
Mi primo Pedro Pablo que está metido de cabeza en una cosa llamada filosofía de la mente me diría que lo que pasa cada vez que me encuentro en una situación de despedida inminente es que mi neurona 235 se comunica con las 858 y entre ellas ocurre una especie de corrientazo, una sinapsis similar a una diminuta explosión atómica, cuya reacción lanza a las neuronas 1093 y a la 11 torrente abajo por las surcos del cerebro gritando: “¡Huye, corre, coño, vete ya, ahora o nunca y que no te vean!” Y yo no lo puedo evitar. Es igualito, por ejemplo, a cuando uno ve a Chávez cantando: no puedes hacer otra cosa que asustarte y morirte de pena ajena, ambas cosas a la vez –son reacciones naturales que están inscritas ya en el código genético de cualquier ser humano-.
Cuando me llega el momento de irme me tengo que ir. Y si es sin despedirme y sin que nadie me vea pues mucho mejor. Seguramente la cura para este síndrome estaría en intervenirme el mapa mental y cambiar la relación existente entre las neuronas implicadas en fabricarme el adiós; de esa manera el resultado final de la sinapsis en vez de la fuga intempestiva y silenciosa sería una cortés despedida: “Amigos, lo lamento pero siento la necesidad de irme en este preciso instante y no hay fuerza humana ni divina que me lo pueda impedir; así que besos, abrazos, buena suerte y hasta otra”. Pero primero tengo que terminar la tesis que va un poco de eso, de sembrar relatos a la gente en el cerebro por medio de intervenciones quirúrgicas o de borrar ciertas historias de la mente para sustituirlas por otras ficticias. Así que primero me ocupo de acabar la tesis y luego me dedico a aprender a despedirme. (Vaya, qué bien, ya tengo un plan).
El punto es que esta incapacidad para el adiós me ha traído algunos percances de mayor o menor grado. En Barcelona se popularizó entre los amigos un mito-chiste de que yo llevaba en los bolsillos unas bolas ninjas de humo. Que de pronto, en la mitad de la fiesta yo lanzaba una, ocurría un fogonazo en plena sala y al despejarse la cortina de humo ya yo no andaba más entre los presentes. En más de una oportunidad escuché (saltando los escalones de tres en tres rumbo a la libertad) “Joder, tío, dónde está el chamo. El muy capullo se nos ha fugado de nuevo”. Y otras veces, los más impertinentes me escondían el abrigo para obligarme a huir hacia la madrugada invernal en mangas de camisa.
Si nos ponemos más serios confesaré que nunca me despedí de personas entrañables y alguna vez he sentido que sus fantasmas regresan para instalárseme en la memoria. Me pasa con Jordá, a quien no quise despedir estando él en su cama clínica luego de una quimioterapia; me pareció que lo importunaría, que mejor lo visitaba luego si volvía el año entrante de vacaciones. También me ocurre con Caeto, cuya familiaridad y risas me reconfortaron los domingos más grises; no le quise decir que regresaba a casa y pensé que muy pronto nos veríamos de nuevo en el terruño cuando fuera a visitar a sus viejos. No conté con que un infarto se adelantaría a nuestro reencuentro. A la gorda María Esther también le debo un hasta luego, porque confié en que esas cervezas y esa conversa a las que me invitaba con tanta insistencia encontrarían mejor acomodo cualquier otro fin de semana, posterior a su regreso de la playa. Pero de la playa no regresó; se quedó en la carretera a Morrocoy. Y de papá no me despedí porque juraba que esa calma plácida después de la tos no significaba otra cosa sino que se había quedado dormido.
Ojalá un escrito sirviera para decir adiós de buena manera a todos aquellos de quienes no me supe despedir, ni sabré. Una suerte de abrazo que sin mucha palabra diga: nos vemos pronto, panita, un placer. Ya lo decía Bryce Echenique en La amigdalitis de Tarzán: “Me temo que siempre he sido mejor por carta”. Me temo que yo también soy de esa raza. Y qué alivio intuir que los demás, en el fondo, lo saben.