No son
pocas las veces que me he escuchado a mí mismo repetir la misma frase: “es que
yo conocí otro país”. Se la digo a mis sobrinos, se la repito a mis amigos mexicanos,
insisto en ella una y otra vez con mis alumnos. La repito con la pasión que
tendría un extraterrestre que se esfuerza por convencer a unos terrícolas
especialmente escépticos de que dice la verdad.
Yo
crecí en otra Venezuela. Tengo un arsenal de memorias sólidas, indiscutibles, producto
de experiencias imborrables, de ese país que alguna vez fuimos. Tuve la dicha –y
en ese momento ni me lo cuestionaba ni tampoco lo agradecía, porque consideraba
que me tocaba por derecho natural- de ser joven en una Caracas distinta donde
tenías que estar pilas, con los ojos abiertos, donde se oían cuentos y pasaban
cosas, claro que sí, pero donde tenías que sobrevivir al miedo típico de
cualquier ciudad grande. Era, por supuesto, una Caracas defectuosa,
perfectible, pero definitivamente una ciudad donde se podía vivir y además se
vivía bien.
Alguna
vez, durante aquellos años del bachillerato y la universidad, acaricié la idea
de irme un par de años a estudiar afuera, aprender otro idioma, tener la experiencia
de vivir en otro país; pero siempre para volver. Porque uno en esos tiempos se
proyectaba a futuro siempre en Venezuela, allí estaba tu familia, tus amigos de
siempre y esa cosa -tan íntima y tan abstracta a la vez- que arropa el término
terruño. Era, en fin, una tierra más para quedarse o volver que para huir. Y
créanme que me duele especialmente conjugar ese “era” en pasado.
Pero
entonces llegó aquel fatídico año de 1992. Aún más terrible que el espantoso 89
donde ocurrieron los saqueos espueleados precisamente por quienes intentaron
dar dos golpes de estado pocos años más tarde y los mismos que hoy ostentan
asquerosamente el poder. En febrero de 1992 yo tenía apenas 20 años y estudiaba
Comunicación Social, fue entonces cuando apareció el teniente coronel Chávez
Frías con su asonada militar y su posterior –y lamentable- “por ahora” ante los
medios masivos. Nos pareció, en consenso general de jóvenes periodistas que
discuten de política en un restorán chino, con un tercio de Polar en la mano,
que aquel milico golpista no era más que un payaso trágico. Un mal chiste. Una
barajita caída de un álbum olvidado, como un jugador más del montón de la selección
de Australia del mundial de 1974. Y no
me arrepiento ni me convencerá nadie de lo contrario: Chávez sigue siendo
exactamente eso para mí. No hay manera de que pueda ver en ese milico resentido
y víctima de su propio pastiche mental a un ideólogo ni a un estadista ni un
líder ni mucho menos a un gigante o a un ser galáctico. Muy al contrario. Puedo
explicar (y explicarme) perfectamente su fenómeno político como podría explicar
el de Ricardo Arjona en la música o el de Pablo Coelho en la literatura: la
mayoría de la gente tiene muy mal gusto y ningún tipo de criterio. No se puede
escoger bien cuando se carece de pensamiento crítico y cuando no se ha asumido
la tarea de cultivar el buen gusto. Y agregaría: es que, además, la verdadera
energía que mueve al hombre no es el petróleo ni es atómica, es el resentimiento.
La
madrugada en la que ocurrió la segunda intentona golpista del año, el 27 de
noviembre de 1992, amanecimos con la imagen de un gordito de camisa rosada
quien, fusil en mano, invitaba desde la televisora estatal a sumarse al golpe “cívico-militar”
para derrocar al gobierno de Carlos Andrés Pérez. Me dio risa aquella escena
patética, pero mi viejo me miró con reprobación: “esto no da risa, esto es
trágico… y es grave”. En casa no queríamos a Carlos Andrés Pérez, no era en lo
absoluto un presidente de nuestro afecto, pero mucho menos íbamos a querer el
gobierno de una gente que sólo entendía de sabotajes, armas y golpes de estado.
Algunas horas más tarde fuimos testigos en directo de cómo las tropas fieles a
la democracia controlaban la situación en Venezolana de Televisión, capturaban
a los tomistas y llevaban a uno de ellos esposado, el jefecito de la camarilla,
un tenientucho al que llamaban “Comandante Gato”. Se trataba de Jesse Chacón.
El tipo miraba a cámara y repetía febrilmente: “¡Viva Chávez!”. Ese mismo
sujeto sería, a la vuelta de unos años –y vaya ironía- Ministro de Información
y Comunicación del régimen chavista. Sí, el mismo hombre que había liderado la
masacre contra los vigilantes y trabajadores de la televisora del estado -su
gran incursión en el mundo de los medios masivos- era recompensado años más
tarde precisamente con esa cartera. Y no sería VTV el único canal con el que
acabaría el Comandante Gato, pues se encargaría de hacer lo mismo pero con
fachadita legal más tarde con RCTV. Vaya currículum el del teniente Chacón. Una
gema. Ojalá jamás se nos olvide.
El mes
en que murió mi padre, diciembre de 1994, yo estaba trabajando en un periódico
ubicado en La Candelaria. A razón de cumplirse el segundo aniversario de los
hechos del 27N, mi jefe me pidió reunirme con un fotógrafo en Parque Central que
tenía unas fotos tomadas justo antes de que se limpiara la escena que dejó la
masacre de VTV. La idea era hacer un reportaje de investigación para
desentrañar lo que había ocurrido en la televisora estatal ese día, la
información era difusa, había una suerte de velo sobre ella, las imágenes no
circulaban. Había mucho miedo alrededor del asunto. Me reuní finalmente con
el fotógrafo, me llevó a un lugar apartado y me mostró las fotos como quien
negocia con drogas duras. Ante esas imágenes que me enseñó en las escaleras de
emergencia del Edificio Catuche, yo no sabía si vomitar, golpear a alguien o
largarme a llorar. Todavía, honestamente, no lo sé. Lo único que puedo decir,
tantos años después, es que uno no imagina hasta dónde salpica la sangre cuando
se dispara tan a quemarropa y con tantísimo ensañamiento.
Así que
no caigamos en falsas epopeyas ni ayudemos a cultivar la épica del vacío que
caracteriza a estos tiempos. El 27 de noviembre es una fecha terrible, no hay
nada que celebrarle a este día abominable. Es una fecha donde se le dio un
disparo mortal a la democracia. Un día que sentenció la muerte de las
libertades. Hoy, 27 de noviembre de 2013, digan lo que digan los que vociferan
sus loas al chavismo y pretendan edulcorar el espanto de la historia, es definitivamente
un día de duelo.
Y lo
que se cumple hoy no es otra cosa que los 21 años de la masacre a los
trabajadores de Venezolana de Televisión a manos de la más inmunda violencia.