Antes que nada quiero agradecer a mis editores de Libros del Fuego por apostar una vez más por mí, por permitirme este espacio en la que considero mi casa, para ofrecer esta segunda entrega de una trilogía que hemos llamado “El universo de Santiago”. Gracias por la confianza, el respeto, el compromiso, el afecto. Quiero agradecer profundamente también a Violeta Rojo y Alberto Barrera Tyszka (a quienes admiro tanto y considero mis amigos y maestros) por acompañarme en esta presentación, cosa que me honra enormemente. Quiero agradecer muy especialmente a mis lectores que adoptaron a Santiago, el personaje de “Santiago se va”, y me hicieron sentir que lo que ofrecía tenía algún sentido, significaba algo para alguien, que valía la pena intentarlo una vez más (y esto se conecta estrechamente con el final de estas líneas, pero aún no nos adelantemos). Muy especialmente agradezco a mi familia por su apoyo y empuje. También a las lectoras que revisaron el manuscrito antes de enviarlo a la editorial: Diana Medina, Vanessa Rodríguez y Claudia Mauro. Y para cerrar, va todo mi agradecimiento a mi Claire y Aitana, que respetaron tantas horas de presencia ausente, de estar ahí como un fantasma perdido dentro de mí mismo, durante meses de escritura, reescritura, obsesión, ganas de hacer, de terminar, de borrarlo todo, de abandonar, todo eso a la vez.
Gracias a ustedes por conectarse hoy aquí en medio de estos días extraños y acompañarme en este evento de felice recordación, como dirían el El Quijote. Dicho esto, prometo ser breve y conciso para contarles un poco sobre “Fisuras” y luego dejarla que sea ella sola quien se encargue de contarse a sí misma.
Resulta más fácil hablar de “Fisuras” si hablamos de su novela hermana “Santiago se va”. Resulta más fácil hablar de Pablo Iribarren, el hermano menor que se quedó, si rescatamos algunas nociones de Santiago, el hermano que se fue. En “Santiago se va” conocemos a Santiago a través de las voces de las mujeres de su vida, los grandes amores de su vida. Esas mujeres son entrevistadas por su mejor amigo apenas Santiago desaparece. Luego serán entrevistadas diez años más tarde con las mismas preguntas. Y con todas esas memorias recogidas en los diez años de ausencia, Santiago hará algo: construirá la obra de su vida.
Pero en "Santiago se va” hay alguien incluso más ausente que Santiago. Alguien que ni siquiera es nombrado en esa novela. Cuya existencia incluso ignorábamos. El gran ausente de “Santiago se va” es su hermano menor Pablo. De Pablo Iribarren sí es verdad que no sabíamos nada. Entonces en “Fisuras” aparece Pablo y cuando lo conocemos está triste, dolido, cargado de rencor. Le reclama a su hermano en su primera carta que ni siquiera le confió la labor de entrevistar a las mujeres de su vida durante esos diez años de ausencia. Le reclama que haya escogido a otro, a un amigo, para tal misión. Pablo, a pesar de ser una de las pocas personas que sabe el lugar exacto donde se halla Santiago –porque antes de desaparecer le dejó un mapa de Islandia con la dirección exacta de su paradero– se siente excluido, expulsado de la vida de Santiago; pero se le ocurre una manera de traerlo, de acercarlo sin necesidad de moverlo de sitio. Se le ocurre mandarle cartas acompañadas cada una de una memoria USB donde va una maqueta musical. Pablo, cuyo oficio es el de músico, ha decidido hacer un disco a la distancia con su hermano. Pablo le mandará las maquetas, le corresponderá entonces a Santiago terminar los temas. Pablo manda el esqueleto, Santiago que le ponga la carne y las vísceras.
“Fisuras” es una novela epistolar. Lo que pasa es que las cartas las escribe un solo emisor. Por lo tanto son más bien como mensajes en la botella, una cosa que se lanza al océano, que se arroja al vacío con la esperanza de que halle por accidente sublime a su destinatario. Un conjunto de cartas que no son respondidas acaban conformando un monólogo, un diálogo con el vacío que al no encontrar interlocutor se devuelve como un eco. A Pablo le pasa como nos pasa a todos, hablamos en voz alta para ver si nos entendemos mejor a nosotros mismos. A ver si por fin nos organizamos y nos ponemos de acuerdo con nosotros mismos.
En “Santiago se va” comencé escribiendo un personaje que tenía mucho de mí mismo y al final acabó siendo como un primo lejano. Alguien con quien fuiste muy cercano en una época remota de la vida pero hoy cada quien va por su lado, le tienes cariño por lo que fue y significó, pero realmente no sabes si aún lo conoces. ¿Quedará algo en nosotros de la gente que alguna vez fuimos? No lo sé. Tampoco me importa mucho. Porque Santiago va solo, por su cuenta, ése se las sabe arreglar por su lado.
