Anoche, en uno de los juegos más agobiantes y
desgastantes que tenga memoria, la Vinotinto venció a Colombia 1 a 0. Fue un
juego crucial que nos deja con vida, atesorando todavía ese sueño de ir a un
Mundial por primera vez. Era importante ganar en casa, pero sobre todo era
crucial ganarle a Colombia, la selección que en este momento, me parece, es la
que mejor juega al fútbol en estas eliminatorias sudamericanas. Es más, estoy
convencido de que esta Colombia es la mejor selección colombiana que haya visto
en la vida, mejor aún que aquella de Valderrama, Leonel Álvarez, Faustino
Asprilla, Freddy Rincón, “El tren” Valencia y compañía. Porque estos
colombianos de hoy tienen el mismo talento y la misma gracia para hacer del
fútbol un arte; pero al mismo tiempo tienen algo que la hace aún más grande:
algo que se me ocurre se parece un montón a la sobriedad, a la humildad, al respeto
por el contrario sin necesidad de traicionar el propio estilo. Ganarle a esa
Colombia de hoy día es toda una proeza, porque estamos hablando de una
selección que perfectamente, y si despeinarse mucho, le puede dar un baile a
las más grandes del mundo. Así que hay que aprender a asimilar la victoria con
dignidad, con sabiduría y con grandísima humildad.
Sin embargo, a las cosas por su nombre, la
victoria de ayer –a pesar de la euforia y a pesar del derecho irrenunciable al
disfrute por los logros alcanzados– me deja un gusto extraño en la boca.
Jugamos de manera muy irregular, con muchos altibajos, fuimos una vez más esa
montaña rusa de ascensos insospechados y caídas vertiginosas que nos
caracteriza. Pasamos en nanosegundos de lo sublime a lo patético y de lo
bochornoso a lo mágico, de ida y vuelta mil veces. Quizás esa vorágine de sensaciones
encontradas, esa bipolaridad que se alterna e incluso convive hasta el
paroxismo en una misma jugada, sea típica del fútbol, pero cuando juega nuestra
selección se siente aún más extrema; se padece intensamente en cada pico y cada
valle, y al final –aunque se haya ganado– uno queda literalmente vapuleado como
si hubiera jugado de verdad esos 90 minutos de locura concentrada.
Hay algunas características del juego de la
Vinotinto que se me antojan extrapolables a varios ámbitos de la cotidianidad
del venezolano.
Panita, dale pa’lante
que ya luego vemos cómo lo resolvemos. La Vinotinto juega con desespero. Se
encuentra maniatada contra las cuerdas, le están dando un paseo, o como comentaba
ayer Leo Felipe Campos durante el partido en su cuenta Twitter: “Creo que nos
están haciendo el amor por los costados”, una belleza que se traduce en criollo
en un “Marico, nos están cogiendo cada vez que nos atacan por las laterales”; entonces,
cuando las cosas se nos ponen así, no hacemos (no hacen los jugadores de la
Vinotinto, pero es que cuando ellos juegan jugamos todos) otra cosa que
desordenarnos, recuperar la pelota de las maneras menos ortodoxas y más
estresantes que se conozcan en el fútbol: rechazarla con malos cabezazos hacia
cualquier parte, con la barbilla, con la nuca, con el bajo vientre, con las
nalgas, la parte posterior de los muslos, como sea. Y luego, cuando finalmente
la tenemos en los pies, acudimos al impepinable balonazo hacia arriba, a donde
salga, saltándose olímpicamente el medio campo, como apostando a un mal rechace
de la defensa rival o condenando a los pobres delanteros, allá arriba –como
náufragos en una isla cercana al área contraria; solitarios, huérfanos de toda
compañía o apoyo– para que se las arreglen como mejor puedan. Allá ustedes, ya
yo te la pasé. Y obviamente esa “estrategia” (que se parece tanto a la
improvisación y a la antiestrategia) suele fracasar rotundamente porque el
delantero la recibe de espaldas a la arquería, tiene que maniobrar sobre una
baldosa para darse vuelta, llevarse a punta de amagues o a pura fuerza bruta a
unos defensas que son como tigres bien amaestrados, unos prodigios que juegan
en los mejores equipos del mundo y que están acostumbradísimos a desarmar a los
mejores atacantes del planeta. Pero, he aquí la fortuna (dudo en decir “la
tragedia”) que a veces, sólo a veces, el balonazo disparado desde la defensa hacia
adelante corre con suerte. Porque esas cosas pasan cuando tienes a un mago como
Arango que le lanza una pelota de 40 metros a un delantero como Salomón Rondón.
