miércoles, 29 de agosto de 2007

Metrorelato


Me subí sin mayores inconvenientes en Altamira en un vagón medianamente transitable con dirección a Propatria. El hombre subió en Chacao, se abrió espacio entre la multitud y se ancló con los pies bien abiertos a mi lado. Cuando íbamos por Chacaíto su piel estaba ya cubierta por una película de sudor frío. Tenía un tatuaje azul en el antebrazo de esos que dicen “Mary y Tony” dentro de un corazón cruzado por una flecha trazados a cuchillo caliente. Respiraba como un toro, cada vez que se abrían las puertas y bajaban tres mientras subían siete el hombre se incomodaba, resollaba, daba bocanadas como un pez. En un par de ocasiones me hizo silbar sus codos nerviosos cerca del mentón. La gente miraba al suelo evitando cruzar los ojos con los suyos. El trayecto se iba poniendo tenso, los puños se iban contrayendo, aunque sabíamos que de ponerse fea la cosa muy poco podríamos hacer contra el Tony. El tipo era grande y venía cargado después de un día de mierda en el que quién sabe por cuáles tuvo que pasar. Pero fue en el pedazo que une Sabana Grande con Plaza Venezuela que entendimos su furia. El Tony no estaba buscando pleitos, no era un guapo de barrio buscando a quien hacerle la rinoplastia a nudillo limpio; el hombre intuía que estaba punto de darle un ataque de pánico.

El miedo absoluto nos hace regresar de súbito a la infancia. Hay una especie de mirada perdida, casi canina. Un mohín en la boca que hala las comisuras del labio hacia abajo. Hay algo en los huesos del mentón que se licua en gelatina. Esa era la expresión del Tony cuando se desplomó; se soltó de las argollas forradas en goma que penden del techo y con gruñido ahogado se fue en peso muerto contra el suelo. Ayudamos a abrirle espacio, a abanicarle aire. Al llegar a Plaza Venezuela lo logramos sacar hasta sentarlo de espaldas contra una columna. Al rato ya el hombre estaba mejor, le ganó color la cara, la expresión de niño en pánico fue progresivamente trastocada en la del amante de Mary (de muchas Marys). Dio las gracias, se limpió el pantalón, se fue a pie.

Hice la transferencia a la línea 3 y cuando iba apaciblemente por Ciudad Universitaria, jurando que tenía un cuento por contar entre manos, sentí que algo me cosquilleaba sobre la yugular. Creí que era el cable de los audífonos que se había deslizado rozándome la piel; pero no era el cable, era una abeja. Me clavó el aguijón con saña en el centro del cuello. Di un palmetazo y cayó a mis pies. La gente a mi alrededor gritaba: “¡Mátala, chamo, mátala!”; pero yo estaba adolorido y aún más aturdido. Una señora enorme vestida de celeste se vino corriendo desde el fondo del vagón y saltó con furia sobre la abejita. La hizo una sola mancha perfectamente untada sobre el suelo de goma antiresbalante.

Cuando subía por las escaleras mecánicas hacia la superficie, aún con los dedos acariciándome la zona del pinchazo, el hipocondríaco que a veces habita en mí me venía murmurando: “Seguro que ahora se te inflama el cuello con una reacción alérgica espantosa, te va a costar respirar, te van a tener que llevar cargado, morado y con la lengua de corbata, igualito que al Tony”. Pero entonces me invadió la rabia: por qué coño de la madre tiene que haber una abeja dentro de un vagón del metro. Qué carajos hace una abeja allí. Y se me vino a la mente el recuerdo de “Mimic”, la película de Guillermo del Toro, donde un insecto mutante se instala en los túneles del metro y liquida cruentamente a cuanto saco de pellejo y sangre se asoma por el subterráneo.

Pensé en la abeja que la señora de celeste acababa de dejar confinada a las dos dimensiones. Pensé más aún en la abeja reina, la colosal madre mutante que en alguna galería del metro de Caracas estaría preparando su venganza.

