
- Mira, papá… eh… ¿cómo se le dice aquí a un jeva que tiene los ojos bonitos? –me pregunta Richard justo en el momento en que la mesonera belga le pone en frente el octavo plato de pasta boloñesa que se come en este viaje.
- Bueno, panita… a ver… le puedes decir: “Vouz avez tres beaux yeaux”.
- ¡Velcia, apá… eso está muy pelúo! ¿No te sabes otra más fácil?
- Bueno, Richita, güevón, dile entonces más bien: “Tu es belle”, que significa “Eres bella” o “Tu es jolie”, que es como decirle “Eres bonita”.
- Ah bueno, esa sí va: “Tú é bel!” y “Tú e yolí”. Más nada, papá – dice Richard y practica una y otra vez en voz alta lo recién aprendido para el jolgorio de los comensales del restaurante.
Transcurrieron un par de semanas más en Bruselas, en las que honestamente nos pasó de todo. Casi se muere Emil, el camarógrafo, con una intoxicación por una sopa de salmón que lo hacía vomitar como Linda Blair en El Exorcista; pero en vez de verdes los chorros eran rosáceos y con tropezones de pescado. Y solamente la valentía de Richita, con el suéter arremangado más arriba de los antebrazos, provisto de un balde con agua caliente, jabón líquido, un cepillo, varias toallas, le echó piernas al asunto, haciendo un cuenco con las manos se metió de cabeza en aquella marea rosada de salmón y bilis y, mientras nosotros arqueábamos a un costado del camino, como torpes espectadores, Richita se hizo cargo. Limpió el carrito de alquiler mientras nos aguantaba la frente para que vomitáramos sin mancharnos la ropa y nos daba a beber sorbos de Coca Cola con limón.
Pero también por culpa de Richita casi nos mata el equipo completo de hockey sobre hielo de Bruselas porque la novia del centrodelantero –o como se llame el que mete los goles en hockey- era la que atendía en la venta de salchichas frente al hotel y Richita se le recostaba en el mostrador a declamarle a todo volumen todo aquello que se sabía en francés: “Tú e Bel, tú eres trés yolí, mamita”. Ella sonreía tímidamente. Y después de media hora de acoso nos dimos cuenta de que el novio de la chica estaba también en el local, oculto detrás de una nevera, llamando por celular a todos sus amigotes para que se vinieran con bates, cadenas, cabillas y pistolas de perdigones a dejar bien clarito quiénes eran los gallos del patio. Corrimos, sí, cobardemente; pero de no haber huido no habría quién les contara ésta.
Sin embargo Richard nos sacó del foso aquella noche en Amsterdam, luego de un encuentro del tercer tipo con una cosa que tomamos en el Kandisnky Coffee Shop. Una breve estadía en los infiernos en la que nos pasamos toda una madrugada perdidos en el laberinto kafkiano de una ciudad malandrísima que se encargó de escondernos el carro, de hacernos caer una y otra vez en el barrio de los yonquis y de mostrarnos su cara más espeluznante.
Pero ese es otro cuento, el cuento es que durante 15 días al soundtrack urbano de Bruselas, junto a las cornetas de los carros, a los gritos de los vendedores ambulantes, al techno que salía disparado a todo volumen y por igual de las tiendas de discos, de cómics o de ropa, se incorporó la voz de Richard que iba disparando a diestra y siniestra su “Tu e bel” y su “Tu es tres yolí”, paso a paso, por puentes, calles empedradas, en la mitad de la autopista, a flacas, gordas, chiquilinas, gigantonas, diosas multicolores, monstruos del averno y cuidado si también en medio de esa confusión a más de un andrógino de cabellos lacios y ademanes afectados.
El día en que nos íbamos ya de ese viaje -que realmente estuvo enmarcado en el género fantástico por miles de otras razones que ahora no vienen al caso- nos quedamos con dinero sólo para pagar el taxi y tomarnos un café per cápita en el aeropuerto. No teníamos dinero ni para pagar el exceso de equipaje, éramos 4 con 14 piezas: monitores, luces, cargadores de baterías, trípodes, cámaras, etc. Nos atiende en el mostrador de Lufthansa una rubia cuarentona, guapa, con los ojos de un azul metálico imposible, pero que se le veía a la legua que mínimo era hija de uno de los nazis más pesados de la SS. Una mujer de hierro de esas que uno teme que si se atreven a sonreír se les parte la cara en trozos o en vez de risa lo que les sale es un gruñido. La rubia inconmovible nos dice en un inglés huesudo con marcadas aristas germánicas que son 225 euros por exceso de equipaje y que si pensamos
pagarr en cash o en tarrjeta crrédito. Nos ponemos a negociar con ella, le decimos la verdad, que nos hemos quedado sin un centavo, que somos unos sobrevivientes que casi nos morimos en este viaje, que por favor nos deje montarnos en ese avión y si quiere nos comprometemos a no volver nunca más. Pero la rubia disfruta su momento de poder, nos pide que nos apartemos, que retiremos las maletas, que no hay manera alguna en la que podamos abordar ese avión. Yo insisto, estoy a punto de sacar todas mis tarjetas de crédito a ver si con la sumatoria de todos sus bolivaritos llego por lo menos a los 200 euros. Y no me fijo que Richita ha abandonado su lugar junto a los equipos y como un gato nocturno se cuela tras mis espaldas y le suelta a la gendarme de la SS camuflada con el uniforme de azafata de Lufthansa: “Tú e bel!”. Y yo pensé en ese instante: “Nos jodimos, mi pana, no sólo nos dejaron en Bruselas en medio del invierno sino que además vamos presos”. Y la rubia atónita le dice a Richard: “Excuse me, sir?!”. A lo que Richard responde, señalándose sus propios ojos y luego con el dedo apuntando a los de ella: “Tus ojos… son trés yolís”.
Y, aunque Ud. no me crea, aunque yo mismo no me lo crea todavía, la mujer sonrió. No sólo sonrió, sino que se sonrojó. Se puso coloradita, le brillaron los ojos, le dio un ataque de timidez coqueta, regresó a los 15 años en un nanosegundo y le dijo a Richard con todo candor: “Merci beaucoup, monsieur”.
A lo que agregó en español castizo: “Daos prisa que vais con retardo”. Tomó pasaportes y maletas, no cobró un céntimo. Nos despidió con deseos de buen viaje y sonrisas. Especialmente para Richard.
- Coño, Richita, tú sí eres candela, mi pana. Qué maravilla, de la que nos salvaste –le comento ya en el interior de la oruga rumbo a abordar el avión.
- Claro, Jose… es que tú tienes que pedirla, papá, pedirla siempre. Porque tú no sabes cuándo te la van a dar.