Ayer
vimos The Rover (2014), una demoledora película australiana de David Michôd, el
mismo director de Animal Kingdom (2010). La película comienza con unas letras
blancas sobre fondo negro que simplemente anuncian: “Australia, 10 años después
del colapso”. Y esa es toda la explicación que vamos a tener, a partir de ese
instante a nadar y a tratar de convertir cualquier objeto flotante en balsa
porque es la única manera de sobrevivir al naufragio en el que nos hemos metido
de cabeza.
Un
personaje con el que compartí (hoy pienso que más de la cuenta) durante un
tiempo, repetía hasta la obstinación una estupidez que había escuchado y que le
parecía muy brillante: Los extraterrestres llegan a Nueva York, a Londres, a
París, a Tokio, pero jamás aterrizarán en Caracas. Es decir, bajo esa premisa
tan poco feliz, el colapso de la sociedad abordado desde la ficción sólo podría
ocurrir en una gran ciudad. En dos platos: somos pequeños los de la periferia
hasta para inventarnos las fantasías.
Pero
de pronto irrumpe algún osado al que se le ocurre decir: yo voy a hablar de qué
pasaría si la nave espacial se posara –nadie sabe por qué- sobre una ciudad
sudafricana (District 9 de Neill Blomkamp). O yo voy a contar la historia de
los días posteriores al cataclismo pero desde la perspectiva de un papá con su
hijo que están deambulando sin rumbo por una carretera perdida en el más
absoluto medio de la nada (The Road de Cormac McCarthy). O la de estos
australianos –primero los de Mad Max y
ahora los de The Rover- que asumen la distopía pero muchísimo más allá de
las zonas de confort de Sidney, Melbourne o Canberra; esto es en la carretera,
en medio del desierto, en un punto recóndito del mapa que ni vale la pena
mencionar porque igual no te serviría de nada: esto es el fin del mundo en el
fin del mundo. Y allí la reflexión se hace especialmente aguda, terriblemente
vertiginosa, quizás aún más dolorosa, porque este es el fin del mundo de los
lugares (y sus gentes) de los que ni siquiera nos acordábamos cuando aún había
mundo.
El
fin del mundo en el fin del mundo es un lugar (en lo físico y en lo metafórico)
especialmente extraño. No hay asideros, nada se parece ya a lo que debería ser,
no hay explicación que valga y tampoco hay que pedirlas/darlas. En el mundo
postapocalíptico de The Rover no quedan casi mujeres, las cosas tienen un
precio exorbitante y en dólares americanos aunque la moneda sea un papel que no
sirve de absolutamente nada, hace mucho calor y todos los hombres andan en
camiseta, bermudas y chancletas (con eso basta para enfundar las armas), la gente habla poco y cuando hablan no dicen
nada rescatable, hay todavía militares que intentan poner orden en un caos tal
que ya la palabra orden ha perdido más que nunca todo su sentido. Ya lo decían
Sartre y Camus: no sabemos lidiar con el absurdo, aunque la existencia es
radicalmente absurda; imaginen cuán absurda será cuando la existencia sea entonces
la nada.
El
protagonista de The Rover, interpretado por Guy Pearce (el mismo de Memento), tiene una única razón y un único asidero para darle sentido a su
existencia; pero eso se halla en su auto y se lo han robado unos bandidos. Está dispuesto a todo, desesperadamente, para
dar con ese carro. “Debe ser algo que amas demasiado” le dice en un parlamento
una de las únicas dos mujeres que aparecen en la película mientras él le apunta
a la cabeza con un arma. Hay que nadar, balsear, sobrevivir al mundo-naufragio y transitar la
carretera estéril junto con él para saber qué diablos es eso que se llevaron en
su auto. No seré yo quien les arruine el apocalipsis, vean The Rover y
sométanse a la experiencia en carne propia.
Al final sólo queda una única pregunta,
una muy absurda pero a la vez la única provista de sentido cuando ya se ha
perdido todo: ¿Y a ti, al final, qué te mantendría siendo humano?
El amor a la vida y la esperanza y fe, de encontrar ese" carro" con algo de bienestar.
ResponderBorrar