Juego de niños (Charles Burns)
El videoclub que alguna vez estuvo ubicado en
el centro comercial Los Pinos de La Boyera sigue siendo uno de los lugares más
extraños y significativos de los que haya pisado en la vida. En apariencia era
idéntico a una papelería, quizás a una farmacia, lo que pasa es que sus
estantes rebosaban de otro tipo de “útiles” y definitivamente otro tipo de drogas.
Como papá y yo éramos adeptos a la ciencia
ficción acostumbrábamos preguntarle al joven que allí atendía qué novedades
tenía del género, y el tipo sin prejuicios ni censura de ningún tipo nos
recomendaba cada cosa que nos dejaba el cerebro mirando hacia atrás. A veces el
viejo miraba la película antes y tomaba la decisión de si yo estaba en edad
para enfrentar semejante baño de inmersión en la locura; pero otras veces no le
daba tiempo de someter a su filtro a la ciencia ficción y yo me hundía por
propia cuenta en esas dos horas de extrañeza encerradas en una cinta de VHS.
Cierto día, tendría yo unos 14 años, la
recomendación del peliculista –pedazo
de loco adorable- fue Videodrome del gran David Cronenberg. Y tuve la suerte
(¿la mala suerte? Aún no lo sé) de que papá estaba demasiado ocupado en unas
reuniones en la universidad esa tarde, mamá había salido con las muchachas y yo estaba solo en casa con el VHS a mi entera
disposición. Metí el cassette de Videodrome en el reproductor, pulsé Play, me
eché en el sofá.
Yo no sé si lo que vi me gustó. Les juro que
hoy día todavía no lo sé. Lo que sé es que ese día me sometí a uno de los
golpes de timón más brutales e involuntarios de mi vida. ¿Qué era aquello que
estaba viendo/padeciendo?, ¿era eso ciencia ficción?, la verdad no se parecía a ninguna película de
ciencia ficción que hubiera visto jamás. Era una cosa extraña, perturbadora,
fascinante, redomadamente loca. Cuando llegó mi viejo del trabajo yo ya había
acabado de inmolarme con Videodrome y todavía estaba sudando y tratando de
metabolizar lo que había presenciado. El viejo miró la cinta sobre la mesita de
la sala y me preguntó si la había visto. “Comencé a verla pero no me gustó, es
muy rara y no te va a gustar”. Le mentí –es decir, le dije la verdad-, lo hice
para salvarme de un justo regaño. Lo hice sobre todo por solidaridad con el
muchacho del videoclub, porque papá con ese carácter que tenía lo iba a ir a
buscar para ahorcarlo.
Retratos de Charles Burns.
En fin, pasaron los años pero yo ya había
tomado una decisión inamovible que no ha flaqueado hasta el sol de hoy:
Cronenberg era y sería siempre de mis cineastas preferidos. Y cuando tuve la
oportunidad de entrevistarlo en 1999 durante el festival de Berlín, donde
presentaba su película Existenz, tuve ganas de abrazar a ese loco, de darle las
gracias, de pedirle una foto para ponerla en mi mesa de noche. No me atreví. A
nada. Por cobarde. Por pensarlo incorrecto de mi parte. Sobre todo por culpa de
mi timidez crónica. Procedí simple y respetuosamente a sentarme frente a él con
mis preguntas previamente escritas y enumeradas en mi libreta. Y me entregué a
diez de los minutos más atesorados de mi existencia.
“Cuando mezclas carne, tecnología, cirugías,
obsesiones y mutaciones… pues allí tienes una película de las mías”, dijo David
Cronenberg en esa ocasión. Así con su pinta de lord inglés, su traje gris, su
corbata negra, sus antejos cuadrados de montura metálica y su cabeza correctísimamente
peinada en cada pelo platinado. ¿Cómo era posible que semejante caballero
canadiense fuera el autor de esas puñaladas inclementes hechas película? Como
si el autor no correspondiera ni remotamente con la naturaleza de su obra.
Fue también por aquellos tiempos que me
obsesioné, por razones similares a las que me vinculaban con Cronenberg, con un autor de cómics norteamericano: Charles
Burns. Otro que, ahora desde el reducto de la narración gráfica, estaba metido
en eso de indagar en los misterios de la carne. Porque las historias (historietas)
de Burns son también un monumento a la belleza
horripilante, o quizá, mejor dicho, una horripilancia desbordante de
hermosura. De nuevo el coctel de mutaciones, tecnología, intervenciones del
cuerpo y obsesiones se materializaba y había otro remedio que dejarse seducir por
los estados alterados (los de la obra en sí y los que se producían también
desde este lado de la pantalla o el libro).
Familia del futuro (Charles Burns)
A veces es inevitable pensar que el futuro ya
llegó hace rato, que llegó como no lo esperábamos, pero el futuro ya llegó
(como decían Patricio Rey y sus Redonditos de Ricotta). Y la mayoría de las
veces es aún más inevitable concluir que el futuro que nos tocó llegó de una
vez en forma de distopía apocalíptica (sin pasar por apogeos ni era dorada de
por medio) o que más bien se trata del arribo de un hermanito tarado del que
pensábamos nos llegaría. Entonces el arte más que nunca, parafraseando a Ferreira
Gullar, existe porque la vida no es suficiente.
Y uno vuelve a Cronenberg y a Burns buscando
el entusiasmo perdido, uno se atrinchera en esa promesa de futuro tan terrible
y tan entrañable a la vez. Porque Burns y Cronenberg siguen viajando a
contrapelo, hacen exactamente lo contrario a lo que la vida parece empeñarse en
entregarnos. Mientras el mundo compulsivamente se disfraza de belleza para
maquillar su estupidez, su frivolidad, su crueldad, su horripilancia manirrota,
Cronenberg y Burns utilizan lo horrible como una epidermis que recubre la
hermosura intrínseca de sus obras. La belleza emana desde dentro y se cuela por
las fisuras de la fachada.
Regreso una vez más, ahora en los cuarenta, a
esta galería de Burns de monstruos, mutantes, la carne en su estado alterado,
la reflexión sobre el cuerpo, el futuro que no fue, y entonces descubro de
nuevo la fascinación, la salvación. El arte que ofrece lo que la vida no puede.
La balsa continúa flotando en alta mar, esperando a que nos decidamos subirnos
a ella. El niño de 14 años que acaba de ver Videodrome sonríe de nuevo dentro
de mí. Sigue allí. Al final no he(mos) cambiado tanto. “Larga vida a la nueva
carne” me escucho susurrar otra vez.
Autorretrato del autor en su estudio (Charles Burns)
3 comentarios:
Buenos recuerdos. Excelentes obras. Saludos.
Soy ignorante total en estos temas, pero reconozco que Urriola es un especialista,por lo que agradezco estas clases magistrales en sus "Rostros de viento", C. Casano
Gracias mil Roger y C. Casano por leer y comentar. Honradísimo. Un abrazo.
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