
“Chicos, tenemos un problema: Mr. Kitano no habla inglés. Ni siquiera una sola palabra. Y aún no hemos encontrado un traductor del japonés… la buena noticia es que la entrevista comienza en 5 minutos y Ustedes están confirmados. Buena suerte”. Dijo esto Richard Lordman, publicista para la prensa internacional para la película Dolls de Takeshi Kitano, tomó su bolso de cuero donde se asomaba la diminuta cabeza de su chihuahueño lampiño, y se fue taconeando por el pasillo, largo y delgado como el cigarrillo More que siempre le humeaba entre los dedos.
-¿Verga, pana, y entonces?
-Chamo, así sea con señales de humo, en cuti, con dibujitos; pero tenemos que entrevistar a Kitano. Yo necesito entrevistar a ese hombre.
En eso entra Kitano al salón. El gran Takeshi Kitano. Beat Takeshi. La respuesta japonesa a Clint Eastwood -dicen algunos para vender a los neófitos sus DVDs.- aunque Takeshi es más grande, mucho más grande. Takeshi Kitano que es como un Seinfeld injertado con Guillermo Fantástico González pero con mucho de Jarmusch y todo lo bueno de Tarantino, sin un ápice de lo malo. Y los periodistas japoneses guardan silencio reverencial y se inclinan y saludan con las cabezas paralelas al suelo, y Takeshi camina como un Shogun contemporáneo, lentamente, como el más benévolo jefe de la mafia yakuza. Mr Kitano no sonríe, no tiene expresión en la cara, pasa entre los periodistas e inclina ligeramente la cabeza a manera de saludo, llega a la mesa, come un panecillo dulce de un solo bocado, mastica tres veces como quien parte una cabilla con las muelas, se sirve agua, se acomoda la chaqueta con ese ruido que sólo saben hacer los sensei cuando estiran el kimono. Gira sobre los talones como si fuera a iniciar un kata, o como si fuera a bailar, pero solamente camina, de nuevo surca por en medio del túnel de periodistas que volvemos a inclinarnos, inclusive nosotros los criollos bajamos un poco la frente, incluso los rusos de MTV Moscú, incluso los italianos de la RAI 2. Takeshi se sienta en un sillón cerca de la ventana, nadie le ha dicho que la entrevista será allí, pero a Takeshi nadie le da explicaciones de nada ni instrucciones de nada.
Vuelve Lordman revoloteando como una gigantesca mariposa oscura y nos dice que no hay tiempo, que Mr. Kitano está apurado, él siempre está apurado. La gente importante se distingue por estar apurada. Que nos tenemos que alinear todas las cinco cámaras una al lado de la otra, que formemos una fila similar a la de un pelotón de fusilamiento, allí justo en frente de donde está sentado el director. ¿Aquí alguien habla japonés? No, nadie. No importa, el tiempo se acaba, ya aparecerá alguien que lo hable.
Colocamos trípodes, acoplamos cámaras, probamos micrófonos, nos ponemos de acuerdo, una pregunta por televisora, comenzamos nosotros y los de la RAI 2 van de últimos. Así, una y otra vez hasta que se acabe el tiempo. Aparece un japonesito como de 18 años, tiene pinta de estudiante, o más bien de turista que alguien secuestró en medio de la plaza San Marco, se acerca al grupo y dice: “Good morning, yes, I will be the translator, hai!”. Y empieza la entrevista, y Kitano dice que Dolls es la película más violenta que ha hecho jamás, a pesar de ser una película de amor. Tres historias de amores truncados por el destino, amor rebosante de dolor, de sacrificio, una erotización romántica de un harakiri. Kitano ha hecho el policial más hermoso jamás con Hana Bi, así que le sobran razones para confesar que ha logrado –maginíficamente, por demás- uno de los filmes de amor más violentos jamás.
Pero el punto es que mientras Mr. Kitano habla, con la mirada fija en todos nosotros, pero no viéndonos a nosotros sino a través de nosotros, como si tuviera el don de ver a las bañistas de la playa a través de nuestras cabezas, el joven traductor le ha dado por masticar nerviosamente la tapita posterior de su bolígrafo azul. Está hecho una madeja de nervios y no se ha dado cuenta pero la tapita ha cedido, se ha roto, la boca se le llena de tinta, dientes y lengua se curten de líquido azul, un halo violáceo le bordea los labios y el bigote. La gente empieza a sentirse incómoda, a acomodarse y reacomodarse sobre los asientos, los camarógrafos nerviosamente mueven las perillas del audio, ajustan foco una y otra vez. Los rusos son gente seria y clavan la vista en sus cuadernos de notas, los japoneses en medio de un momento tan solemne guardan la compostura: aquí no está pasando nada porque el rey no está desnudo, los italianos están muy concentrados en su propio reflejo contra el espejo, asegurándose de que cada mechón y cada hilacha del jean meticulosamente malcortado sigan cuidadosamente fuera de lugar; pero los venezolanos ya ni sabemos de qué coño va la entrevista ni quién es que es este japonés tan importante.