En “Fisuras” me pasó con Pablo todo lo contrario, o tal vez lo que pasó fue que hice el mismo recorrido y por el mismo trayecto pero ahora al revés. Pablo era en un inicio un perfecto extraño, un tipo allá fuera que no tenía nada que ver conmigo y que se iría armando pedazo a pedazo según fuera fluyendo la historia. Quise hacer un ejercicio de libertad similar al de Paul Klee cuando pintaba sus cuadros. Se dice que Klee ponía el lienzo de cabeza sobre el caballete y el boceto lo hacía así, invertido. Si quería pintar su famoso Angelus Novus, por ejemplo, el mismo que adquirió e inspiró a Walter Benjamin, lo que bocetaba Klee, así de cabeza, parecía más una araña patas arriba o una flor carnívora con las fauces abiertas. Si quería hacer una flor, el boceto invertido se parecía más a un tubérculo o a un proyectil en proceso de despegue. Klee era lúdico a la hora de hacer el boceto, era libre a la hora de trazar los contornos; pero una vez culminaba el boceto ponía al derecho el lienzo sobre el caballete y a la hora de poner el color ahí sí era absolutamente rígido, estructurado, consciente, meticuloso. Yo de Pablo solamente sabía el inicio, luego que le pasaba algo crucial en un punto y que eso lo llevaría a un desenlace. Estaba esbozado el itinerario, pero ya veríamos cómo hacía para partir del punto A, pasar en algún momento por el B hasta llegar a destino en el C. Yo iba a lanzar libremente los pedazos de Pablo sobre una mesa y luego iba a ver cómo empatar los retazos, cómo se cosía aquello que tenía patas y cabeza, pero de resto también tenía trozos que eran de hipopótamo, de autómata, de cohete, de reloj echado a perder y de pulpo. Entonces a la hora de coser, a la hora de darle estructura y confeccionarlo de la manera más meticulosa posible, se me fue haciendo cercano Pablo. Se me fue haciendo importante. Como el perfecto extraño que un día descubres que es tu amigo, que te importa ese loco y te hace falta un montón. Y que no lo puedes descuidar. Hay que estar pendiente de ese pana, llamarlo, hacerle saber que uno está ahí. Es el amigo que nunca te va a llamar pero que agradece mucho cuando apareces para decirle: “te he tenido muy presente, ¿tú estás bien?”. Y siempre tiene una historia delirante para contarte y te la pasas mundial con él.
Se me ocurre que este momento es oportuno para mencionarles el porqué Pablo es músico. Primero que todo porque la música para mí es el origen, detonante y modelador de lo que escribo. Y segundo, porque así como le debo mi manera de escribir al cine, a las narraciones gráficas y a cierta literatura, se lo debo también a los músicos que son narradores. Esa gente que es capaz de contarte un cuento fabuloso a través de una canción. Una cosa que va más allá de lo estrictamente musical, que tiene mucho de cortometraje, que es como un viaje sonoro e ilustrado. Pienso, por ejemplo, en algunos temas de David Bowie, de Leonard Cohen, de Pulp, de los granadinos de Los Planetas o de Christina Rosenvinge, así como en algunos temas de Cerati o del venezolano José Ignacio Benítez (alias Domingo en Llamas). Esas historias musicales, esas narraciones convertidas en canciones, me inspiran enormemente. Me provocan ganas de escribir y además yo quisiera escribir algo que sonara así. Yo les debo tanto a esos músicos como le debo a un Bioy Casares, a un Bradbury o una Margaret Atwood. “Fisuras" es mi pequeño homenaje a los músicos contadores de historias. A los que convierten un tema musical en un cortometraje, en un cuento musicalizado, en una historia fabulosamente narrada y con banda sonora incluida.
Por otra parte, Pablo tiene mucho de Sísifo. Está metido en una especie de bucle sin sentido en el que carga una roca hasta la cima de la montaña simplemente para verla despeñarse, respirar hondo, bajar la colina, a remontar la pendiente con la roca a cuestas otra vez. La roca de Pablo es el amor, o más bien el desamor, encuentra en el elemento femenino la fuerza vital que lo moviliza, que lo carga de energía, ahí va con todo rumbo a la cima con la esperanza de coronarla y que esta vez la roca no se le caiga, que se quede ahí en precario equilibrio sobre el pico; pero la roca es terca y la vida es una condena. Se cae la roca, la mira caerse con enorme tristeza y desaliento, pero baja a buscarla otra vez. Se va a buscar un nuevo amor, lo vuelve a intentar con otra. Como Sísifo, cada amor, cada aventura o desventura, es una manera de darle sentido al absurdo de su existencia. Ahí encuentra su proyecto de vida, aunque lo vea fracasar una y otra vez. Cada remontada con la roca a cuestas y su respectiva caída despeñada se convierten para Pablo en una carta para contarle a Santiago (y para contarse a sí mismo), y es una nueva maqueta de canción de lo que será el mejor álbum que compondrá en su vida. Y ahí –como el Sísifo original de la mitología y también como el que nos contaba hermosamente Camus– logra burlar a los dioses otra vez.
Pero hay que tenerle cuidado a Pablo, porque le están fallando las fuerzas. Porque está cada vez más cerca de mirar la roca caer y, en vez de bajar a buscarla, sentarse en la cima a descansar. A descansar por fin. Un descanso del que a lo mejor no quiera salir nunca más. Y quizás la única fuerza que lo anime a levantarse sea que aparezca Santiago, que su hermano por fin le responda. Pero no puede ser una respuesta cualquiera. Tiene que ser algo lo suficientemente especial como para que Pablo se levante, se sacuda el polvo del pantalón y respire hondo. Como todos, una razón poderosa para recobrar el aliento y decirte: “nada, a intentarlo, ahí vamos otra vez”.
Gracias,
José Urriola.
Ciudad de México, 2020.