
El miedo absoluto nos hace regresar de súbito a la infancia. Hay una especie de mirada perdida, casi canina. Un mohín en la boca que hala las comisuras del labio hacia abajo. Hay algo en los huesos del mentón que se licua en gelatina. Esa era la expresión del Tony cuando se desplomó; se soltó de las argollas forradas en goma que penden del techo y con gruñido ahogado se fue en peso muerto contra el suelo. Ayudamos a abrirle espacio, a abanicarle aire. Al llegar a Plaza Venezuela lo logramos sacar hasta sentarlo de espaldas contra una columna. Al rato ya el hombre estaba mejor, le ganó color la cara, la expresión de niño en pánico fue progresivamente trastocada en la del amante de Mary (de muchas Marys). Dio las gracias, se limpió el pantalón, se fue a pie.
Hice la transferencia a la línea 3 y cuando iba apaciblemente por Ciudad Universitaria, jurando que tenía un cuento por contar entre manos, sentí que algo me cosquilleaba sobre la yugular. Creí que era el cable de los audífonos que se había deslizado rozándome la piel; pero no era el cable, era una abeja. Me clavó el aguijón con saña en el centro del cuello. Di un palmetazo y cayó a mis pies. La gente a mi alrededor gritaba: “¡Mátala, chamo, mátala!”; pero yo estaba adolorido y aún más aturdido. Una señora enorme vestida de celeste se vino corriendo desde el fondo del vagón y saltó con furia sobre la abejita. La hizo una sola mancha perfectamente untada sobre el suelo de goma antiresbalante.
Cuando subía por las escaleras mecánicas hacia la superficie, aún con los dedos acariciándome la zona del pinchazo, el hipocondríaco que a veces habita en mí me venía murmurando: “Seguro que ahora se te inflama el cuello con una reacción alérgica espantosa, te va a costar respirar, te van a tener que llevar cargado, morado y con la lengua de corbata, igualito que al Tony”. Pero entonces me invadió la rabia: por qué coño de la madre tiene que haber una abeja dentro de un vagón del metro. Qué carajos hace una abeja allí. Y se me vino a la mente el recuerdo de “Mimic”, la película de Guillermo del Toro, donde un insecto mutante se instala en los túneles del metro y liquida cruentamente a cuanto saco de pellejo y sangre se asoma por el subterráneo.
Pensé en la abeja que la señora de celeste acababa de dejar confinada a las dos dimensiones. Pensé más aún en la abeja reina, la colosal madre mutante que en alguna galería del metro de Caracas estaría preparando su venganza.
Llevo varios días subiendo al tren a la misma hora y en el mismo vagón. Guardo la esperanza de cruzarme de nuevo con el Tony y preguntarle realmente qué fue lo que pasó. Algo me dice que no fue un simple ataque de claustrofobia lo que le invadió la otra tarde. Ese hombre vio algo, quizá una visión de futuro de lo que ocurrirá en el metro.