Mucho se habla en estos días de la
importancia de la sensatez, del valor de la ecuanimidad, del prestigio que
otorga considerarse –y que te consideren– una persona juiciosa y ponderada. Eso
está muy bien, en teoría (y hasta que la teoría aguante) pero el problema está
en tratar de encajar esa fantasía ecuánime en un contexto real donde no aplica.
No tiene cabida. Forzarla, maniatarla, doblegarla hasta la caricatura: “sí, el
mundo se está cayendo a pedazos pero yo sigo incólume en mi neutralidad a
ultranza”.
El asunto es de sumo cuidado, porque hay
momentos en los que la máscara de lo neutral se resquebraja especialmente y
donde el defensor de la hiperneutralidad (asumido más en personaje que en
persona) corre ese riesgo que asomaba Wittgenstein: “les quitas la máscara y les
arrancas el rostro también”.
Asumir una posición determinada en los
momentos críticos es crucial, es un acto de responsabilidad, de congruencia, me
atrevería a decir que incluso de dignidad. Me tomaré la licencia de establecer
una metáfora futbolística para explicar mi punto: asumirse como aficionado a un
equipo no te convierte en miembro de su barrabrava.
Hay fanáticos de fanáticos (sí, en el fútbol
como en la política, así como en todos los asuntos que despiertan emociones
extremas, se puede hablar de aficiones y de fanaticadas sin ninguna vergüenza).
Los hay muy serios y autocríticos, también los que juegan a ser directores
técnicos y analistas deportivos, los hay los que siguen el juego desde su casa,
otros que van al estadio como quien cumple con un ritual, los hay los que se
lanzan a la cancha y los hay “ultras” que no están realmente tan pendientes de lo
que haga su equipo como de partirle la cara a los aficionados contrarios. Todos
tienen en común la afición por el mismo equipo, se sienten miembros de la
hinchada, pero cada uno interpreta su pasión a su manera.
Vamos a suponer ahora –como de hecho es en
realidad– que se trata de una final, se está jugando un partido decisivo que bien
podría definir nuestro destino como equipo y afición. Intentar establecer un
diálogo sesudo, razonado y ponderado con la barrabrava (la propia y la del
rival) no sería un acto de sensatez sino de ridiculez o inmolación. Similar a
intentar explicarle a un mandril con mal de rabia que para jugar ajedrez no
puede destruir el tablero ni arrancarle a mordiscos la cabeza a la Reina sino
comenzar siempre necesariamente con el delicado movimiento del peón cuatro Rey.
Ese mandril está ciego de furia, mejor emplee su sensatez en distanciarse de
él.
Bien podría usted intentar establecer esa
posibilidad de diálogo con un aficionado del equipo rival, pero con la
consciencia de que jamás logrará convencerlo de que hinche por su equipo como
él tampoco podrá convencerlo de saltar a la otra afición. El diálogo es un
camino, pero recuerde que se hallan en el medio de una final, no estamos aquí
para conversar y argumentar mientras transcurren los 90 minutos de vértigo y
hay gente que se está jugando el alma dentro y fuera del terreno de juego.
Cuando el partido tenga un desenlace entonces sí habrá tiempo, y quizás ganas,
para sentarse a debatir calmadamente con una cerveza en la mano, evaluar los
puntos de encuentro y darse un abrazo de despedida.
Lo que resulta inconcebible es que en medio
de esa final usted se tope con un “neutral”. Un tipo que le va al árbitro, al
espíritu del deporte, a la belleza abstracta de la pasión por el fútbol y que desea
que ojalá y ganaran los dos. No, viejito, si estás aquí en medio de la final y
a ti te duele el fútbol tienes que asumir una posición. Esto es Brasil contra
Argentina, no se vale ser un aficionado “albicelestecanarinho”. Respeta a los
verdaderos aficionados, respeta el juego, juégatela tú también o al menos permite
-con respetuoso silencio y dando un paso atrás- que disfruten de la final a
quienes de verdad les duele el juego.
Ser imparcial e intentar ser objetivo es
responsabilidad de los árbitros, no de la afición ni de los jugadores.
Encumbrarse en todo momento y circunstancia hasta las alturas de la objetividad
neutral es un acto no solo de soberbia sino también de desfachatez. Es un acto
de falsedad, tan idiota y mezquino que incluso pretende demostrar que se es aún
más sabio que René Descartes: la percepción de la realidad es un acto
subjetivo, la objetividad tan cacareada y sobrevalorada no existe porque el
mundo está siendo filtrado constantemente por nosotros y nuestra personalísima e
imperfecta subjetividad. Bienvenidos al mundo real: no existe otra opción, así que siéntase libre de ejercer su subjetividad.
Es lastimoso y descarado que en pleno siglo
XXI un “analista político” o “periodista serio” insista en aquello de: “yo soy
objetivo, soy neutral, mi ecuanimidad y mi rigor profesional no me permiten
tomar partido por ninguno de los bandos en pugna”. Argumentar semejante
despropósito sólo tiene dos explicaciones: sientes culpa o complejo por asumir
tu verdadera posición, o a ti de verdad no te importa lo que está ocurriendo;
te da exactamente igual porque a ti no te interesa el juego. Sea cual sea el
caso, en ambos se está disfrazado y temeroso de salir del armario. Es un
disfraz, además, al que se le notan las costuras y que acaba aburriendo un
montón.
Mucho cuidado, cuando esto pase –que pasará-
si los disfrazados de hiperneutrales no sólo queden desnudos (que ya sabemos
que lo están) sino que al quitarles el disfraz se les arranque el cuerpo entero
también. Quedará simplemente el vacío. La nada.
1 comentario:
Ésto me hace pensar que los "hiperneutrales" de tu trabajo, están del otro lado , tal vez se apenan con lo que pasa pero no dan su brazo a torcer. Se les dificulta no tomar una postura real por su fanatismo patológico, o intereses económisos fuertes.
Al igual comparto contigo: " al caer sus máscaras,desprenderán rostros tambien", A. Herrera
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