
Pero yo no venía a hablarles de La novicia rebelde (perdonen, pero es que cada vez que se asoma el tema sufro una regresión a los 6 años combinada hipersegregación de bilis y se me nubla la razón bajo una densa nube roja), yo venía a contarles sobre el complejo de Mary Poppins. Sobre ese extraño trauma heredado por toda casi todas las mujeres de la humanidad que se empeñan en meter la casa en su bolso. Quizás como un residuo ancestral que proviene de los tiempos en que éramos nómadas, una obsesión por llevar encima todo lo que se pueda. Pese lo que pese, sirva o no sirva, quepa o no quepa. Esa curiosa manía de meter la mano dentro de ese espacio recubierto de tela, cuero o plástico para sacar un ayudante de cocina, un avión, un terodáctilo, un abrelatas punta roma, unos emparedados de mortadela, un oso polar tamaño natural, un yunque. Qué sé yo, las posibilidades son infinitas, en el bolso de una mujer puede hallarse una galaxia, la mandíbula del eslabón perdido, floras y faunas endógenas que los científicos ni sospechan.
Cada vez que mi mujer me dice: “¿Me alcanzas mi celular que está allí dentro de la cartera?” Yo tiemblo, se me vienen encima ochenta años de un golpe, respiro hondo como si tuviera que enfrentarme a un parto con la mano limpia y me veo en la necesidad de meterme hasta los codos en un planeta estampado con la cara Marilyn Monroe donde (juro que no exagero en esto tampoco) me tropiezo con el libro que ya leyó, el que se está leyendo ahorita y el que se va a leer después, hay también dos o tres bolsitos verdes y negros donde están las tijeras, el cortaúñas, la crema para las manos, un jabón líquido para limpiarse al seco, colorete, lápices labiales, dentífrico, cepillos de dientes (el viejo, el nuevo, uno eléctrico sin abrir dentro del plástico), varios peines, sombra para los ojos (es curiosísimo porque ella no usa maquillaje; pero tiene todo eso allá adentro, y es buenísimo porque si te pide, por ejemplo, el cortaúñas entonces éste se avispa y le da tiempo de saltar de un bolsito al otro y siempre aparece tras quince minutos de pesquisas justo donde no debería estar), uno se machuca los dedos con las llaves de puertas olvidadas o con llaves que encajan en cerraduras que no abren a ninguna parte, de lugares donde no vive o a los que no ha ido en décadas, hay dos o tres monederos rebosantes con monedas extranjeras o fuera de circulación, un par de billeteras indigestadas hasta la obstrucción intestinal con cualquier cantidad de papeles inútiles (no se puede botar nada que uno no sabe cuándo se va a necesitar), tres bolígrafos (dos sin tinta, ideales para prestárselos a la gente cuando estás apurado).
Tú nunca encuentras el teléfono del carajo y dices: “Coño, esa vaina no está aquí”.Y ella responde con tonito obstinado: “Dame acá, chico, es que no sabes buscar”. Y lo encuentra, no sé cómo hace, pero mete la mano hasta el hombro y con la misma soltura con la que Mary Poppins sacaba una lámpara de pie, o el Gato Félix un auto convertible, ella se saca el telefonito a la primera y sin tener siquiera que asomarse adentro.
Tengo un par de anécdotas sobre bolsos insólitos. En una oportunidad estaba de visita en casa de una amiga, a quien se le había desprendido un ligamento por estar intentando abrir con todas sus fuerzas un frasco de mayonesa, y me pidió que le sacara los analgésicos del bolso. Ella no podía porque tenía un clavo sobresaliéndole por la muñeca, y el clavo quirúrgico se le enredaba con la tela de la blusa, chocaba con los apoyabrazos de la silla, se enredaba con los aros metálicos del llavero. Mejor tener la mano quieta y en alto. Yo gentilmente metí la mano en su bolso (un gordito cabrón forrado de tela con lentejuelas), pero lo hice con mucho ímpetu y entonces algo adentró se rompió. Acabé con pedacitos de vidrio clavados hasta por debajo de las uñas. “Ay, se me olvidó decirte que estaba adentro el frasco de mayonesa con el que me jodí la mano. Es para mostrarle a la gente lo difícil que es abrirlo”.
Y en otra ocasión, buscando -durante largos minutos y a tientas- los cigarrillos y el mechero naufragados dentro de la cartera de una compañera de clases, juré haber encontrado el yesquero y cuando lo saqué triunfal resulta que aquello era un potecito plástico lleno de algodón con un alacrán adentro. “Coño, se me olvidó otra vez llevarlo a los bomberos para lo del suero antiescorpio. Pobrecito, lo tengo allí desde anteayer. Muévelo a ver si sigue vivo, pero ten cuidado que la tapa no cierra bien, está medio mala”.
Hay un cuento de Cortázar llamado “No se culpe a nadie”, donde un hombre es asfixiado por su propio suéter de lana. Estoy seguro de que en alguna parte, en este momento, un bolso se está tragando a alguien de quien no se encontrará jamás ni rastro.