El horror enmudece. Llevo días cautivo en la
mudez. Incapaz de escribir algo congruente, rebotando entre mis intentos
fallidos al tratar de convertir en palabras esa madeja de espanto que llevo
hecha remolinos entre el pecho y la cabeza.
Venezuela duele. Duele un montón. Duele a la
distancia y duele tan adentro a la vez. Duele también a tiempo completo.
A veces no soporto más -no me soporto a mí
mismo- y me obligo a salir a caminar. A respirar otro aire, que me pegue un
poco el sol (el mismo del que mi padre decía: donde entra el sol no entra el
médico), alejarme aunque sea por una hora de la pantalla donde se empeñan en
correr a caudal roto las noticias terribles provenientes del país. Cada día
más. Cada día otras nuevas. Cada día aún peores que las del anterior.
Me encajo los audífonos y camino sin rumbo
definido. Debo parecer un muerto en vida, un sonámbulo que exuda angustia: “ahí
va otra vez ese tipo mirando al suelo”; así dirán. Qué le vamos a hacer, ya
poco me importa.
Sin embargo, hay una imagen se me luminosa con
la que me topo en esas caminatas. La encuentro en la placita que está en la
intersección entre Horacio y Edgar Allan Poe, esa misma en cuyo centro hay una
fuente a la que no hemos visto encendida jamás. En esa pequeña plaza circular suele
sentarse un viejo lector. Es un hombre moreno de pelo blanco. Debe rondar los
80 años. El hombre siempre está leyendo un libro de esos de segunda mano, a
saber de dónde los saca. Levanta su libro -con la espalda muy recta y las
piernas cruzadas- hasta la altura de la cabeza con una mano; con la otra
sostiene un cigarrillo que se fuma con gozo en lentas caladas.
Hace unos meses el viejo estaba metido de
cabeza en un libro llamado La cuarta dimensión. Hace unas semanas lo encontré
con El corazón de las tinieblas de Conrad. El otro día estaba leyendo Duna de
Herbert (y yo casi lo abrazo). Esta mañana estaba enfrascado en Fundación e
Imperio de Isaac Asimov. Es que además tiene buen gusto para la lectura el
abuelo.
Nunca me he atrevido a hablar con ese señor,
no lo quiero interrumpir en su lectura, además me da vergüenza acabar
cometiendo la torpeza de pedirle que me adopte como nieto (perdonen, yo nunca
conocí a mis abuelos, ni a Santos ni a Augusto, ellos murieron cuando mis
padres estaban muy niños, así que me he visto obligado a inventarme una memoria
fantástica a partir de los pocos retazos que he logrado unir a partir de lo que
me cuentan de ellos). El hecho es que le estoy profundamente agradecido a ese caballero.
Ese señor simboliza, así con su librito usado y su cigarro fumado sin miedo,
una imagen que bien quisiera para mí y los nuestros.
Confieso que deseo, con ansia infantil de
nieto que nunca fue, que ese viejo sea todos nuestros viejos. Que cuando el
horror ceda –porque tiene que pasar y ojalá sea pronto- haya una proliferación
de viejos lectores en nuestras plazas. Viejos tranquilos que ocupen sus
banquitos con libertad y sin miedo. Que se fumen su cigarrillo con calma y placer
porque están claros en que lo peor ya pasó. Se quedó tan atrás. Tienen en su
haber la misión cumplida de una vida ya vivida
y que además se vivió bien. Ahora es tiempo de leer y fumar (y al carajo con
los consejos del médico). Se me antoja que es una imagen de una calma y una
felicidad prodigiosas.
Muchos hablan de que el futuro es de los
niños y los jóvenes. Que vale la pena luchar por la libertad para que ellos la
tengan garantizada. Y eso está muy bien, pero a mí el viejo lector me ha
cambiado un poco el discurso y la mirada: ojalá quienes aún no han llegado a
esas edades les pasaran por al lado a los viejos lectores de la plaza, se vieran
proyectados a futuro en ellos, y decretaran “cuando yo sea grande voy a querer
una vejez como ésa”.