalones, se fue en
interiores por su salida alterna personal y se trepó por la terraza, saltó
hasta la contigua, abrió la puerta de vidrio deslizante y entró a hurtadillas
en la habitación. Y entonces vio lo que vio. A Arturo haciendo algo con Stefan.
Eso mismo que a uno le hubiera gustado con Scarlett Johansson. Algo que Richita
reproducía en mímica como quien simula tragarse un palo de escoba. “Coño, papá,
perdón…” fue lo único que atinó a decir y volvió sobre sus pasos, literalmente,
caminando hacia atrás como Michael Jackson bailando Thriller.
La bartender y yo nos cagamos de risa. Nos
estuvimos riendo hasta que apagaron las luces y cerraron el bar. La anécdota me
costó una botella de vino menos. A la bartender no volví a verla porque libraba
los próximos dos días. Se acabó Sitges y volvimos a casa sin que Richita y
Arturo mencionaran nada del episodio ni se miraran las caras. Y sin que Richita
me dirigiera la palabra por meses, hasta el próximo viaje, cuando por fin me
perdonó pero sin mencionar nunca más la famosa “ecsena”.
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