No
tenemos radio y está prohibido salir de la marina sin radio, dijo el Cromañón.
¿Y entonces cómo coño nos vamos a ir de Playa Grande a Camurí en esta
lanchita?, dijo Guachi. No importa, lo que importa es que tenemos dos
salvavidas, nos tranquilizó el Cromañón. Pana, pero somos tres, dije yo
contando con los dedos y mirando los salvavidas que realmente, de servir,
servía uno nada más. Tranquilo que ahí nos la arreglamos. Ah, bueno, plomo
entonces, prende el motor y vámonos.
Y
nos fuimos y el mar estaba picado esa tarde y eran como las cinco y se nos
venía la noche encima. Pero ahí íbamos los tres, salpicados por el agua salada
que nos rociaba como un aspersor. Saltando en cada estrellada contra la panza
de las olas. Sintiendo que el estómago se nos desplazaba medio metro hacia
arriba en cada brinco. Y ese frío tan raro que pega en el bajo vientre cuando
retas a la gravedad. Pero ya estábamos en alta mar, a la ridícula velocidad de
20 KPH que en nudos quién sabe cuánto es, seguro que algo aún más ridículo que
no vas a querer saber.
¿Y
cómo a cuánto nos queda Camurí?
Pues
como a una hora, más o menos, no sé,
digo yo.
El
sol comienza a caer allá al fondo y algo salta sobre el agua, un pez vela o uno
aguja. A esas horas y cuando uno le tiene
tantísimo respeto al mar (respeto le llama uno por cobarde al miedo) todos son
tiburones blancos. Vamos apenas por el puerto de La Guaira y los cargueros se
nos vienen encima, son como dinosaurios marinos, como Moby Dicks de metal
oxidado por el salitre, suenan sus sirenas como diciéndonos “apártense,
insectos”. El Cromañón apura la marcha pero la velocidad punta de la lancha se
empeña en ser aún más ridícula. Guachi disimula, el mentón clavado en el pecho,
se está explotando un grano enorme como un huevo frito ahí cerca del ombligo.
Yo trato de mirar hacia otro lado y de agarrarme bien pero al tensar los
músculos noto que estoy temblando y ojalá el resto de la tripulación no lo haya
notado ya.
Esquivamos
el primer buque de carga, luego otro más y luego un tercero que parece un barco
petrolero, nadie sabe cómo esa vaina flota, debe tener de punta a proa la
distancia de El Marqués a Montalbán, y como soy mal nadador lo que estoy
calculando es la distancia que nos separa de la costa, la costa que está allá a
lo lejos, creo que acabo de ver pasar un carro, un VW escarabajo blanco, aunque
puede ser un camión, si es un camión entonces estamos realmente demasiado lejos
y no voy a llegar ni de vaina. Ni flotando. Me jodí. Ni nadando perrito.
¿Cuánto
falta Cromañón? Como media hora. ¿Media hora?, pero si tenemos una hora ya en
esta vaina. Yo creo que Camurí es ya la próxima playa. No, no es, falta un
pelo. ¿Guachi tú reconoces qué playa es ésa? No, ni idea.
Somos
la única embarcación en decenas de kilómetros a la redonda. Y yo no he escrito
un libro, no he tenido hijos, la Nena me cortó hace una semana, sembré un árbol
con la ayuda de papá pero resultó un aguacate macho. Vaya mierda todo.
Panas,
les tengo una mala noticia, se nos está acabando la gasolina. Bueno, menos mal
que no hay perros en el mar porque de haberlos seguro nos mean.
Y en
eso reconocemos los edificios de Camurí. Creemos que son los edificios de
Camurí. Queremos creerlo. Necesitamos creerlo. Sí, son. Además hay alguien con
una toalla blanca que nos hace señales desde la playa.
Marico,
ése es tu papá, Guachi.
Llegamos
hasta el muelle, amarramos la lancha. Vamos a dejarla aquí, yo luego le pido a
mi viejo que mande a alguien a buscarla para llevarla a Playa Grande. No te van
a prestar la lancha nunca más en tu vida, güevón. Sí, ya sé. El papá de Guachi
viene corriendo hacia nosotros sin soltar la toalla blanca, es como una versión
de Centella pero sin lentes y con calva. Guachi se apura en interceptarlo antes
de que sus gritos nos alcancen. Nos quedamos el Cromañón y yo viendo la escena
a la distancia, como un teatrino con unos títeres muy raros. El papá de Guachi
gesticula, amenaza con emprenderla a toallazos contra su hijo. Guachi recibe el
regaño sin dejar de tocarse ni mirarse el grano explotado en la barriga.
Recogemos
todo con prisa y en silencio. El papá de Guachi nos quiere matar, la mamá ni
nos mira, la hermanita tampoco. Nos subimos a la camioneta y nos embutimos los
tres -más la hermanita de Guachi- en el asiento de atrás. Esta gente no me va a
volver a invitar a la playa en su vida, pienso, mientras el papá de Guachi
comienza a regañarnos de una manera muy elegante, tan elegante que no estamos
entendiendo ni la mitad. Dice algo de “uno punto dos kilómetros de playa y no,
hay que salir a matarse y a retar al destino por el affaire lancha”. Y luego
agrega otra vez: “coño, el affaire lancha”. La mamá de Guachi, desde el asiento
del copiloto, le da golpecitos en la pierna, cálmate ya, Alberto, que te va a
dar algo y no digas esas cosas frente a la niña; pero el señor insiste en “coño
de su madre, estos carajitos y el affaire lancha”.
Me
dejan en casa, saco mi bolso de la maleta, doy las gracias pero nadie me
responde, ya esa camioneta va por el fondo de la calle.
Entro
a casa. Mamá está haciendo arepas: cómo te quemaste, seguro que no te pusiste
el bloqueador. Papá me mira con sospecha: ¿cómo te fue, chamo? Bien, ahí,
normal.
No
llego ni al cuarto. Paso derecho a la biblioteca. Ubico entre las repisas al Pequeño
Larousse Ilustrado y busco qué coño será eso de “affaire”.
"El affaire lancha" nos devolvió al escritor a su diccionario.
ResponderBorrarSiempre con tu constante curiosidad por las palabras y sus significados.
¿Affaire lingúistico?