Entonces irrumpe lo inesperado, ese 10% de posibilidades de éxito por fin se
presenta, Rondón (un delantero único, un coloso de esos que sólo puede ser
comparado con otro titán del fútbol moderno como es el marfileño Didier Drogba)
se escapa y se echa encima a tres defensas que a punta de astucia y fuerza
maciza va dejando regados por el terreno, se interna en el área y se saca un
disparo insólito desde la más incómoda de las posiciones: golazo. El arquero no
puede hacer nada, por la contundencia del disparo, pero también porque no se
espera nunca que alguien le vaya a chutar directo a puerta y con esa precisión
desde ese punto donde todas las convenciones del fútbol y las leyes de la
física aconsejan no intentarlo.
La (anti)estrategia del balonazo que culmina
en gol es una analogía del popular dicho criollo: “en el camino se enderezan
las cargas”. Como diciendo: “tú lánzate, invéntate una, ya a la hora de la
chiquita se resolverá”. Y cuando estás celebrando el gol es inevitable pensar –aunque
nunca se diga a viva voz– “Qué bolas, yo no sé cómo hicimos pero la vaina
funcionó”.
Es que nosotros
somos buenos, sobre todo, especulando. Llega entonces el gol de la ventaja y
entonces sobreviene una de las máximas del fútbol: hay que saber jugar con el
marcador en contra pero sobre todo hay que saber jugar cuando se está ganando.
Y es justo aquí, cuando vamos arriba –y cuando con mayor propiedad nos deberíamos
ver obligados a administrar con sabiduría, dignidad y buenas artes esa ventaja–
cuando los venezolanos más solemos perder las perspectivas. Aquello que
veníamos haciendo bien lo dejamos de hacer y nos empeñamos –muy en contra de
nuestra voluntad, pero así sale– en hacer lo malo doblemente peor. Nos pasa algo
idéntico a cuando nos asumimos en analistas políticos o como cuando ponemos a
jugar al Sherlock Holmes que todos llevamos por dentro, eso mismo que ocurre cuando
le damos rienda suelta al temible fabricador de teorías de la conspiración que
nos habita: nos entregamos libérrimamente a la especulación. Comenzamos a
especular con el resultado. Dejamos a un lado al estilo, abandonamos lo que
sabemos hacer, nos olvidamos de armar jugadas para buscar el arco contrario, no
hacemos tres pases seguidos, somos todo nerviosismo, volvemos a ser la
Vinotinto de las goleadas escandalosas de los años 70 y 80. Como si de pronto
todos esos futbolistas profesionales criollos que juegan de titulares en las
mejores ligas del mundo se convirtieran en miembros de un equipo colegial de la
Infantil B. Un desorden, un desmadre, una caimanera, un desnalgue. Vamos apenas
por el minuto 20 y estamos locos porque piten el final del primer tiempo. Y una
vez más: “ya se verá en el descanso cómo nos reacomodamos, qué vamos a hacer en
la segunda parte, ahora mismo no tenemos idea y nos están dando un baile que no
sabemos si lanzarnos a llorar o vomitar”. La suerte esta vez –vaya milagro afortunado,
qué accidente sublime– decide ponerse de nuestro lado y nos permite llegar a
los vestuarios a vomitar en privado. Como Dios y las normas de la dignidad mandan.