Llevo varios días subiendo al tren a la misma hora y en el mismo vagón. Guardo la esperanza de cruzarme de nuevo con el Tony y preguntarle realmente qué fue lo que pasó. Algo me dice que no fue un simple ataque de claustrofobia lo que le invadió la otra tarde. Ese hombre vio algo, quizá una visión de futuro de lo que ocurrirá en el metro.


jueves, 23 de agosto de 2007

A Circus Life

Louise Woodroofe "Circus Abstract" (1950)


Tengo ya un tiempo obsesionado con los circos. Me imagino que la culpa la tienen Los hermanos Chang que montaron uno y yo he estado leyendo sobre circos y viendo imágenes de circo como nunca antes en la vida. Incluso se me ocurrió que necesito en mi catálogo de “superhéroes absurdos con poderes absurdos que nadie sabe para qué sirven (y mucho menos ellos)” incluir uno con visión de rayos X que -en vez de verle la ropa interior a las damas o aquello que se oculta detrás de paredes o cajas fuertes- pudiera ver el personaje de circo que se oculta en el interior de cualquier persona.

En base a la gente que he conocido he llegado a intuir algunas cosas:

-Conozco personas que serían excelentes dueños de circo. No tienen ningún talento, viven del de los demás y se sienten generosos al retribuirles con una limosna o cualquier miseria. Se visten de ropas caras y chillonas, gritan durísimo con vozarrones bien ensayados y su última palabra a la hora de la chiquita es: “Porque lo digo yo que soy el jefe y soy quien manda en esta vaina, no joda”.

-Sé de gente que son tigres y leones, pero de circo. Rugen mucho, muestran los dientes, amenazan con las garras; pero no hacen nada a menos que el domador se los indique, sólo saben saltar si escuchan el látigo –allí sí que son capaces de meterse por un arito encendido en llamas- y sólo lo hacen porque saben que al final, para el que se porta bien, hay un filete de recompensa.

-He tenido el gustazo de haber conocido a freaks de muchas calañas. Hombres lobo, mujeres barbudas, los enanos más chiquitos del mundo, los gigantes más altos, hombres de goma, mujeres bala, niños globo, niñas aguja, siameses separados y otros por separar. Dan vértigo y un poco de desasosiego si los ves desde afuera. Con el tiempo te vas acostumbrando, hasta que llega un día en que los encuentras entrañables. Un día en que te miras al espejo y te reconoces como uno de ellos.

-Sé también de dos o tres vampiros. Seres oscuros que se mueven en las sombras. Que se chupan la sangre de las víctimas más desprevenidas. Por momentos dan ganas de lanzarlos a plena luz de sol para que se exfolien públicamente; pero hay algo fascinante en ellos que te hace disfrutar de su compañía. Casi siempre optas por dejarlos cerca, les cedes una oportunidad y otra más. Aunque intuyes en el fondo que algún día, inevitablemente, se girarán contra ti y te morderán.

-He conocido a gente que sencillamente está en el circo como espectador. Los hay de dos especies: los que disfrutan y los que critican. Los primeros comen algodón de azúcar, quieren dar maní al elefante, estallan de júbilo cada vez que su chiquito se carcajea con una voltereta dada en la pista. Los segundos miran todo con desprecio, con asco, les parece inútil, tonto, cursi, mal hecho; y también quieren darle maní al elefante, en un puñado donde camuflan un petardo para que le estalle en plena trompa. Eso sí que les da risa.

-Conozco gente-pulga. Son más abundantes de lo que uno piensa. Supuestamente hacen y predican cosas prodigiosas, portentosas, insólitas, fascinantes; pero uno nunca las ve. Uno, aunque abra bien los ojos y aguce la vista, ni se entera.

-He conocido a mujeres trapecistas. Se sienten un poco ridículas en su trajecito estrecho que les deja expuesta la mitad del fundillo. Les da vergüenza levantar la cabeza para que se note esa pluma enorme y rosada que les corona el moño. No se enteran de que cuando están allá arriba dando piruetas, metidas en su universo de danza y vértigo, a uno en la tierra le sudan las manos y en silencio se enamora.

