Tengo varios días soñando con Juan, un tipo a quien no conozco.
El sueño de Juan es recurrente, ocurre siempre en el mismo lugar aunque los actores de reparto no son siempre los mismos. La situación y el desenlace sí.
Estoy caminando por un lugar gigantesco hecho de concreto y cristal. Algo como un estadio desierto, quizás sea el Helicoide o el Poliedro. De esos lugares que uno siempre imagina atestados de gente pero que cuando se nos aparecen vacíos están investidos de un pánico especial. Hombres armados vestidos de verde oliva custodian el edificio. En el sueño sólo se me está permitido caminar por el pasillo y entrar a tres salones. En el primero hay niños, como si se tratara de una guardería; juegan, hay una parrillera con salchichas y carne para hamburguesas. Los niños comen perrocalientes, cantan, gritan, corren, se pelean, muerden hamburguesas y beben refrescos. Hace calor y se está llenando todo de humo y de olor a carne quemada; pero los niños son felices. Salgo de allí. En el segundo salón hay un despliegue espléndido de ensaladas de colores, los tomates son de un rojo ofensivo, el verde de las lechugas es radioactivo, hay pastas con infinidad de salsas, bandejas metálicas con mariscos, langostinos, cangrejos y langostas del tamaño de gatos. No hay comensales, excepto uno al fondo de la barra, un gordito calvo a la distancia que no logro ver bien –y tampoco me interesa-, y hay una señora vestida de negro que es la encargada de servir. No le veo la cara, está tapada por un largo mechón de cabellos oscuros, apenas se le ven las largas uñas pintadas de negro aferrar con crueldad el metal de la cuchara limpia. Tengo hambre, pero no quiero entrar, me parece sospechoso que algo que pinta tan bien esté tan vacío. Y no me gusta la mujer, parece una bruja. Me asomo al tercer salón. Está lleno de gente, empleados de oficina, enfermos, médicos, también algunos amigos a los que tengo tiempo sin ver. Las mesas son blancas, los cubiertos plásticos, los vasos desechables, las señoras que sirven son enfermeras portando gorros y tapabocas, vestidas de azul celeste, verde claro o blanco. Hay que entrecerrar los ojos para que el reflejo no castigue el iris. Huele a repollos hervidos, a coliflor blando y brócoli pálido, a consomé con gruesas burbujas de grasa, a gelatina floja sabor a fresa, a jugo de patilla pasada o lechosa madura, pollo a la plancha y arroz blanco. Pienso: “ni de vaina, es comida de enfermo”. Regreso al segundo comedor, tomo un plato y antes de que logre hablar con la bruja de negro para que me sirva, veo con el rabillo del ojo que el gordito calvo que estaba al final de la barra, a decenas de metros, se viene levitando hacia mí con velocidad de vértigo, vuela hasta ponerse a mi costado tocando codo con codo. Le veo el perfil, gordo, cincuentón, pelo cano y de punta, calvicie agresiva que le gana casi la totalidad de la cabeza. Sonríe y voltea. Y cuando me ofrece el perfil oculto le veo las carnes abiertas, venas palpitantes, sangre fresca, el hueso mellado. Como si lo hubiera recién atropellado una gandola. Mejor, como si se lo hubiera masticado un dinosaurio. Y no sé por qué, pero lo sé: es Juan. Preso del pánico, con un miedo infantil como si fuera un niño de 5 años retrocedo de espaldas –Freud llama a ese miedo die heimmlich, algo así como “lo siniestro”- salgo del comedor sin dejar de clavarle la vista a Juan. Juan tampoco deja de clavarme su sonrisa a lo Barón Ashler. Acabo sentado entre los niños comiendo hamburguesas, perrocalientes y sorbiendo refrescos de colores.
Hace un par de días una colega me presentó ante los asistentes a un curso: “Y él es Juan”. Yo me apresuré en corregir: “No, perdona, yo me llamo José”. Al final de la sesión me despidió a la distancia: “Chao, Juan, hasta el próximo jueves”. Otros se sumaron en coro: “Hasta la próxima, Juan”. Camino al auto, aún con el mal sabor por la confusión de nombres, me encontré con un antiguo estudiante: “Profesor Juan, cuánto tiempo”, me saludó con amplia sonrisa. Yo dije: quédate tranquilo, estás oyendo mal, duermes poco y tenso, la fatiga te juega una pasada. No respondí, seguí de largo.
Esta mañana el vigilante que cuida el estacionamiento me saludó: “Epale, Juan, no te había visto, hermanazo, feliz año”. Y sobre mi escritorio me esperaba un sobre con un estado de cuenta de mi tarjeta de crédito. Señor Juan Urriola, decía en negritas al otro lado del plástico transparente.
En cualquier momento, estoy comenzando a intuirlo, me llevará por delante un camión o mejor aún me morderá un dinosaurio. Imagino que envejeceré unos treinta años en pleno susto, perderé el pelo y el poco que quede en pie será descolorido y de punta. Ah, y se me inflará la barriga. Coño, pero en el fondo estoy contento, porque esta noche no me sale comida chatarra para carajitos. Que me tiene harto. Y esta noche, también, aprovecho y le pregunto a ese tal José por qué carajos sale tan asustado del comedor, aterrorizado y de espaldas, cada vez que me ve. Si yo lo que hago es sonreírle… y además ni siquiera lo conozco.