Y a veces nos
acordamos del Barça. El partido se reinicia y todos –fuera y dentro de la cancha– estamos
rezando para que las cosas no sigan como venían. Que el fantasma omnipresente
del “esperole” nos dé un respiro y se vaya a rondar a otra parte. Entonces
sobreviene la magia. La Vinotinto se acuerda de que a veces también somos un
poco como el Barcelona del tiqui-taca, de la pausa, de la inteligencia que en
el fútbol se traduce en generosidad, que la podemos tocar de primera, que
sabemos hacer pases precisos al hombre mejor ubicado y libre de marca, que somos
capaces de aplicar con los pies y las cabezas aquella teoría de Cassius Clay de
“volar como mariposas y picar como avispas”. Sí, en esos momentos nos parecemos
más a la Colombia que teníamos enfrente y la convertimos ahora a ella en la
Infantil B. Se arma la orquesta, nuestro fútbol es por fin una sinfonía. Tocan
Arango, Rincón, el “Maestrico” González, el otro González que se proyecta por
las bandas y lanza unos centros de ensueño, la toca también Lucena, Cichero se
acuerda de que cuando juega para crear más que para destruir o morder es uno de
los mejores en su posición, la tocan ahora en las inmediaciones del área Rondón
y Fedor y todo ese revoloteo de mariposas se traduce de pronto en aguijonazos
mortales. Y uno se pregunta –me imagino que ellos también allí sobre el césped se
lo cuestionan– por qué demonios no juegan así siempre. Por qué esa pésima
costumbre de olvidarnos de nosotros mismos y acordarnos de lo que somos capaces
sólo a veces, en destellos. Por qué tiene que ser que esporádicamente, como por
relámpagos de lucidez, nos acordamos de todo lo sublimes que podemos llegar a
ser.
Qué sé yo. A lo mejor precisamente es ese
nuestro estilo. Algo que necesariamente tiene que atravesar por etapas de poca
gracia y mucho antiestilo, necesitamos del autosaboteo para poder
reencontrarnos. Porque cómo se goza ganando, claro, pero en la Vinotinto –enorme
metáfora de lo que somos y de lo que podemos ser– el gozo está signado por el
sufrimiento. Se sufre ganando y se gana sufriendo.
Creo que en mi cuenta personal la selección
venezolana me debe unos 5 años de vida. Si la providencia me tenía programado
que viviera hasta los 80 llegaré sólo a los 75. Qué belleza, al final me siento
profundamente afortunado de haber contribuido con ese aporte para la causa que
hoy me tiene tan contento. Con esta sonrisa de niño feliz bajo la que subyace
un cariñoso “el coño de sus madres, pero gracias”.
y...afortunados, nosotros tus lectores, con la euforia y el sufrimiento del escritor del juego: Vinotinto-Colombia
ResponderBorrarDeberías pensar seriamente convertirte en articulista deportivo José, que belleza de texto. Toda una obra de arte. Comparto infinitamente tus apreciaciones sobre nuestra "Vinotinto", también deseo que sigan creciendo, que lleguen a ser muy grandes. Ojalá ellos puedan leer estas acertadas apreciaciones sobre el juego.
ResponderBorrarUn abrazo.
Por cierto, a mi me parece que en el segundo tiempo caímos en una especie de limbo donde el juego se convirtió en una verdadera caimanera de balonazos que no iban hacia ningún lado o caían a
Afortunados sí,gracias Señor escritor por colgar esta belleza de texto, que nos describe, gracias.
ResponderBorrarSaludos
Afortunados sí, gracias por colgar esta belleza de texto que nos describe de forma inmejorable, gracias.
ResponderBorrarSaludos
Existieron muchas oportunidades de Gol pero que bien que haya ganado la Vinotinto. Saludos
ResponderBorrarBueno... vaya reportaje nos has regalado... a ver, si además, me nombras al Barça de mis amores, que soy culé woman declarada, cuando ganó el otro día en la champions, en Inglaterra, al día siguiente, subí un post tremendo, de hincha loca, lo tuve 24 horas, porque es que no pega nada, con lo tengo o lo que escribo, así que nada, me alegra que la Vinotinto te hiciera al final feliz.
ResponderBorrarUn beso
Mi comentario a este texto ya lo había escrito en la siguiente dirección de mi blog LA BRAGA AZUL:
ResponderBorrarhttp://labragaazul.blogspot.com
en un artículo que se llama LA VINOTINTO.
Es una posible respuesta al "problema".
Me encanta Usted... Lo que escribe, luego.... Usted.... GRACIAS.
ResponderBorrarTonssss??? Señor, no sale lo que le quiero decir, pero GRACIAS !
ResponderBorrarAerolitoredondo: los comentarios han sido recibidos con orgullo, sonrisa y sonrojo. Mil gracias.
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