-Sé también de muchos que se mueven tras bastidores. Sin ellos no hay circo. Son los que cuelgan la carpa, los que tensan la malla de contención, los que limpian a duras penas el charco infesto que dejan las bestias. Son aquellos a quienes tienen confinados a pasar el trapito húmedo por los asientos antes de cada función. Pero que cuando toca –a la hora en que haga falta- se montan el traje de payaso o de contorsionistas, se enfrentan con coraje (el mismo que abandona en un instante de pánico al domador) a tigres y leones. Y que cuando nadie los mira, calladitos en un rincón oscuro, toman tres limones y dos pines y hacen unos malabarismos de ensueño que te cortan el aliento, pero que no se atreven a mostrar en público jamás.

viernes, 17 de agosto de 2007

Electric President



Los hermanos Ben y Artie Cooper de Electric President


Sí, el Presidente Eléctrico. Pues no. Esto no tiene nada que ver con política. Así que si buscas algún tipo de mensaje subliminal que conecte a cierto presidente con descargas eléctricas, drogas duras, o si estás sediento de magnicidios o ejecuciones de jefes de estado en sillas de alto voltaje, pues lamento defraudar. Mejor no sigas leyendo. Esto va de música. De la música que hacen dos chamos en una pequeña ciudad de Florida llamada Jacksonville.

Empezaré por confesar que yo de Jacksonville no sé nada. Y hace 10 años ni siquiera sabía que existía un lugar con ese nombre. Pero cierta noche me quedé atascado en la transmisión de un deporte que siempre menosprecié: el fútbol americano. Jugaban los Jaguares de Jacksonville en casa, en un estadio repleto con 80 mil hinchas. Se me ocurrió que absolutamente toda la población de Jacksonville tenía que estar en ese juego. Que cada vez que nace alguien en la ciudad inmediatamente le agregan una silla a la tribuna. Cuando alguien muere, por la noche y con las luces apagadas, le retiran su silla porque ya nadie la podrá ocupar. Ese, el de Jacksonville, es un estadio vivo, como un organismo que se expande o se contrae constantemente dependiendo de lo que le exija la vida. Dirán los oriundos: “en la cancha del pueblo cabemos todos; siempre y cuando todos seamos solamente nosotros”. Por eso a Jacksonville –el de mi historia, confío que no en el real-, nadie se muda ni ninguna visita puede llegar para quedarse. No sea cosa que algún foráneo les descuadre la venta de boletos para el juego del fin de semana.

Quienes tienen su silla asegurada en el estadio de Jacksonville son los hermanos Cooper, Ben y Artie, quienes desde el garage de su casa han gestado uno de los discos más impresionantes que he escuchado en mucho tiempo. Así serán los hermanitos que el sello alemán Morr Music se llegó desde Berlín hasta Florida para firmarlos. Surgió de allí una obra extraña, casi esquizofrénica, que se desplaza en pocos segundos de lo siniestro a lo luminoso. Que habla de escenarios apocalípticos con voces angelicales, como si algunas secuencias de The Matrix fueran escritas por un hippie. Sí, suena raro, a morcillas en almíbar, pero créanme, el resultado es feliz. Complejo y desgarrador. Curiosamente bueno. Cada una de las diez canciones de Electric President es el capítulo de una obra conceptual. Como si se tratara de una novela de ciencia ficción distópica que se narra a través de un paisaje sonoro. La historia, en esencia, va de un joven que en una noche de insomnio delira con el fin del mundo. Un mundo que lentamente es aniquilado, sepultado bajo el concreto, el cristal, los cables, el fanatismo, la estupidez humana y la nieve tóxica. Y cuando por fin llega Dios, pues ya es tarde, ya nos hemos ido. Pero hay un segundo final, un adiós que no revelaré. A ver si se animan a escucharlo ustedes mismos.

El disco de Electric President parece una de esas películas de Lynch o Cronenberg que nunca sabemos decir a ciencia cierta si nos gustan o no. Que nos dejan con una sensación inicial de no convencernos del todo, pero que son lo suficientemente tentadoras como para darles una segunda oportunidad. Hay que cuidarse de aquellas cosas que no nos gustan a las primeras de cambio pero a las que más tarde decidimos otorgar un segundo chance. Pareciera que allí, en ese caldo que invita a otra probada, pululan las obras que realmente nos enganchan en la vida. Como recordándonos que sí, necesitamos más de una dosis para hacernos adictos.

Nunca lo había considerado como destino, pero ojalá algún día llegue a conocer Jacksonville. Ha sido generosa conmigo. Aunque de todas maneras no pienso quedarme para el fin de semana. No sea cosa que.



El único video oficial de los Electric President: "Insomnia", segundo tema del disco.