Como si ese enano siniestro que habita en la parte de atrás de nuestras cabezas hubiera soltado una bomba de gas pimienta. La risa incontrolable que sólo ataca justo en esos momentos en que sabes que no te puedes reír. Y el camarógrafo ahoga la risotada detrás de la cámara, el asistente muerde la goma de los audífonos, yo comienzo a proferir un rugido extraño que me sube desde el estómago, mi compañera me ve con cara de angustia, me interroga con los ojos: ¿qué hacemos? ¿Será que le decimos o nos hacemos los locos? Yo me muerdo la manga de la camisa, pienso en mi abuelita, o mejor en la maestra más fea y antipática del colegio. Y de tanto tratar de pensar en ella termino pensando en Freddy Olmos, un compañero de primer año a quien no he vuelto a ver en décadas, que se quitaba los zapatos en medio de las clases de la profesora antipática, que se rascaba con el escalímetro la planta de los pies cuando nos sentaban en semicírculo, que mordía los bolígrafos y que un día, en pleno regaño histérico, mordió tan fuerte el kilométrico azul que se quedó con los dientes azules, con la boca azul, que escupía sobre la tabla del pupitre litros y litros de baba azul, y la profesora le decía: “¡Olmos, te me vas derechito a la dirección ya!”. Y nosotros nos reíamos, pana, nos reíamos con toda la risa acumulada del mundo, una risa que nos salía como una cascada justo al momento en que se rompe el dique. Y Freddy mentando madres azules, rumbo a la dirección, saliendo en medias porque se le quedaron los zapatos debajo del pupitre, y ahora yo pensando en Freddy, en cómo carajo le habrá explicado a la directora que estaba allí por culpa de sus dientes azules. Y cómo ahora le explicaba yo a Kitano todo eso para que me entendiera, cómo se dirá salón de primer año en japonés, cómo maestra antipática, cómo colegio, cómo dientes y cómo azul. O cómo contar todo eso en dibujitos.
-Perdona, tienes los dientes azules – confesó mi compañera al traductor en un acceso de solidaridad.
El japonesito pasó del amarillo pálido estándar al rojo langosta de turista nórdico insolado. Y, claro, los venezolanos malcomportados aprovechamos la pausa para reírnos. Los rusos también soltaron tres HAHAHA, los italianos intercambiaron exclamaciones en la jerga de los tifosi; pero Takeshi no. Takeshi continuó imperturbable, viendo con absoluta seriedad la dentadura azul de su traductor. Con la vista clavada en esos dientes, esa lengua, esos labios. Pensando en una próxima película donde en cierta escena, necesariamente, tendría que incluir una boca así de azul.
-¿Verga, pana, y entonces?
-Chamo, así sea con señales de humo, en cuti, con dibujitos; pero tenemos que entrevistar a Kitano. Yo necesito entrevistar a ese hombre.
En eso entra Kitano al salón. El gran Takeshi Kitano. Beat Takeshi. La respuesta japonesa a Clint Eastwood -dicen algunos para vender a los neófitos sus DVDs.- aunque Takeshi es más grande, mucho más grande. Takeshi Kitano que es como un Seinfeld injertado con Guillermo Fantástico González pero con mucho de Jarmusch y todo lo bueno de Tarantino, sin un ápice de lo malo. Y los periodistas japoneses guardan silencio reverencial y se inclinan y saludan con las cabezas paralelas al suelo, y Takeshi camina como un Shogun contemporáneo, lentamente, como el más benévolo jefe de la mafia yakuza. Mr Kitano no sonríe, no tiene expresión en la cara, pasa entre los periodistas e inclina ligeramente la cabeza a manera de saludo, llega a la mesa, come un panecillo dulce de un solo bocado, mastica tres veces como quien parte una cabilla con las muelas, se sirve agua, se acomoda la chaqueta con ese ruido que sólo saben hacer los sensei cuando estiran el kimono. Gira sobre los talones como si fuera a iniciar un kata, o como si fuera a bailar, pero solamente camina, de nuevo surca por en medio del túnel de periodistas que volvemos a inclinarnos, inclusive nosotros los criollos bajamos un poco la frente, incluso los rusos de MTV Moscú, incluso los italianos de la RAI 2. Takeshi se sienta en un sillón cerca de la ventana, nadie le ha dicho que la entrevista será allí, pero a Takeshi nadie le da explicaciones de nada ni instrucciones de nada.
Vuelve Lordman revoloteando como una gigantesca mariposa oscura y nos dice que no hay tiempo, que Mr. Kitano está apurado, él siempre está apurado. La gente importante se distingue por estar apurada. Que nos tenemos que alinear todas las cinco cámaras una al lado de la otra, que formemos una fila similar a la de un pelotón de fusilamiento, allí justo en frente de donde está sentado el director. ¿Aquí alguien habla japonés? No, nadie. No importa, el tiempo se acaba, ya aparecerá alguien que lo hable.
