
“Los marcianos no aterrizan en Caracas. Los marcianos nunca aterrizarán en Caracas”. Repetía el tipo una y otra vez. En los mil días que me pasé allá tuve que escuchar la frase por lo menos quinientas veces. Lo que arroja un promedio preocupante de un día sí, un día no. Algún infeliz se lo había enseñado en la escuela de cine y al tipo se le quedó grabado como una verdad absoluta, como un axioma que se da por cierto sin necesidad de explicación. Porque los marcianos invaden Nueva York y hacen volar al Empire State, porque a los marcianos les fascina partir por la mitad a la Estatua de la Libertad, porque los marcianos se dan durísimo contra el Big Ben de Londres, o se ensañan contra la Sagrada Familia de Barcelona, le disparan con furia a Montmartre o a la torre Eiffel en París o estacionan las naves en medio del Coliseo romano; pero en Caracas nunca, para qué. Qué feo y que chimbo, decía, por eso es que uno no se puede poner a inventar, los marcianos jamás en la vida invadirán Caracas. Lo repetía sobrio y borracho, caminando por la montaña o amaneciendo, flanqueado por los mismos cuatro contertulios de siempre o rodeado de extraños. Yo me quedé siempre callado. Si acaso respondía con la sonrisa cabizbaja que esboza uno de cara al piso cuando algo te da vergüenza. Porque en el fondo lo que me provocaba decirle era: Coño, güevón ¿y por qué no?
Yo siempre he soñado desde niño que los marcianos llegan a Caracas. Confieso que sigo soñando con la idea. No sé por qué los escritores venezolanos siempre han tenido un prurito con el tema. Será porque la ciencia ficción se les antoja asunto de freakies o de niños. O quizá porque somos demasiado modositos, demasiado correctos con eso de que quien le pega a su familia se arruina. Meterse con una nave espacial en la plaza de los museos es como romperle un piecito al niño Jesús. Es como decir que Bolívar está hiperinflado por la historia. Con eso uno no se mete. Pero sería hermoso. Sería de verdad alucinante ver la nave nodriza sobrevolar el Ávila. Ver que el platillo volador orbita sobre el Obelisco de Altmira, o le hace sombra al reloj de la Previsora. Que de pronto toda la autopista con sus millares de carros atascados en la hora pico se quede a oscuras cuando un gigantesco OVNI se desplace despacio hasta estacionarse en el aeropuerto de la Carlota.
Hay un cómic de finales de los años 50 que es un clásico de la historieta argentina, El Eternauta, de Héctor Germán Oesterheld, ilustrado por Francisco Solano López. Allí los extraterrestres llegan a Buenos Aires, recuerdo que hay una hermosa viñeta donde una nave invasora dispone sus cañones contra el gran obelisco de la 9 de julio. A los argentinos ya hace 50 años que no les da pena aceptar que los marcianos sí que llegan a Latinoamérica. Y estos que llegan en El Eternauta causan un lío terrible, pues casi toda la población de Buenos Aires muere bajo les efectos de una misteriosa nevada radiactiva. Sólo unos pocos sobrevivientes, hermanados en un fascinante héroe colectivo, logran repeler la invasión.
Me fascina y obsesiona la idea de imaginar a los extraterrestres intentando invadir esta tierra de los comedores de arepa. No sólo porque estéticamente es un reto hermosísimo -insisto en la imagen de una gran nave espacial sobrevolando al Ávila- sino además porque acaricio algunas ideas de cómo se frustraría la invasión con armas típicamente locales. HG Wells los mató con el virus de la gripe después de agotar todo el arsenal bélico en La guerra de los mundos. Tim Burton los aniquiló con música a todo volumen en Mars Attacks. En Marciano vete a casa de Frederic Brown los marcianos se van decepcionados, muertos del aburrimiento, luego de que los humanos –animales de costumbre, al fin y al cabo- acaban por habituarse a ellos y ya nadie en la familia se sorprende ni se asquea porque a la hora de la cena un marciano saboteador insista en vomitar el tazón de la sopa. En Venezuela, estoy seguro, no será un virus, ni la música –aunque mosca ahí con el reggaetón-, ni el aburrimiento. En Venezuela los aniquilará la frustración. La duda existencial, eso será.
Porque esos panas llegarán aquí y cuando saquen sus tanques oruga, sus súper máquinas de invasión terrestre, van a volverse mierda con los huecos de Caracas. No hará falta ni echarles un petardo, ellos solitos caerán en uno de los 25 huecos de la Avenida Victoria –aunque Freddy Bernal diga que sólo quedan 11 sin tapar en toda la ciudad- y se les quebrará la punta eje, se irán de bruces contra el poquito asfalto que queda. O se quedarán colapsados en plena Autopista del Este, a cualquier hora y en cualquier dirección que se les ocurra ir, y tendrán que negociar el paso con un fiscal de tránsito vestido de tamarindo, único dueño del poder, el único portador del magnánimo gesto de: “tú pasas, tú no, tú te me paras ahí y te me quedas calladito hasta que a mí me dé la perra gana”. O serán asaltados por malandros invisibles, muchísimo mejor armados que ellos, que surgen de la nada y en la nada se pierden dejándolos si acaso en ropa interior y con 5 mil bolos para que se paguen el pasaje o llamen a su mamá. O se volverán un nudo de confusión, una estopa arañada por un gato, cuando lean en el periódico que un asaltante fue muerto a manos de un guachimán que le pegó tres veces con un tolete de cinco quilos de queso de año por la cabeza. O cuando se les ocurra pintarle una paloma a un motorizado y entonces en menos de un segundo una nube de sus congéneres, una horda de avispas metálicas, les tranquen el paso, les escupan, les den cascazos (cuando los tengan) “y qué pasó apá, te me vas a rebelá, vente malciano e’ mielda vamos a dano, qué es lo ques, ay maricón, mira apá, éte malciano e’ gulda e’ jeva, rolo de algolla”. Y, ya en la calle o por la tele, se percatarán de que ni siquiera es posible destruir el idioma, que los criollos ya se hicieron cargo, que aquí hasta las groserías, hasta las palabras disonantes, están doblemente mal dichas. Que mierda el mielda, que verga es belga y que el verbo adquirir es de imposible conjugación por decreto presidencial. Mientras el verbo regalar tiene connotaciones que no se conocen en ninguna otra parte del universo, gracias al mismo decreto.
Y cuando vean una sesión del congreso o cuando vean al gabinete de ministros, dirán: “¡Coño, pana, pero estos no son fulano y perencejo, estos panas vinieron en las primeras invasiones que fracasaron hace aaaañooos!”. Acabarán los pobres invasores desperdigados, enloquecidos como indigentes, caminando entre las ruinas y el basural de algo que no contribuyeron ni un poquito en destruir. Confusos, perdidos, mezclados con los aborígenes sin que haya un ápice de diferencia. A lo mejor algún marciano reconozca a uno de sus congéneres mientras fuman piedra o huelen pega debajo del puente de los Chaguaramos:
-Perdona, eres tú terrícola o invasor.
-No sé… no me acuerdo, pero chavista será el coño e’ tu madre.
Y algo silencioso les hará saber en ese instante que una vez más la invasión milenaria ha fracasado.