Colocamos trípodes, acoplamos cámaras, probamos micrófonos, nos ponemos de acuerdo, una pregunta por televisora, comenzamos nosotros y los de la RAI 2 van de últimos. Así, una y otra vez hasta que se acabe el tiempo. Aparece un japonesito como de 18 años, tiene pinta de estudiante, o más bien de turista que alguien secuestró en medio de la plaza San Marco, se acerca al grupo y dice: “Good morning, yes, I will be the translator, hai!”. Y empieza la entrevista, y Kitano dice que Dolls es la película más violenta que ha hecho jamás, a pesar de ser una película de amor. Tres historias de amores truncados por el destino, amor rebosante de dolor, de sacrificio, una erotización romántica de un harakiri. Kitano ha hecho el policial más hermoso jamás con Hana Bi, así que le sobran razones para confesar que ha logrado –maginíficamente, por demás- uno de los filmes de amor más violentos jamás.
Pero el punto es que mientras Mr. Kitano habla, con la mirada fija en todos nosotros, pero no viéndonos a nosotros sino a través de nosotros, como si tuviera el don de ver a las bañistas de la playa a través de nuestras cabezas, el joven traductor le ha dado por masticar nerviosamente la tapita posterior de su bolígrafo azul. Está hecho una madeja de nervios y no se ha dado cuenta pero la tapita ha cedido, se ha roto, la boca se le llena de tinta, dientes y lengua se curten de líquido azul, un halo violáceo le bordea los labios y el bigote. La gente empieza a sentirse incómoda, a acomodarse y reacomodarse sobre los asientos, los camarógrafos nerviosamente mueven las perillas del audio, ajustan foco una y otra vez. Los rusos son gente seria y clavan la vista en sus cuadernos de notas, los japoneses en medio de un momento tan solemne guardan la compostura: aquí no está pasando nada porque el rey no está desnudo, los italianos están muy concentrados en su propio reflejo contra el espejo, asegurándose de que cada mechón y cada hilacha del jean meticulosamente malcortado sigan cuidadosamente fuera de lugar; pero los venezolanos ya ni sabemos de qué coño va la entrevista ni quién es que es este japonés tan importante.
Como si ese enano siniestro que habita en la parte de atrás de nuestras cabezas hubiera soltado una bomba de gas pimienta. La risa incontrolable que sólo ataca justo en esos momentos en que sabes que no te puedes reír. Y el camarógrafo ahoga la risotada detrás de la cámara, el asistente muerde la goma de los audífonos, yo comienzo a proferir un rugido extraño que me sube desde el estómago, mi compañera me ve con cara de angustia, me interroga con los ojos: ¿qué hacemos? ¿Será que le decimos o nos hacemos los locos? Yo me muerdo la manga de la camisa, pienso en mi abuelita, o mejor en la maestra más fea y antipática del colegio. Y de tanto tratar de pensar en ella termino pensando en Freddy Olmos, un compañero de primer año a quien no he vuelto a ver en décadas, que se quitaba los zapatos en medio de las clases de la profesora antipática, que se rascaba con el escalímetro la planta de los pies cuando nos sentaban en semicírculo, que mordía los bolígrafos y que un día, en pleno regaño histérico, mordió tan fuerte el kilométrico azul que se quedó con los dientes azules, con la boca azul, que escupía sobre la tabla del pupitre litros y litros de baba azul, y la profesora le decía: “¡Olmos, te me vas derechito a la dirección ya!”. Y nosotros nos reíamos, pana, nos reíamos con toda la risa acumulada del mundo, una risa que nos salía como una cascada justo al momento en que se rompe el dique. Y Freddy mentando madres azules, rumbo a la dirección, saliendo en medias porque se le quedaron los zapatos debajo del pupitre, y ahora yo pensando en Freddy, en cómo carajo le habrá explicado a la directora que estaba allí por culpa de sus dientes azules. Y cómo ahora le explicaba yo a Kitano todo eso para que me entendiera, cómo se dirá salón de primer año en japonés, cómo maestra antipática, cómo colegio, cómo dientes y cómo azul. O cómo contar todo eso en dibujitos.
-Perdona, tienes los dientes azules – confesó mi compañera al traductor en un acceso de solidaridad.
El japonesito pasó del amarillo pálido estándar al rojo langosta de turista nórdico insolado. Y, claro, los venezolanos malcomportados aprovechamos la pausa para reírnos. Los rusos también soltaron tres HAHAHA, los italianos intercambiaron exclamaciones en la jerga de los tifosi; pero Takeshi no. Takeshi continuó imperturbable, viendo con absoluta seriedad la dentadura azul de su traductor. Con la vista clavada en esos dientes, esa lengua, esos labios. Pensando en una próxima película donde en cierta escena, necesariamente, tendría que incluir una boca así de azul.